En Estados Unidos todo es “a lo bestia”. Las extensiones de terreno
son inconmensurables; las distancias en los viajes, eternas; las raciones de
comida en los restaurantes, descomunales; las tallas de la ropa, un despropósito. Y, claro, siguiendo la
tónica general, cuando anuncian vientos, no se tratará de una brisita
acariciadora, no.
El viernes, cuando sonó el despertador a
las seis de la mañana, como todos los días, lo primero que hice fue mirar el
teléfono, como todas las mañanas. Es un mal hábito, lo sé, y no hace nada de
bien a mis ojos, también soy consciente, pero no cambio mi rutina perniciosa
porque ese gesto mecánico me permite, de vez en cuando, quedarme en la cama un ratito
más. Y eso lo vale todo, incluso que llegue a mi vejez con unas buenas gafas de
culo de vaso.
El condado en el que vivimos tiene un
servicio de alertas que, vía telefónica, email o celular te envía
notificaciones relevantes. Funciona francamente bien: que hay un atasco en la
autopista X, te llega un aviso. Que va a llover y hay riesgo de riadas en
alguna parte, te llegan diez avisos. Que
hay un tirador en el centro comercial de la esquina de casa y se ha cargado a una señora en el parking,
te llegan cien avisos. Es muy práctico, la verdad.
El caso es que es la mejor forma de
enterarte de si va a haber colegio o no. Ante una posible causa de suspensión
de las clases como nieve, lluvia helada o inundaciones, por ejemplo, el sistema
te informa de si la hora de entrada al colegio se pospone un par de horas o de
si el colegio directamente cierra ese día para garantizar la seguridad de los
estudiantes. Cuando hay un “two hours
delay” las escuelas y los autobuses escolares se retrasan directamente dos
horas y las clases, en vez de ser de 45 minutos, pasan a ser de media hora para
que no se produzcan desigualdades en los currículos. Esos días son recibidos por
todos con gran alborozo. Quedarse un par de horas más en la cama por la mañana
y tener un día “light” siempre es
motivo de alegría.
Cuando la jornada escolar se cancela, los
niños, que viven el presente, se alegran doblemente pero todos sabemos que
traerá consigo consecuencias: tres o más días de suspensión de clases supondrá
que las vacaciones de verano empiecen más tarde o, si ha habido muchos días
cancelados, que te recorten directamente las vacaciones de primavera (de Semana
Santa como las llamamos en los países de tradición católica). Y eso ya no mola
tanto.
El caso es que el viernes se cancelaron
las clases por viento. “¡Qué exageración!”,
pensé. No había habido aviso de huracán, de tornados, ni siquiera de tormenta
de tipo alguno. Viento. Simplemente. La aplicación del tiempo del teléfono
también mostraba esas tres líneas paralelas con el ricito al final, pero solo
era eso: viento. Por la noche había ululado, habíamos oído las ramas de los
árboles moverse, sí. La luz quiso irse un par de veces, no lo consiguió. Luego
las noticias empezaron a llegar: un árbol se había caído junto a casa de una
amiga; otro había aplastado el coche de un conocido; la carretera tal había
sido cortada; un poste de la luz se había venido abajo y miles de vecinos estaban
sin luz (y sin calefacción, que es peor)… En mi barrio, afortunadamente, mi
mayor preocupación era sujetar a Miguelito que a toda costa quería salir a
volar su cometa.
Ayer, cuando salí a hacer mi habitual caminata
por los senderos de los alrededores de mi casa me quedé puesta. El cielo era
azul, el sol radiante, la temperatura agradable y el paisaje… son las fotos que
acompañan este escrito. En mi pueblo, a lo que produjo eso no se le llama
solamente viento. Pero el sistema de alerta del condado de Montgomery solo dio un aviso. No había por qué preocuparse.
Agúita!!!!!!!!
ResponderEliminarAquí estamos así también estos días, da miedito la verdad, y luego dicen que no hay cambio climático, yo esto no lo había visto nunca hasta ahora... En fin.
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