Si hay algo de Estados Unidos que mis
hijos odian, con toda la intensidad de la palabra, es el Home Depot, la cadena de
tiendas de bricolaje y artículos para el
hogar por excelencia del país (y la mayor del mundo, por cierto). Cada vez que
les digo que tenemos que ir, las tres criaturas, de forma unánime y unísona,
estallan en protestas y declaran su intención de no salir del coche a dejar
huella alguna en sus instalaciones.
A mí me encanta. No soy una
gran consumidora de sus productos pero me gusta ver la variedad de martillos,
de tuercas y tornillos de todos los tamaños imaginables, de arandelas para la
fontanería, de brochas, pinceles y cintas de pintor, los cientos de bombillas o
enchufes… Lo que más me gusta es el olor a madera de la sección de “lumber” y ver con qué precisión los
trabajadores de la construcción eligen las vigas y tablones que habrán de
colocar en las viviendas que están levantando. Me llama la atención que no sean,
como en España, albañiles con el mono y las manos manchadas de cemento sino
madereros con virutas de serrín entre el cabello o el martillo colgando de la
pernera de su peto vaquero. Ya los veo con la boca llena de clavos, martillo en
mano, a caballo de una viga, fijando la estructura del tejado. Luego me viene a
la mente nuestro albañil dándole vueltas a la hormigonera a pie de obra, el
pañuelo con cuatro nudos cubriéndole la cabeza y el cigarrillo colgando de la
comisura de los labios… y me doy cuenta de que el cine americano ha sabido
idealizar hasta a sus obreros de la construcción. Y me quedo puesta.
Pero mis hijos no hacen uso de su
resistencia pacífica para reivindicar la imagen de los trabajadores ibéricos o
nada por el estilo. Simplemente están hartos. Pasaron, al poco de aterrizar en
el país, muchas horas esperando en los pasillos de esta megatienda mientras sus
padres analizábamos con todo el rigor posible cuál era el mejor método para
colgar nuestros cuadros. Y creo que ello les ha producido una suerte de trauma.
Trauma que nosotros queríamos ahorrarles evitando que les cayera encima la obra
de arte o la pared misma, como le acababa de pasar a nuestro amigo, recién
llegado como nosotros, cuando se le vino abajo no sólo la barra de la cortina
que acababa de colocar sino la plancha de pladur
que la sujetaba. Porque aquí, para alguien nacido en la cultura del taladro y
el ladrillo, colgar un cuadro no es cualquier cosa.
Como ya conté en la entrada Tocar madera,
en Estados Unidos las casas están construidas por un entramado de vigas de madera
que luego se recubren con unas planchas bastante finas de pladur o “drywall”,
como les gusta llamarlo aquí. Ello hace, como bien aprendimos rápidamente, que
un taladro y un taco del tipo de los que usamos en España no sirvan para nada.
En el momento de introducir la pieza plástica, o bien se va completamente hacia
adentro cayéndose en el hueco que hay tras la plancha de yeso o se queda fofa
del todo sin que sirva de sujeción alguna para el gancho, alcayata o tornillo del
que esperas colgar tu cuadro. Nuestras paredes engulleron insaciables, unos
cuantos tacos “made in Spain” y otras, simplemente no aguantaron la presión del dedo de Gabriel al tirar hacia abajo emulando el peso del cuadro.
Tras sacar las conclusiones pertinentes, en
las que intentamos aplicar nuestros conocimientos de las ciencias físicas, hicimos
la primera incursión en el Home Depot. Y allí, claro, la variedad de
respuestas al problema resultó ser directamente proporcional al cuadrado de
nuestra ignorancia en la materia y al cubo del hastío de nuestros tres vástagos.
Todo experimento científico se basa en una fase de “prueba/error” y, en nuestro
caso, ésta resultó ser bastante larga y fue acompañada por sus correspondientes
desplazamientos a la mencionada cadena de bricolaje. Mis hijos definen esa fase
como “el aburrimiento de los aburrimientos”.
Un amigo nos habló de unos detectores de
vigas de madera tras el pladur y, a pesar de que hicimos un viaje ex profeso al
Home Depot para verlos, seguía sin dejarnos elegir libremente el emplazamiento
de nuestros marcos. Hasta que un buen día entraron en nuestras vidas los Monkey Hooks, o ganchos de mono. Las
ideas geniales son sencillas y, con ingenio, dan respuesta a un problema: ¡nuestro
problema! Se trata de una pieza de alambre curva que, sin ayuda de ningún instrumento,
con una ligera presión de la misma punta del alambre, se introduce en el pladur
hasta que queda sólo fuera el gancho del que colgarás tu cuadro. La parte que
no se ve hace de anclaje repartiendo el peso y permite que no se desgarre el
yeso. ¿No es alucinante?
Compré una caja de prueba, muy escéptica
tras los numerosos desengaños sufridos. He vuelto a por muchas más. Muchísimas
más. Y aunque mis niños se han plantado y ya no quieren entrar en el Home Depot, con la boca pequeña me reconocen que la casa está mucho más mona con los cuadros colgados.
Me parece un invento estupendo aunque no alcanzo a entender su funcionamiento pero digo yo, y los cuelgafáciles de toda la vida no valen? mi hermana tiene pladur y cuelga los cuadros con cuelgafáciles que por cierto cada día son más sofisticados jeee...
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