Hoy es Memorial Day, una fiesta federal en Estados Unidos que recuerda y honra a los que han dado su vida en el ejército sirviendo a la patria. Es siempre el último lunes de mayo y marca de manera extraoficial el inicio del verano que, a su vez, terminará el primer lunes de septiembre con otra festividad federal, Labor Day. Es el fin de semana en el que abren las piscinas y se llenan de cuerpos translúcidos tras un largo invierno, buscando solazarse con los rayos solares (ver entrada ¡Abrió la piscina!). Es también el fin de semana del Rolling Thunder (ver entrada Rolling Thunder), el impresionante desfile de motocicletas que desde 1988 recorre Washington DC para reclamar al gobierno el reconocimiento y la protección de los prisioneros de guerra (POWs: Prisoners of War) y de los desaparecidos en combate (MIAs: Missing in Action).
Desde que llegamos a Estados Unidos no nos hemos perdido ni un evento ni el otro: hemos saltado entusiasmados al agua el último sábado de mayo con el resto del vecindario y hemos vibrado el domingo con los rugidos de las Harley Davidson junto al millón de participantes en el desfile patriótico. Pero este año, en el que además corren los rumores de que será el último en el que las motos se concentren en la capital, nos hemos perdido el desfile. Otra gran responsabilidad nos llamaba: llevar a nuestra hija mayor y sus compañeros de colegio a la playa. Porque este fin de semana marca también el inicio de la Beach Week, o la semana de playa, el viaje de fin de curso de los chavales que se gradúan de High School.
Senior Week, Beach Week o Grad Week es la semana en la que los recién graduados de, principalmente, la costa Este y el sur de los Estados Unidos se van a la playa a pasar unos días con sus amigos. Las clases y los exámenes terminaron el viernes y la graduación será el 6 de junio con lo que tienen unos días libres para lo que, en el caso de mi hija, será su primer viaje con amigos.
Por supuesto, como su nombre indica, en la Beach Week los chavales van a la playa y para los que vivimos en la zona de DC la zona más habitual es el Estado de Delaware, cuajado de balnearios de largas playas, con el clásico paseo de madera atiborrado de sitios de comida rápida con cuanta porquería te puedas meter al estómago. Dos horas y media se tarda en llegar desde nuestra casa hasta la entrada de Rehoboth Beach y una hora de atasco en el último tramo que lleva a la playa, tal es follón de gente y veraneantes en un pueblo que, en invierno, está desierto.
Habíamos paseado por esa playa unas Navidades, de vuelta de uno de nuestros viajes, y era un pueblo fantasma. El viento nos azotaba con fuerza y las olas eran descomunales. No aguantamos mucho tiempo pero se veía que había infraestructura para albergar a mucha gente. Nunca pensé que en verano pudiera estar tan abarrotado. Si nos costó una hora llegar a la playa, encontrar donde aparcar fue otra odisea. Sin embargo, como mi hubby y yo somos españoles y estamos acostumbrados a estar apretaditos en la playa, no tuvimos mucho problema en hacernos un sitio entre un grupo de amigos afroamericanos con música rap a todo volumen, una bien nutrida familia latina de 20 miembros y un grupo de parejas americanas de mediana edad que bebía vino en vasos de plástico y hacían planes a gritos para la cena. De lo más relajante. Las olas seguían siendo igual de salvajes y el agua estaba helada, lo que me recordó a mi Gijón del alma pero no había nada más en común. ¡Qué distintos somos incluso haciendo lo mismo!
A las cinco de la tarde, cuando estabamos en lo mejor, vi que un muchacho rubio y guapo se afanaba de un lugar a otro. Cogía las sombrillas, las cerraba y las iba clavando en la arena. En un principio pensé que estaba redistribuyendo las que no estaban alquiladas pero pronto me di cuenta de que no, las estaba retirando y no tenía ningún pudor en meterse en mitad del grupo que disfrutaba de la sombra para privarles de tal beneficio. Cinco minutos después vi que los salvavidas, que se encontraban en unas sillas altas de madera espaciadas unos cien metros, se pusieron todos de pie, y empezaron a agitar banderas rojas con movimientos circulares y a soplar el silbato con fuerza. Estaban mandando salir a todo el mundo del agua. Se miraban entre ellos, pitaban al unísono y formaban un gran revuelo. Lo primero que pensé es que había un gran tiburón blanco (ya sé que la película Shark, “Tiburón”, me dejó un poco traumatizada en mi niñez) pero como no veía ninguna aleta entre las olas opté por creer que había alguien ahogándose en ese mar furibundo.
Corrí hacia la orilla atraida por el morbo del momento. Me acerqué a los salvavidas y escuché cómo un niño les preguntaba: “¿Entonces ya no nos podemos bañar más?” El socorrista respondió: “Solo después de que nos hayamos marchado”. No había ningún peligro, simplemente se terminaba la vigilancia oficial de la playa y el mar tenía que quedar libre de gente. En diez minutos podrías volver al agua pero bajo tu entera responsabilidad. Eran las 5:30 de la tarde en punto y el sol brillaba en lo alto. Me quedé puesta.
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