Tardé bastante tiempo en descubrir lo que
era. Un edificio blanco, majestuoso, con seis altísimos pináculos dorados, uno
de los cuales estaba coronado por la escultura de un trompetista áureo. Cada
vez que pasábamos por la autopista interestatal 495, una de las arterias
principales para moverte por los alrededores de Washington, esa construcción
despertaba nuestra curiosidad. Parecía el castillo de Walt Disney en
dimensiones colosales que surgía del centro de un tupido bosque de árboles
siempre verdes.
Un buen día descubrimos que se trataba
del templo de los Mormones y que el brillante trompetista no era otro que el
ángel Moroni (pronúnciese mourounai) que se le apareció a Joseph Smith, el
fundador de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días o, como
se conoce en inglés, la LDS Church. Este
ángel/profeta/guardián fue, según los Mormones, el último en escribir en unas antiguas
placas de oro la historia de su pueblo, la nación nefita, y su completa
destrucción allá por el siglo V. En 1823 le reveló a Joseph Smith el lugar
donde las había enterrado antes de morir en una gran batalla entre dos
civilizaciones precolombinas y le guió hasta allí, una colina en el oeste del Estado
de Nueva York. Estaban escritas en un supuesto lenguaje llamado “egipcio
revisado” y el fundador de la iglesia de los mormones consiguió traducirlo y
descubrir que narraban la visita de Jesús a los indígenas de América. Llegó al
convencimiento de que con ello Dios le estaba encomendado reorganizar la iglesia
cristiana. Me quedé tan puesta que hube de verificar que el nombre oficial de
la iglesia no era LSD Church.
La historia que sigue es delirante y
apasionante: cómo esta nueva religión se va expandiendo en aquella convulsa
nación del siglo XIX que intentaba crear su identidad nacional, cómo tenía que
hacer frente al rechazo que suscitaban sus intentos de levantar una teocracia y
su defensa de la poligamia, cómo las acusaciones de fraude y paganismo
estuvieron a punto de acabar con ella. Hasta llegar al día de hoy en que tiene unos 16 millones de seguidores (es la cuarta iglesia de Estados Unidos), ha
establecido congregaciones y levantado templos por todo el mundo y cuenta con
70.000 misioneros que predican su mensaje por los cuatro puntos cardinales.
Cuando era niña los mormones llamaban
muchas veces a la puerta de mi casa en Gijón para hacer su labor de apostolado:
jóvenes rubios, altos y guapos, siempre en pareja, uniformados con pantalón
negro, camisa blanca y una chapa oscura con su nombre que, invariablemente, empezaba
por “Elder”. Me enseñaron a decirles “No, muchas gracias” sin darles opción a
que articularan palabra alguna, como si fueran una secta terrible de la que
había que mantenerse alejado porque si les dejabas entrar en tu casa te
abducían y terminabas perdido para siempre. Nunca supe gran cosa de ellos. Por
eso, ahora, ya adulta y sin miedo a un lavado de cerebro, cuando Gabriel trajo
una invitación para asistir a la 40º Ceremonia del encendido de luces navideñas
de su templo, grité de emoción por poder acercarme por fin a ese territorio tan
misterioso como desconocido. Las letras doradas de la elegante
tarjeta, la promesa de la asistencia de miembros del 115 Congreso de Estados
Unidos, el anuncio de que encenderían 650.000 luces para celebrar la Navidad y
de un refrigerio al final del acto hicieron que confirmáramos de inmediato y
las tres semanas que pasaron hasta que llegó el día D se me hicieron
larguísimas.
El templo de Kensington (Maryland) fue construido en
1974 en un terreno de 23 hectáreas de las que solo 5 fueron despejadas de
árboles para que siguiera dando la impresión de ser un lugar remoto a pesar de
estar a pocos minutos de la capital de Estados Unidos. Fue el primero que se
levantó al este del río Mississippi y no se había construido ninguno desde
1846. La ceremonia tenía lugar, para mi pesar, en el centro de visitantes y no
en el templo en sí , donde solo pueden entrar los miembros de esta iglesia que,
además, no lo usan para celebrar las misas cotidianas sino para las bodas, la
oración o la reflexión.
¡España, presente! |
Lo primero que me sorprendió cuando traspasé la entrada fueron dos bonitos y enormes árboles de Navidad adornados con parejas de
muñecos de todas partes del mundo. Luego, la exposición de más de 200 belenes
provenientes también de numerosos países. En el auditorio un coro cantaba
villancicos tradicionales y tras la actuación del tenor y las palabras de los
invitados de honor, uno de los Elder de más rango se dirigió al público. Me
preparé para proteger mi cerebro de los cantos de sirena y las promesas de una
salvación mucho más eterna y placentera que la de mi educación católica,
aspectos ambos con los que seguro que me querrían atraer a su secta. Y me quedé
puesta. Nada de lo que dijo Elder (que ahora sé que no es un nombre propio sino
un tratamiento al estilo de “hermano”) me sonó distinto: habló del significado
de la Navidad, de que las estrellas simbolizan el nacimiento de Jesús, de que
las campanas hacen referencia a la Anunciación y a la gloria a Dios en las
alturas, de que el color rojo sugiere el sacrificio de Jesucristo para
redimirnos de nuestro pecados, de que el verde perenne se refiere a la vida
eterna, de que los Reyes Magos nos recuerdan que la Navidad es la época de dar
y recibir y que el mayor regalo que jamás hemos recibido fue la vida de Jesús
y, finalmente, de que las 650.000 luces que iban a encender no eran más que el símbolo
de que Jesús era la luz del mundo y nos alumbraría el camino hacia Dios. Vamos,
el contenido de mis clases de religión de toda la escuela primaria.
Finalmente no iluminaron el templo sino
el arbolado que hay alrededor convirtiéndolo en un precioso camino de luces de
colores que no desentonaría, para nada, como decoración de Disneylandia y yo me
quedé con las ganas de entrar a la iglesia propiamente dicha. Pero no pierdo la
fe: en tres meses van a hacer obras y lo van a desacralizar. Terminarán en 2020
y antes de que lo consagren de nuevo como templo, dejarán entrar a los no
mormones. Ya lo tengo marcado en mi calendario. ¿Quién se apunta para que formemos
pareja?.
Post-post:
Los mormones están actualmente en uno de
sus mejores momentos. Hace unos años un estudio sobre la religión y la política
encontró que el 74% de los mormones norteamericanos era del partido
republicano. Tal vez por ello uno de los grandes números musicales de la toma
de posesión de Donald Trump el año pasado fuera una actuación del Mormon Tabernacle Choir, un
impresionante coro que entre sus numerosos galardones cuenta con un premio
Grammy, dos Emmy, dos Peabody y la Medalla Nacional de las Artes. En el mundo
del teatro, el irreverente y divertidísimo musical The Book of Mormon ha sido
9 veces ganador de los premios Tony en la categoría de mejor musical y se ha
convertido en un fenómeno internacional. Y en la literatura, Stepheney Meyer,
la autora de la serie de novelas Twilight
que ha vendido decenas de millones de ejemplares, resulta que es mormona. Desde
luego, imaginación nunca les ha faltado.
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