Cuando yo era pequeña, si iba por la
calle y veía a algún compañero del colegio, o bien daba gritos para llamar su
atención (para desesperación de mi abuela que lo encontraba de la peor
educación posible) o bien, si no éramos amigos, sacudía la mano y le saludaba.
Al día siguiente siempre había ocasión para entablar una conversación y
comentar adónde íbamos cada uno cuando
se cruzaron nuestros caminos la víspera.
Durante mis dos primeros años en Estados Unidos acompañé a mi hija
pequeña a la parada del autobús escolar. Todas las mañanas los mismos niños,
todos los niños vecinos, todos menores de 11 años. Y todas las mañanas reinaba
un silencio absoluto en la parada. Es más, no era extraño que cada uno esperara en distintas esquinas para no tener que estar situado cerca de los otros. A mí eso
me dejaba puesta.
Al principio yo azuzaba a mi hija para
que se acercara a ellos, pensando que tal vez podían ser tímidos y les faltaba
un empujoncito. Ana, tímida también pero obediente, se acercaba y les decía
algo y los niños pasaban de ella, como pasaban de mí y como pasaban de todos
los que allí estábamos.
El centro comercial que está cerca de mi
casa es el lugar habitual de reunión de toda la chavalería de los High School de nuestra zona durante los
fines de semana. Cuando voy por allí con alguno de mis hijos mayores, me van
diciendo “ése es de mi colegio”
(miran hacia otro lado), “esa pandilla es
del equipo de remo” (ni se inmutan), “aquélla
está en mi clase de física” (como si pasara Rita, la cantaora). A mí me hierve la sangre. No entiendo por qué no
interactúan, no me cabe en la cabeza que se ignoren de tal manera, no comprendo
ese desinterés que tienen por sus compañeros. Ellos dicen que no les conocen,
yo les digo que si los reconocen es que sí los conocen, ellos replican que no
son sus amigos. Y se acabó la discusión.
En Estados Unidos eres un raro si saludas a alguien a
quien solo conoces de vista, nadie espera que digas buenos días cuando entras
en un ascensor (es más, parece que incordias cuando lo haces) y no tiene
sentido que te despidas de la dependienta al salir de la tienda en la que has
estado 15 minutos revolviendo los percheros, ni te va a mirar. Y, sin embargo,
todo el mundo es tremendamente amable y extrovertido.
Está tu marido sentado en un comercio
cualquiera esperando que hagas tu compra y de repente le ves hablando con
alguien que se ha acercado a decirle que le encantaban sus calcetines. Vas en
el metro pensando en qué parada bajarte y la señora que está junto a la puerta
te alaba las botas. Estás en la cola para comprar el perrito caliente en el
descanso del partido de futbol americano del colegio y una mamá a la que no
conoces, ni reconoces, ni es tu amiga, te empieza a hablar de cómo le gusta el
estilo de tus pantalones. Pero luego te cruzas en el supermercado con esa misma
mamá con la que estuviste charlando tan amigablemente el otro día y pasa de ti.
Y a mí esto me deja muy descolocada.
Kalervo Oberg, un antropólogo mitad
canadiense mitad finlandés, acuñó el término “choque cultural” allá por 1954.
Lo definía como el proceso psicológico de adaptación que experimenta una
persona que se traslada a vivir a un nuevo marco cultural, por ejemplo, un
cambio de país. Ese proceso tiene cuatro fases:
- La luna de miel, en la que lo recibes todo como maravilloso.
- La sorpresa, ansiedad, desorientación que sientes cuando empiezas a ver cosas que no entiendes.
- El periodo de negociación, en el que intentas resolver las diferencias culturales.
- La aceptación, el momento en que te das cuentas de que hay cosas buenas y malas en esa cultura.
Las consecuencias más habituales de los choques culturales suelen
ser la imposibilidad de adaptarse a la nueva cultura (que puede acabar con un
aislamiento de la cultura anfitriona y el refugio en un gueto), la asimilación (integración completa en la cultura
anfitriona al mismo tiempo que se pierde la identidad cultural original) o mi diagnóstico (de
momento): la posibilidad de adaptar los aspectos positivos de la cultura
anfitriona conservando elementos de la cultura nativa. El individuo (o sea, yo) no tiene
mayores inconvenientes al regresar a su cultura nativa o al irse a otra parte.
Yo no sé a ciencia cierta en qué periodo estoy. Hay muchas cosas que me parecen maravillosas y que me producen sorpresa y desorientación a la vez; algunas las acepto, varias no me gustan, otras las ignoro y no sé si negocio mucho. Pero todas son mi fuente de inspiración. Porque, ¿qué sería de mi Puesto traspuesto sin el choque cultural?
Yo no sé a ciencia cierta en qué periodo estoy. Hay muchas cosas que me parecen maravillosas y que me producen sorpresa y desorientación a la vez; algunas las acepto, varias no me gustan, otras las ignoro y no sé si negocio mucho. Pero todas son mi fuente de inspiración. Porque, ¿qué sería de mi Puesto traspuesto sin el choque cultural?
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