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lunes, 13 de mayo de 2019

Miami

Cuando me enteré de que Miami (Florida) prácticamente no existía a principios del siglo XX, me quedé puesta. Tengo que reconocer que  yo supe de esa ciudad  por la serie de televisión Miami Vice donde los siempre estilosos detectives “Sonny” Croquet y “Rico” Tubbs investigaban, de paisano, los circuitos de la cocaína en pleno boom de los años 80. Ese programa me encantaba no solo por la trama sino por la música, la moda y el ambiente. Me parecía el colmo de la modernidad, pero ni me planteé que la ciudad acabara casi de construirse.  

Posiblemente ya había estudiado que Ponce de León navegó por esa zona con tres naves un día de Pascua Florida, en abril de 1513, y que por eso llamó a esa península Florida; que esas tierras estaban habitadas por los indios miami que dieron el nombre al río Miami y posteriormente a la ciudad; y que los sucesivos intentos de conquistar la zona fracasaron hasta que mi paisano Pedro Menéndez de Avilés fundó por allí la primera ciudad de Estados Unidos, San Agustín, en 1565. Pero en mis clases de historia en el colegio nunca llegábamos a la época contemporánea y, aunque hubiéramos llegado, no estudiabamos nada del nuevo mundo, así que nadie me sacó nunca de mi idea errónea de que Miami había estado allí desde, por lo menos, la conquista de la Florida.

En unas vacaciones fui, leí la guía de viajes y me enteré de que el ferrocarril llegó a Miami en 1896. No fue hasta ese momento que comenzaron los planes para levantar en esas tierras un hotel y construir una ciudad. Y el cerebro me crujió un poco porque yo siempre había pensado que las ciudades ya estaban, luego adquirían la importancia suficiente para que necesitaran comunicarse con otros lugares y después los gobernantes decidían si dotarlas de infraestructuras de transporte, sean caminos, carreteras, vías de tren o aeropuertos. Y resulta que aquí todo es al revés. Primero convencen a alguien para que invierta su capital privado en una línea de ferrocarril que llegue hasta un sitio, luego se pelean por ver qué nombre le ponen al primer hotel (ver entrada El San Petersburgo más surrealista), después constituyen un gobierno y finalmente fundan una ciudad. Sí señor, tal cual. Extrapolado al ambiente fiestas de graduación en que nos encontramos (ver entrada de la semana pasada), no es que me compre un vestido porque tengo la prom en un hotel, sino que voy a construir un hotel y comprarme un vestido para que alguien se anime a organizar la fiesta.

El caso es que lo hicieron muy bien y a comienzos del siglo pasado, gracias a políticas muy laxas en lo referente a las apuestas y al consumo de alcohol en plena Ley Seca, la ciudad prosperó exponencialmente en población e infraestructuras. Un huracán la asoló en 1926,  la Gran Depresión causó estragos dejando miles de desempleados y sin techo e, incluso, el presidente Roosevelt  sufrió allí un intento de asesinato en 1933. Pero a mediados de los años 30 el barrio Art-Decó de Miami Beach estaba prácticamente desarrollado y no se vio afectada por la Segunda Guerra Mundial, que dejó a muchas otras ciudades de Florida en la ruina. Al final de la guerra el número de habitantes de Miami no dejó de crecer y la llegada de Fidel Castro al poder en Cuba en 1959 la convirtió en el destino favorito del exilio cubano lo que hizo que siguiera aumentando su población.

Hoy en día, su puerto es el que alberga el mayor número de cruceros del mundo, su aeropuerto es el segundo de Estados Unidos en número de viajeros, tiene la mayor concentración de bancos internacionales de todo el país y es un importantísimo centro financiero, comercial, turístico y de entretenimiento. Pero Miami no es la capital de Florida y ni siquiera la ciudad con más habitantes del “Estado del Sol”. Tallahassee y Jacksonville ostentan, respectivamente, dichos títulos. La primera porque se proclamó capital en 1824, cuando Miami no existía,  por estar a mitad de camino entre las dos principales ciudades de aquella época, San Agustín y Pensacola. La segunda porque sus límites administrativos son más extensos. Sin embargo, no muchos podrían situar a estas otras localidades en un mapa. Claro, es que por ninguna de las dos paseaban en descapotable los protagonistas de “Miami Vice”, con sus trajes blancos, pantalones sin cinturón, camisetas pastel, mocasines sin calcetines, gafas Rayban y barba de cuatro días.  Y con eso no se puede competir.

Post-post:

Miami fue también la cuna de una película que traspasó los criterios cinematográficos para convertirse desde su estreno en un baluarte de la libertad sexual frente al conservadurismo y la mojigatería norteamericanas: Garganta Profunda, tal vez la película pornográfica más conocida de la historia del cine.  Rodada en apenas seis días en un hotel de Miami con un presupuesto de 25.000 dólares, fue una de las cintas más rentables de la historia del cine para adultos.  Contaba la historia de una chica con una anomalía sexual: tenía el clítoris en la garganta y no encontraba placer en las relaciones convencionales. La película se convirtió inesperadamente en el centro de una tormenta política y social y en el objeto de una auténtica cruzada por parte del presidente Richard Nixon y del FBI. No consiguieron acabar con ella, más bien al contrario ya que el título de la película sirvió para designar al denunciante sin rostro del escándalo Watergate que terminó con la presidencia del propio Nixon.

Nota: Foto Miami Vice: No copyright infringement is intended

lunes, 28 de noviembre de 2016

Gobble, gobble

La semana pasada mi amiga Margaret, originaria de Hong Kong, me regaló un pavo. Ella no sabía qué hacer con ese pájaro de cerca de 9 kilos, máxime cuando ya tenía uno en su nevera casi listo para ser horneado. Yo no había asado un pavo en mi vida ni había celebrado Acción de Gracias jamás pero, con un poco de aprensión y no sin antes asegurarme de que el animal estaba ya muerto, desplumado y bien limpio como para meterlo en el horno, acepté con gusto su ofrecimiento.

El año pasado por estas fechas vinieron unos amigos a cenar a casa y nos comimos entre los 10 un jugoso roast-beef sin el más mínimo sentimiento de culpabilidad por estar obviando una tradición que no es la nuestra. Pero este año, con el pavo ya en mi cocina, me tuve que poner manos a la obra e iniciar una ardua investigación de recetarios para dar con la forma más adecuada de asar el animalito.

Unos días antes había estado en una celebración anticipada de la comida de Acción de Gracias y ya me había enterado de la historia idealizada de los orígenes de esta festividad. Según contaron allí, en 1621 un grupo de colonos ingleses que había llegado a Plymouth, en la costa Este, estaba muriéndose de hambre pues no habían sido capaces de hacer progresar ningún cultivo y se les estaban terminando las reservas de comida que traían de Inglaterra. Los indios Wampanoag les regalaron semillas y les enseñaron cómo hacerlas germinar en esos terrenos. Cuando en el mes de noviembre terminaron la cosecha, en agradecimiento, los colonos les invitaron a compartir una comida que es el origen de la tradición que continúa hasta hoy.

Me gusta la ingenuidad de esa versión pero lo cierto es que las celebraciones de Acción de Gracias, ya sean con contenido religioso o pagano, han estado presentes en todas las sociedades y en todos los tiempos. Las comidas con que se festejan desde la Antigüedad el final de las cosechas o la comida que mi paisano el expedicionario Pedro Menéndez de Avilés celebró en 1565 para dar gracias a Dios por haber llegado con bien a San Agustín, Florida, y a la que invitó a la tribu de los indios Timucua que allí vivían, podrían estar perfectamente detrás de esta festividad que los americanos han hecho tan suya.

Lo cierto es que Thanksgiving tiene tanta importancia en este país porque han sabido convertirla en una fiesta incluyente que es compartida por todos con independencia de la religión que profesen y eso, en un país con una población proveniente de culturas y religiones tan variadas es fundamental; católicos, protestantes, judíos, musulmanes, budistas, zoroastras, ateos… todos consideran Acción de Gracias como algo propio, como el momento de reunirse con la familia alrededor de una mesa, aunque haya que cruzar el país y recorrer miles de millas, para comer el pavo y sus múltiples acompañamientos. Viene a ser lo que para nosotros es Nochebuena y su pavo sería nuestro turrón “El Almendro”, que nos hace volver a casa por Navidad.

El caso es que de buena mañana yo me puse en tan señalado día a hornear al pajarito, le hice su relleno y sus “sides” siguiendo la más pura ortodoxia, preparé una otoñal crema de calabaza, una focaccia de romero que despedía aromas de bosque y un arroz con leche asturianísimo para hacer un poco de patria querida. Cuando me quise dar cuenta eran ya las dos de la tarde, hora bien española para comer, y la casa olía tan bien, tenía todo tan buena pinta y estaba tan en su punto que por unánime votación familiar, decidimos dejarnos de tradiciones y ventilarnos en ese mismo momento el delicioso festín sin esperar a la hora de la cena. Y, la verdad, es que nuestros estómagos bien que lo agradecieron.

Post-post: 
Lo que me deja puesta es que en inglés los pavos hacen “gobble gobble”, como bien podéis ver en este vídeo Gobble gobble song Pero, ¿cómo hacen en español?