Paseando por una feria de arte en Bethesda,
nuestro pueblo vecino, me detuve en uno de los puestos. Exponía unas
serigrafías de vivísimos colores con imágenes que me resultaban fácilmente
identificables: avenidas por las que he pasado decenas de veces, estaciones de
metro que he recorrido apresurada, monumentos que he fotografiado en mis vistas
a DC, restaurantes en los que me he sentado a comer, casas semejantes a las de
mi vecindario… Las ventanas de una de esas casas podían ser perfectamente las
del cuarto de mi hija pero el tejado era de un rojo tan brillante como la
manzana de Blancanieves. Me quedé un buen rato mirando la obra y el artista se
me acercó y me dijo: “¿Sabes que esa casa existe de verdad, que el tejado es
realmente de ese color y que está hecho de lata?”. Ese tejado fue mi
puerta de entrada a Washington Grove, un auténtico tesoro escondido en el
bosque, un viaje en el tiempo a pocos minutos de la capital de Estados
Unidos.
Washington Grove debe su existencia a dos
de los motores del desarrollo de los Estados Unidos: el ferrocarril y el fervor
religioso. Porque si no fuera por la construcción de la línea Baltimore-Ohio y
porque la iglesia metodista eligió ese altozano rodeado de bosques y de fuentes
cristalinas para hacer sus campamentos de retiros espirituales, tal vez nunca
hubiera existido. Las 258 tiendas de lona que allí se plantaron el 4 de julio
de 1873 fueron sustituidas con el paso de los años por las poco más de doscientas
viviendas que hoy conforman esta
localidad protegida del avance urbanístico por la arboleda que le sirve de
nombre.
El cartel que anuncia la entrada frente
al sencillo apeadero de tren es ya coqueto. Nosotros recorrimos el vecindario en
bicicleta, sin que apenas nos cruzáramos con coche alguno y recibiendo los
saludos de los vecinos que leían en los porches, paseaban a sus mascotas o
hacían labores de jardinería. Los colores y la temperatura otoñales no hicieron
sino aumentar la belleza del lugar. Las casas, muchas de ellas del último
cuarto del siglo XIX, están construidas en los diferentes estilos
arquitectónicos que se fueron poniendo de moda: gótico rural, revival colonial, cabaña inglesa, arts & crafts, bungallow, ranchero, Cape Cod.
Yo iba buscando la casa de las tejas rojas
pero los ojos se me despistaban con tanto color, vegetación o detalle
original.
Me deja puesta que aún hoy perviva el
espíritu fundacional de este vecindario que poco antes de la segunda guerra
mundial se había convertido en un lugar de residencia para todo el año y
necesitaba algo más que una comunidad religiosa para gestionarlo. Se constituyó
en ciudad pero continuó con su intensa vocación comunitaria, no necesariamente espiritual.
Aunque la pequeña iglesia metodista sigue siendo uno de los edificios
principales, el McCarthan Hall, que lleva el nombre del primer alcalde, es su
centro gubernamental, social y cultural. El Club de Mujeres promueve la
sociabilidad en la comunidad organizando actividades vecinales y la Biblioteca,
ubicada en el garaje de una de las viviendas, funciona en régimen de
autoservicio confiando en el civismo y respeto de todos los vecinos.
Pero Washington Grove, un secreto en sí
mismo, esconde otra sorpresa: el Maple Lake, un lago fantástico al que lanzarse
desde un muelle de madera en los meses de verano o en donde pescar todo el año.
Es exclusivo para los residentes en el vecindario y, sinceramente, a toda la
familia nos dio mucha envidia. A mis hijos les pareció la bomba. Personalmente, no sé si me gustaría nadar en un
lago, me da un poco de repelús eso de no verme los pies y de que el fondo no
sea uniforme pero reconozco que es mucho más bucólico, ecológico y
original que una piscina con cloro. Cuando luego
leímos que, antes de que se extendiera
el uso de los refrigeradores eléctricos, los bloques de hielo que se cortaban
del lago congelado en los meses de invierno se trasladaban a las casas para
conservar los alimentos hasta bien entrado el verano, los niños terminaron de
sucumbir a los encantos del lugar. Era lo que les faltaba para verse
convertidos en alguna especie de Daniel Boone contemporáneo que ha
sustituido el rifle y el cuchillo desollador por el Starbucks y el teléfono móvil.
Entretanto yo ya me había olvidado de la casa de las tejas rojas que me
había llevado hasta allí. Tengo la excusa perfecta para volver porque estoy
segura de que no será la única satisfacción que me depare este lugar, un tesoro en el bosque secreto.
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Red tin roof es una serigrafía de Joseph Craig English, un artista
norteamericano que da protagonismo a aquellos sitios de referencia que, de tan
familiares, pueden pasarnos desapercibidos. Su atrevida paleta de colores y su enfoque cálido y honesto me
capturaron de inmediato. Toda obra de arte tiene una historia detrás, la que lleva al artista a realizarla. Pero tiene por delante todas las historias que provoca en los demás. Esta fue, simplemente, la mía. ¿Cuántas más habrá?
Las fotografías son de Joseph Craig
English y Gabriel Alou
Me encanta la prosa que has utilizado. Cada día describes mejor las cosas. Enhorabuena
ResponderEliminarDebe ser muy bonito el pueblo. Os imagino, por unas horas, viviendo dentro de un cuento.
ResponderEliminarquiero ir, tiene que ser precioso
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