Yo, a eso de ir andando por la calle con un vaso de café en la mano, por mucha tapa que tenga, no le veo ninguna gracia. Que conste que lo he intentado. Entré en uno de tantos Starbucks que hay en este país y pedí, aconsejada por mis hijos, un tall latte, que es la forma “adecuada” de ordenar ahí un café con leche pequeño. Podría decir mucho sobre lo que me parecen esas denominaciones de la susodicha cafetería, pero, en esta ocasión voy a dejarlo pasar para no perder el norte. Volviendo a lo mío, a pesar de lo absurdo de la expresión, me entendieron muy bien y me lo sirvieron mejor, pero desde el mismo momento en que quise abandonar el local empezaron los problemas. Llevaba una bolsa con unas compras en una mano, el café en la otra y la puerta estaba cerrada. La conseguí franquear con un grácil toque de cadera coordinado con una presión de hombro contra el cristal y unos pasitos en el sentido de la apertura; unos movimientos que, a pesar de la gracilidad inicial resultaron, en su conjunto, un poco ortopédicos. No muy airosa, pero salí.
Intenté dar el primer trago mientras me disponía a cruzar la calle como veía que hacían otros a mi alrededor. Debe de ser una habilidad que se adquiere con la práctica, porque no fui capaz de caminar, acercar el vaso a la boca, apuntar con el agujerito de la tapa por el que ha de salir el líquido, darle la inclinación adecuada para verter el café en la oquedad y tragar a la vez sin que se derramara nada. El lamparón en mi camisa podía dar fe de ello y la quemadura en la lengua que me acababa de provocar me impidió maldecir a gusto. Para enfriarlo un poco decidí quitarle la tapa plástica al vaso. Aquella dependienta tan amable la tuvo que haber puesto a presión, o con mucha mala uva, porque, si no, no me explico cómo buena parte del café acabó en la pernera de mi pantalón y manchándome el zapato. La ampolla que ya empezaba a crecer en mis papilas apenas si consiguió bloquear los exabruptos. Caminar, a continuación, con naturalidad y con un vaso sin tapa de café caliente en la mano fue tarea imposible al ver cómo, con el vaivén del movimiento, el líquido cada vez se acercaba más al borde del recipiente. Estirar el brazo hacia adelante para evitar una nueva salpicadura ya no me pareció de recibo y, sucia, quemada y cabreada me senté en un banco de la calle a beber lo poco que había quedado de mi tall latte. Ahora entiendo por qué Starbucks vende cafés tan grandes, que no los puedes pedir como grande (porque ese es el nombre para el pequeño) sino que tienes que decir venti o trenta. ¡No, no, no, que dije que no iba a entrar en este tema!
Leía el otro día unas estadísticas que aseguraban que un 64% de los norteamericanos adultos consume café a diario y que beben, de media, 3,1 tazas al día. Dicho así no parece mucho pero si pensamos que una taza americana equivale a 236 ml, resulta que se acaban tragando casi tres cuartos de litro de café por día y por persona, 400 millones de tazas de café a diario, 146 miles de millones de tazas al año. Y claro, con ese volumen de ingesta, tienen que estar a todas horas con una taza de café en la mano, en casa, en los trabajos, en la calle o en el coche. Porque este último debe de ser uno de los sitios donde más se bebe en Estados Unidos a juzgar por el número de receptáculos para colocar las bebidas que suelen traer de serie los vehículos norteamericanos. Mi coche, un familiar de siete plazas, tiene nada menos que doce de esos espacios. ¡Doce! ¿Para qué, si solo caben siete personas? ¿Es que se las beben a pares?
En el armario de la cocina se me acumulan sin estrenar vasos térmicos metálicos que se ajustan perfectamente a esos huecos del coche. Uno me lo compré yo al poco de llegar con la intención de salir de mi casa con el café para ir tomándolo por el camino, cualquiera que este fuera. Pero resulta que yo soy de las que desayuna en la cocina, sentada, leyendo el periódico y se lava los dientes antes de salir de casa. Después ya no me apetece tomarme un café por mucho recipiente térmico bonito que tenga y menos en el coche mientras voy conduciendo. Además, mis padres me enseñaron que por la calle no se come ni se bebe (con la excepción del helado) por lo que, aunque sé que esas enseñanzas ya están desfasadas, no estoy cómoda haciéndolo. Y, finalmente, en el hipotético caso de que rellenara de líquido mi termo y lo bebiera por el camino, tendría que estar el resto del día cargando con ese trasto para traerlo de vuelta a casa, algo que ya me parece el colmo del absurdo.
Pero todas estas son apreciaciones personales que la mayoría de los americanos no comparten. Al recoger en cierta ocasión a una amiga en su casa para un viaje, salió con su bolso, su maleta y su taza de cerámica bien llenita de café para ir tomándoselo por el camino. Viendo el tipo de taza y recordando mi experiencia con un vaso con tapa especialmente diseñado para tales menesteres, la miré con cierto escepticismo. Pero ella, dominando perfectamente la situación, se sentó con estilo en el vehículo sin que se le cayera ni una gota. Ni el arrancar ni el frenar en los semáforos dejaron impronta en sus bien planchados pantalones. Y cuando se lo terminó, limpió con una servilleta la taza y la metió tan tranquilamente en su bolso. Allí habría de convivir todo el día con la cartera, las llaves, las gafas de sol, la crema de manos, el paquete de kleenex, la barra de labios… sin que ni su hombro, ni su postura, ni su cansancio denotaran el peso de ese bolso. La admiración que desde entonces siento por ella no conoce límites.
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