Reconozco que a mí no me encanta el jazz.
No sé si estoy diciendo una burrada de las que hacen que la gente culta se
escandalice tal y como yo hago cuando alguien dice que no le gusta leer. Le he
puesto mucho empeño, he ido y seguiré yendo a muchos conciertos (es lo que
tiene estar casada con un melómano jazzista) y reconozco que hay que tener una
gran formación musical para interpretarlo pero creo que no lo entiendo… y me
acaba aburriendo.
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Jazzband, de Béla Vörös (1899-1983) |
A mí se me pueden ocurrir muchos planes y
muy diversos, pero nunca saldrá de mí el comprar entradas para un concierto de
jazz. Sin embargo, me gusta ir. Disfruto viendo el lugar donde tocan (ya sea un
club o la plaza de un pueblo), la gente que acude, los juegos de luces, los
gestos de los músicos, los solos que hacen y el instante en el que se juntan los
instrumentos otra vez. Me encanta cuando, en uno de esos momentos de
concentración, identifico una repetición de compases y me doy cuenta de la
infinidad de variaciones que hacen los músicos con esas notas (es cierto que
las repiten tantas veces que no tiene mucho mérito por mi parte el
identificarlas).

Stuart Davis consideraba el jazz la mejor
expresión de la creatividad americana e intentó captar los sonidos de estos músicos
plasmando objetos cotidianos en unos lienzos recargados y llenos de color. Sobre
todo, se inspiró en la tendencia del jazz de revisitar y revisar melodías
conocidas, lo que para el pintor significaba volver a alguna de sus obras
anteriores y rehacerla con colores diferentes o sobreponiendo elementos
nuevos. Tanto es así que, al parecer, un
80% de sus pinturas está basado en sus viejas creaciones.
Incluso, en una de las pinturas que se
pueden ver en la exposición, “American Painting”, Stuart Davis pintó encima de
la propia obra original creando una nueva pieza 20 años después de que la
primera viera la luz. Y para que nadie dudara de su influencia musical, en un
lateral llegó a poner el título de un éxito de Duke Ellington, amigo suyo y
asiduo en sus exposiciones: “It don’t mean a thing if it ain’t got that swing”
(“No significa nada si no tiene ese swing”) que resume la creencia del pintor
de que la pintura tiene que ser tan valiente, tan libre y tan improvisada como
la música de jazz.
Y a mí, me divirtió ser capaz de percibir
en sus pinturas esa repetición de estructuras, esa variación de los mismos
elementos constructivos; disfruté comparando obras que se parecen pero que son
totalmente distintas y buscando los motivos vertebrales de sus piezas. Siento
que Stuart Davis me ha dado nuevas pistas para entender un poco más de jazz y
me ha metido las ganas de comprobar si la música me hace visualizar
sus cuadros. Por vez primera creo que voy a ser capaz de comprar entradas para
un concierto y espero divertirme igual que en la exposición. Y si no, tengo la
nevera vacía y una lista de la compra muy larga por hacer.
Post-post:
Dos de las obras que se muestran en esta
exposición son un préstamo del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, esa delicia
de museo que siempre parece que estamos a punto de perder.
Fotos de Gabriel Alou y Voros
Y a pesar de mi afirmación inicial, en mi adolescencia tuve pegado en mi habitación un póster de “The
Jazz Singer” (“El cantante de Jazz”), la primera película en utilizar imágenes
y sonido sincronizados. Protagonizada por Al Jolson y dirigida por Alan
Crosland, se estrenó en 1927 y apenas tiene dos minutos de diálogo apareciendo
el resto de las conversaciones en intertítulos, pero marcó un cambio radical en
la historia del cine. La imagen icónica de esta película es el “Blackface”. Y es
que, en los primeros tiempos del jazz había público al que le gustaba esta música
pero no soportaba la idea de ver a un negro de verdad sobre el escenario. Por ello empezaron a aparecer cantantes blancos que se pintaban la cara de negro y los labios de blanco (o los dejaban sin pintar) e interpretaban canciones de raíces negras para público blanco. Todo para
no ofender sensibilidades. Menos mal que hemos evolucionado.