Cada cierto tiempo las “chicas” de la casa nos tomamos una noche para nosotras, nos acicalamos y nos vamos al Kennedy Center a ver uno de los grandes espectáculos de su programación, generalmente de ballet. Este templo consagrado a la música, la danza y el teatro está situado a orillas del río Potomac, junto al Complejo Watergate (ver entrada El lado oscuro) y su descomunal estructura marmórea se ha convertido en uno de los iconos de Washington. No es que sea un plan muy exclusivo: en sus múltiples escenarios tienen lugar más de 3.000 representaciones anuales que atraen a unos dos millones de espectadores. Pero conseguir entradas para la representación del momento, cruzar la alfombra roja de los larguísimos Hall of States o Hall of Nations y ocupar nuestras localidades en alguna de sus descomunales salas es un plan que nos encanta y al que no renunciamos por nada del mundo.
En esta ocasión decidimos cambiar nuestro tradicional ballet por un musical. Representaban “Anastasia” y las niñas, en un arrebato de nostalgia por las horas pasadas ante la que fuera su película favorita de Disney, insistieron en ir. Teníamos garantizada la diversión con música, teatro, baile y magníficos diseños de vestuario, decorado y luces. Llegamos con tiempo suficiente y mientras me acomodaba en mi butaca, al dirigir la vista hacia el escenario me llamó la atención que había tres personas vestidas de negro en la parte izquierda del telón. Estaban sentadas muy derechitas en unas sillas giratorias con la mirada al frente y tenían las manos, con las palmas juntas, metidas entre las piernas. De vez en cuando se giraban los tres a la vez hacia la derecha para ver si había algún movimiento entre bambalinas y, perfectamente sincronizados, volvían en un suave giro a su posición inicial.
Las luces se apagaron, los espectadores guardaron silencio, la música empezó a sonar y la magia del decorado y las luces nos trasladó al palacio de los Romanov en San Petesburgo. La pequeña Anastasia comienza a rogarle a su abuela la gran duquesa que la lleve con ella a París y, en ese instante, una de las figuras de negro empezó a gesticular y captó mi atención. ¡Aquellos tres eran los intérpretes del lenguaje de signos para sordos! ¡En un musical! Me quedé puesta.
Empecé a preguntarme para qué va un sordo a un musical (se me ocurrieron unas cuantas razones); seguí pensando en que si los sordos miraban a los intérpretes de signos se perdían lo que sucedía en el escenario (eso lo podía corroborar personalmente); continué intentando adivinar cuántos sordos debía de haber para justificar ese gasto (¿y si no había nadie con problemas de audición?). Para ese entonces el palacio ya había ardido, San Petesburgo se había convertido en Leningrado y los actores se calentaban las manos ante el fuego en una triste calle gris mientras un soviético cantaba las excelencias del sistema. Ahora los tres de negro gesticulaban a la vez, se sabían el texto a la perfección puesto que parecían ir a la par que los actores en escena y sus caras y los movimientos de sus manos se tensaban o dulcificaban según lo que narraban. Anastasia ya había conocido a Dimitri y empezaba a tener dudas sobre su identidad. Menos mal que el musical seguía al dedillo la película de dibujos animados porque yo no tenía ojos más que para aquellos tres. Así de fascinantes eran.
Por supuesto, apenas llegué a casa me metí en internet a ver si encontraba respuesta a algunas de mis inquietudes. Resulta que algunas obras del Kennedy Center, no todas, cuentan con intérpretes de signos y se pueden reservar unas butacas convenientemente situadas cerca de los traductores. En caso de no estar previsto ese servicio, se puede solicitar con dos semanas de antelación y el centro hará lo posible por proveer un intérprete. En cualquier momento, y para cualquier función, hay a disposición de los interesados con dificultades auditivas auriculares para amplificar el sonido. Además, e igualmente con dos semanas de anticipación, se puede pedir un servicio de subtítulos, que no es automatizado, sino que hay alguien que va escribiendo en directo.
En el colegio de mis hijos mayores, el departamento de lenguas extranjeras, además de un sinfín de elecciones (francés, español, italiano, japonés, chino, ruso, árabe, latín) incluye el lenguaje de signos americano, con la misma asignación de créditos académicos e idéntica carga curricular. Es un idioma más, con sus propias estructuras y convencionalismos. Es una lengua específica porque no es común para todos los sordos y uno que domine el idioma de signos americano no necesariamente entiende el lenguaje de signos francés. Y es una clase que está llena de alumnos, con o sin sordera.
Estas son las cosas que me encantan y me admiran de vivir en un país como Estados Unidos. El caso es que no deberían dejarme puesta. Debieran ser así en todas partes.
Post-post:
La idea de que Washington contara con un centro cultural nacional al estilo de los de las grandes capitales europeas partió del presidente Eisenhower que en 1958 firmó la primera ley en la historia de Estados Unidos que comprometía al gobierno en la financiación de una institución dedicada a las artes escénicas. En reconocimiento del gran impulso que le dio el presidente Kennedy, tras su asesinato en 1963 se decidió convertirlo en un memorial en su honor. En el acto de inauguración, la primera palada de tierra fue retirada con la misma herramienta plateada que se empleó para la inaugurar las de los memoriales vecinos de Lincoln y de Jefferson. Abrió por primera vez sus puertas en 1971 con el estreno mundial en su teatro principal de la obra del compositor estadounidense Leonard Bernstein “Misa: una pieza de teatro para cantantes, actores y bailarines”. Con más de 200 artistas en escena, la producción incluía una orquesta, dos coros de adultos y uno de niños, un elenco de actores al estilo de las producciones de Broadway (compañía de ballet incluida), una banda de metales y una banda de rock. Desde entonces programa múltiples actuaciones todos los días del año, algunas gratuitas como la que diariamente tiene lugar a las 6 de la tarde en el Millenium Stage. El Kennedy Center es, además, la sede oficial de la Orquesta Sinfónica Nacional y de la Ópera Nacional de Washington. Un lujo de institución.
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