Me iré de este país sin pisarlo. Es una promesa que hago. Que nadie me insista y que nadie me pida que le lleve. Por ahí no pasaré. Lo siento. No habrá fuerza humana que me lleve a Potomac Mills, a poco más de media hora de mi casa, uno de los mayores outlets de este país y, sin duda, el mayor del Estado de Virginia. No me hace falta ir para saber lo que es y no me quiero acercar ni siquiera por mero interés antropológico, porque sé que solo puedo salir de allí peor de lo que entré.
Aunque estoy segura de que casi todo el mundo sabe lo que es un outlet, en honor a mi madre, a la que siempre le han importado un comino las compras y pienso que ni siquiera podría imaginar semejante aberración, diré que son una concentración de tiendas de marca que venden, con descuentos notables, sus productos, en su mayoría ropa, calzados y bolsos. Artículos caros, de esos que se paga la etiqueta, hay que añadir. Originalmente eran una forma de dar salida (de ahí el nombre, outlet: salida) a productos que no vendían en sus tiendas normales ya porque eran de temporadas pasadas o porque tenían alguna tara; pero ahora muchas marcas fabrican líneas completas para ser destinadas a ese tipo de ventas, con productos más masificados o de calidad inferior.
No os forméis ideas equivocadas. He sido y soy, a mi pesar, cliente de outlets. Cuando vivía en España iba de vez en cuando a uno, entre semana, a primera hora de la mañana, y daba batidas rápidas para ver si encontraba la prenda que quería para una celebración o un chollo que satisficiera mis ansias consumistas por un módico precio. Y aquí, cuando no me queda otro remedio, acudo a otro cercano a mi casa, a piñón fijo, directa a la tienda que quiero, a comprar lo que necesito. Pero nada más. Sé que no me sienta bien quedarme más tiempo.
Porque, a mí, comprar en esos sitios no me gusta y comprar mucho, porque es barato, no me relaja. Empiezo bien pero muy pronto me entra una especie de ansia que me torna en un ser convulsivo, con todos los sentidos alerta, que da la vuelta a una etiqueta para ver el precio con un ojo mientras con el otro va mirando el perchero de al lado a ver si hay algo que le guste más. Soy, además, de las que no se deciden, porque a lo mejor en la tienda siguiente hay algo más bonito, más adecuado, mejor, más barato. De aquellas que, si hay muchas tiendas, tiene que verlas todas para tomar la decisión correcta y que, al final, si no encuentra nada, se cabrea por haber perdido las horas miserablemente y entra en un estado de frustración reconcentrada que le convierten en un ser insoportable. Lo dicho, no me sientan bien.
Si esta transformación ya la experimento en el outlet vecino, que apenas tiene 69 tiendas y al que solo voy cuando pienso que va a haber poca gente, no quiero ni imaginarme lo que sería de mí en Potomac Mills, que tiene más de 200 marcas, un aparcamiento del tamaño del mar Muerto y hordas de gente poseídas por ese espíritu consumista que convierte en necesidad perentoria el capricho más pasajero. He visto que en Florida está el mayor outlet de Estados Unidos, con más de 350 tiendas y me han dicho, también, que es habitual gastar uno o más días de las vacaciones en Nueva York comprando como posesos en los outlets de las afueras de la ciudad de los rascacielos. A mí no me busquéis por ahí, no. Ni por Potomac Mills, ya sabéis que me iré de este país sin pisarlo.
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