Por fin conseguí entrar. Ha tenido que
pasar más de un año para lograr hacerme con entradas para el Museo Nacional
de Historia y Cultura Afroamericanas, NMAAHC, más conocido como Blacksonian ante
lo impronunciable de su nombre oficial y su pertenencia a la red smithsoniana (ver entrada Mister Smithson).
Levantar un museo federal que se centrara
en la historia y la cultura de la población afroamericana y que reconociera su
inmensa influencia en la formación de la identidad estadounidense era una idea
que se venía acariciando desde principios del siglo XX. Se le dio un fuerte
impulso en los años 70 y otro, legal, veinte años después. En 2003 fue
definitivamente autorizado, en 2006 se eligió su localización y, una década
después, el saliente presidente Barack Obama, el único de color de
la historia de este país, lo inauguró. Cien años tuvieron que pasar para ello. ¿Y
yo tuve que esperar un año para entrar? Visto así, tampoco es tanto.
El recorrido del museo comienza de manera
lúgubre y opresiva en oscuras salas subterráneas que narran el tráfico de
esclavos en la América colonial y culmina en plantas superiores con una
celebración exaltada de las grandes aportaciones de la población afroamericana
en todos los ámbitos de la sociedad. Desde allí, las espectaculares vistas
sobre los grandes monumentos capitalinos permiten atisbar un horizonte sin
límites.
Este viaje ascendente permite la inmersión en la vida de los esclavos, sus rebeliones, su emancipación, la segregación, el movimiento por los derechos civiles (Martin Luther King, Malcolm X, Mohamed Ali), su persecución por los supremacistas del Ku Klux Klan, las matanzas que sufrieron no hace mucho o su encarcelamiento masivo en durísimas penitenciarias todavía operativas. Y luego, dándole el mismo peso en material y espacio expositivo, abre las puertas a las innegables aportaciones de los afroamericanos a la música, con el blues, el jazz o el hip-hop; al deporte, otorgando protagonismo a los innumerables grandes ídolos del público; o a las estrellas de espectáculos televisivos que baten records de audiencia.
Y cuando salí de allí me di cuenta de que
la visita al museo no es solamente un viaje histórico, sino también una
experiencia sensorial y emotiva. Y me quedé puesta. En seis plantas se pasa del
pesimismo al optimismo con una escala en un amplio espacio para la reflexión
frente a una cascada circular abierta en el techo. Pero también salí con una
idea más clara de algo que me viene rondando desde hace tiempo la cabeza cada
vez que visitamos los museos de Estados Unidos, desde el más pequeñito de un campo
de batalla al megamuseo de la II Guerra Mundial en Nueva Orleans, por solo
poner un ejemplo (ver entrada Yo estuve allí)
En Estados Unidos, además de los museos
tradicionales de colecciones artísticas, abundan otros muy diferentes a los que estaba
acostumbrada. Espacios con una puesta en escena atractiva, moderna, variada y
sorprendente. Con un discurso muy bien estructurado y una cantidad de
información apabullante que emana de todas las formas imaginables. Museos que
reproducen fielmente el escenario en el que se produjo un suceso en concreto y
permiten atravesar un campo de batalla nevado que te sitúa en la batalla de las
Ardenas, entrar en una celda de una penitenciaría especialmente cruenta o
recorrer el interior de un barco de esclavos deliberadamente oscuro y opresivo
para crear una sensación claustrofóbica. Museos asombrosos y divertidos para
todo público, para el que quiera leer los miles de paneles que dan toneladas de
información y para el que quiera hacer una visita light y tener una bonita experiencia cultural con cierto aire de
parque temático.
Pero son museos, si me perdonáis la
expresión, con poca “chicha” (o mucha, según de qué “chicha” hablemos). Hay
información para aburrir, hay toda la interactividad posible, hay experiencias
sensoriales maravillosas y hay diversión garantizada pero… hay pocas piezas y,
muchas de las que hay, tienen más importancia por lo que representan que por la
pieza en sí misma, como si fueran ilustraciones de la enciclopedia en la que
están insertos: la toga y las gafas de un juez negro cuyas sentencias
conformaron los derechos civiles, ladrillos de las primeras universidades
sureñas que admitieron estudiantes de color, imágenes publicitarias
caricaturescas que justificaban la segregación, una moneda encontrada en el
suelo donde tuvo lugar un acontecimiento importante... Se maximiza la función
ilustrativa y divulgativa del museo y se minimiza la función de conservación y
exhibición de los objetos que alberga.
El NMAAHC exhibe 37.000 objetos. El Museo
Arqueológico Nacional en Madrid fue inaugurado tras su completa remodelación y
con un novedosísimo diseño expositivo en 2014, un par de años antes que el
Blacksonian. Tiene 1.300.000 piezas. Ninguno es mejor o peor. Inciden en cosas
distintas. Los dos me parecieron igualmente fantásticos y entretenidos. Y de
los dos salí con más información de la que podía digerir. Tendré que volver. Y
esta vez no esperaré un año. Porque, además, aprendí el truco.
Post-post:
Todos los museos smithsonianos son gratuitos. A diferencia de otros, la gran
expectación que suscitó en NMAAHC hizo que desde su inauguración se articulara
un sistema de reserva de entradas anticipadas para evitar larguísimas colas y
evitar frustraciones del público a las puertas del museo. Conseguir una de esas
entradas sigue siendo muy difícil y casi imposible en un plazo razonable si
quieres visitarlo en fin de semana o festivo. Y, sin embargo, no es el museo
más visitado de la capital. Ocupa el cuarto lugar (con poco más de 2 millones
de visitas hasta finales de septiembre). El primero lo tiene el Museo del Aire
y del Espacio (5,3 millones); el segundo, el Museo de Historia Natural (5,2
millones) y el tercer puesto el Museo de Historia Americana (3,4 millones).
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