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lunes, 27 de mayo de 2019

¡Empezó el verano!


 Hoy es Memorial Day, una fiesta federal en Estados Unidos que recuerda y honra a los que han dado su vida en el ejército sirviendo a la patria. Es siempre el último lunes de mayo y marca de manera extraoficial el inicio del verano que, a su vez, terminará el primer lunes de septiembre con otra festividad federal, Labor Day. Es el fin de semana en el que abren las piscinas y se llenan de cuerpos translúcidos tras un largo invierno, buscando solazarse con los rayos solares (ver entrada ¡Abrió la piscina!). Es también el fin de semana del Rolling Thunder (ver entrada Rolling Thunder), el impresionante desfile de motocicletas que desde 1988 recorre Washington DC para reclamar al gobierno el reconocimiento y la protección de los prisioneros de guerra (POWs: Prisoners of War) y de los desaparecidos en combate (MIAs: Missing in Action).

Desde que llegamos a Estados Unidos no nos hemos perdido ni un evento ni el otro: hemos saltado entusiasmados al agua el último sábado de mayo con el resto del vecindario y hemos vibrado el domingo con los rugidos de las Harley Davidson junto al millón de participantes en el desfile patriótico. Pero este año, en el que además corren los rumores de que será el último en el que las motos se concentren en la capital, nos hemos perdido el desfile. Otra gran responsabilidad nos llamaba: llevar a nuestra hija mayor y sus compañeros de colegio a la playa. Porque este fin de semana marca también el inicio de la Beach Week, o la semana de playa, el viaje de fin de curso de los chavales que se gradúan de High School.

Senior Week, Beach Week o Grad Week es la semana en la que los recién graduados de, principalmente, la costa Este y el sur de los Estados Unidos se van a la playa a pasar unos días con sus amigos. Las clases y los exámenes terminaron el viernes y la graduación será el 6 de junio con lo que tienen unos días libres para lo que, en el caso de mi hija, será su primer viaje con amigos.

Por supuesto, como su nombre indica, en la Beach Week los chavales van a la playa y para los que vivimos en la zona de DC la zona más habitual es el Estado de Delaware, cuajado de balnearios de largas playas, con el clásico paseo de madera atiborrado de sitios de comida rápida con cuanta porquería te puedas meter al estómago. Dos horas y media se tarda en llegar desde nuestra casa hasta la entrada de Rehoboth Beach y una hora de atasco en el último tramo que lleva a la playa, tal es follón de gente y veraneantes en un pueblo que, en invierno, está desierto.

Habíamos paseado por esa playa unas Navidades, de vuelta de uno de nuestros viajes, y era un pueblo fantasma. El viento nos azotaba con fuerza y las olas eran descomunales. No aguantamos mucho tiempo pero se veía que había infraestructura para albergar a mucha gente. Nunca pensé que en verano pudiera estar tan abarrotado. Si nos costó una hora llegar a la playa, encontrar donde aparcar fue otra odisea. Sin embargo, como mi hubby y yo somos españoles y estamos acostumbrados a estar apretaditos en la playa, no tuvimos mucho problema en hacernos un sitio entre un grupo de amigos afroamericanos con música rap a todo volumen, una bien nutrida familia latina de 20 miembros y un grupo de parejas americanas de mediana edad que bebía vino en vasos de plástico y hacían planes a gritos para la cena. De lo más relajante. Las olas seguían siendo igual de salvajes y el agua estaba helada, lo que me recordó a mi Gijón del alma pero no había nada más en común. ¡Qué distintos somos incluso haciendo lo mismo!

A las cinco de la tarde, cuando estabamos en lo mejor, vi que un muchacho rubio y guapo se afanaba de un lugar a otro. Cogía las sombrillas, las cerraba y las iba clavando en la arena. En un principio pensé que estaba redistribuyendo las que no estaban alquiladas pero pronto me di cuenta de que no, las estaba retirando y no tenía ningún pudor en meterse en mitad del grupo que disfrutaba de la sombra para privarles de tal beneficio. Cinco minutos después vi que los salvavidas, que se encontraban en unas sillas altas de madera espaciadas unos cien metros, se pusieron todos de pie, y empezaron a agitar banderas rojas con movimientos circulares y a soplar el silbato con fuerza. Estaban mandando salir a todo el mundo del agua. Se miraban entre ellos, pitaban al unísono y formaban un gran revuelo. Lo primero que pensé es que había un gran tiburón blanco (ya sé que la película Shark, “Tiburón”, me dejó un poco traumatizada en mi niñez) pero como no veía ninguna aleta entre las olas opté por creer que había alguien ahogándose en ese mar furibundo.

Corrí hacia la orilla atraida por el morbo del momento. Me acerqué a los salvavidas y escuché cómo un niño les preguntaba: “¿Entonces ya no nos podemos bañar más?” El socorrista respondió: “Solo después de que nos hayamos marchado”. No había ningún peligro, simplemente se terminaba la vigilancia oficial de la playa y el mar tenía que quedar libre de gente. En diez minutos podrías volver al agua pero bajo tu entera responsabilidad. Eran las 5:30 de la tarde en punto y el sol brillaba en lo alto. Me quedé puesta.

lunes, 4 de septiembre de 2017

En otra onda

Se acabó el verano. Al menos en Washington. Y no porque haga frío, porque llueva o porque la gente haya consumido ya sus breves vacaciones. No. Si tradicionalmente las estaciones se han clasificado siguiendo los métodos astronómico, meteorológico, fenológico o el basado en la radiación solar, en Estados Unidos habría que añadir el método conmemorativo: aquí el verano empieza el último lunes de mayo con Memorial Day y termina el primer lunes de septiembre con Labor Day. O sea, hoy.

Pero como son tan organizados, tan previsores y tan trabajadores, en la práctica, el verano termina mucho antes. A primeros de agosto, cuando yo estaba en plena ola de calor en España, sudando la gota gorda y sin poder salir de la piscina más que lo estrictamente necesario, ya me empezaron a llegar correos electrónicos de los colegios de los niños con instrucciones apremiantes sobre cómo inscribirnos a tal o cual actividad escolar, cuál era la ruta de autobús que se nos había asignado, las sesiones informativas deportivas o académicas o las reuniones para las fechas próximas. Y conforme avanzaba el mes crecía el número de mensajes diarios. No miento si digo que en un solo día me llegaron más de diez. Un agobio.

Es más, las pruebas de selección para los clubes deportivos del High School empezaron el 8 de agosto, el campamento (voluntario pero recomendado) del equipo de Cheerleading tuvo lugar en la segunda semana de agosto, los entrenamientos empezaron en la tercera semana y el curso intensivo para los nuevos miembros de la banda musical escolar, la última semana. Y esto es solamente lo que nosotros nos perdimos. Me deja puesta el comprobar que para los americanos es inconcebible que en pleno mes de agosto tú puedas estar tranquilamente en la playa o tomándote la copa con los amigos en la plaza del pueblo a la fresca nocturna.

Sesión informativa en el Middle School
Así que cuando el jueves, en pleno jetlag y con las maletas todavía sin deshacer en casa, llevé a los niños a sus respectivos colegios a las siete de la mañana para sus presentaciones escolares no pude evitar sentir que me había pasado, que era una madre desorganizada y poco previsora y que no estaba transmitiendo a mis hijos los valores adecuados. ¡Y eso que han sido las vacaciones más cortas que he disfrutado en los últimos 15 años!

Sesión informativa en el High School
Con ese ánimo entré a las 7 y media de la mañana en el High School a la sesión informativa para padres de los nuevos alumnos, mientras Gabriel hacía lo propio en el Middle School de nuestra hija pequeña.  Era un café con el director en uno de los patios. Temperatura agradable. Una mesa con un par de termos gigantes, cupcakes y galletas seguida por las mesas de venta de las prendas con el logo del colegio y las de las distintas asociaciones de padres a las que inscribirte o dar tu contribución económica. Pronto empezaron los discursos; que hablara la presidenta de la asociación de padres y estudiantes me pareció normal; que le siguiera la presidenta de la fundación del colegio que recauda fondos para invertirlos en la educación de nuestros hijos, también; que continuara la que preside la asociación cultural de padres internacionales, seguía siendo lógico; que el director del colegio tomara la palabra para dar la bienvenida y asegurar a los padres que sus hijos no podían estar en un colegio mejor, era obvio. Pero, a partir de ahí, no pude más que quedarme puesta: hablaron la presidenta de la asociación para ayudar a controlar el estrés escolar en alumnos y padres, la directora del departamento de consejeros, el director de las rutas de los autobuses amarillos, la directora de contabilidad, el encargado de la plataforma de comunicación entre colegio y familias… Y cuando la jefe de seguridad del colegio, con su uniforme, su manojo de llaves maestras y su walkie-talkie al cinto tomó la palabra para asegurarnos que nuestros hijos estarían seguros en el colegio y que tuviéramos la certeza de que los cuidaría y vigilaría como si fueran sus propios hijos, mi grado de asombro era ya mayúsculo.

Cuando a las 8.30 de la mañana conducía de vuelta a casa tuve la convicción de que, efectivamente, la estación se había terminado. El día anterior había dejado España en pleno veraneo con las playas llenas, las terrazas abarrotadas y las carreteras sin nada que hiciera sospechar la “operación retorno”. Aquí, antes incluso del Labor Day, ya no quedaba nada del estío, porque las vacaciones son un estado de ánimo colectivo y en estas latitudes hace ya semanas que todo el mundo está en otra onda.