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lunes, 1 de abril de 2019

Cometas en el aire


Esta mañana me he despertado, he salido a recoger el periódico y al levantar la cabeza me di cuenta de que la primavera había llegado al vecindario. Los centenares de cerezos que flanquean las calles de los alrededores de nuestra casa, que estaban todavía ayer desnudos, hoy están cuajados de flores rosáceas. De un día para otro. Bastó con que la víspera hubieran subido las temperaturas hasta los 20 grados para que los árboles sacudieran de sus ramas los últimos coletazos invernales y se vistieran de primavera. Me quedé puesta y miré, admirada, a mi alrededor deleitándome con el cambio. Empecé a subir la rampa de vuelta hacia casa con el periódico en la mano, retirando las gotas de rocío del plástico que lo protege; tenía el corazón contento y el ánimo por las nubes. Cuatro pasos más arriba sentí que me picaban los ojos y los tenía llorosos, tuve que pasarme el dedo por la punta de la nariz para retener un agüilla que amenazaba con llegar a los labios y solté tres estornudos que levantaron una bandada de lindos pajaritos. Sí, definitivamente la primavera (y sus alergias) ya está aquí. Qué alegría. Qué alborozo.

Es verdad que ya hemos cambiado la hora y que los días son más largos o que ya no cojo la bufanda al salir de casa temprano por la mañana, pero el cambio de estación apenas se había dejado sentir en la zona donde nosotros vivimos. Solo veinte kilómetros más allá la cosa es distinta y Washington DC vive su tradicional exaltación de la primavera con el National Cherry Blossom Festival que, cada año desde 1912, llena el calendario de actividades para celebrar el momento máximo de floración de los cerezos (ver entrada Regalos de amistad). En los alrededores del Tidal Basin, esa ensenada artificial que está rodeada de buena parte de los edificios más impresionantes y característicos de la capital de Estados Unidos, tienen lugar cientos de eventos para todos los gustos. Uno de los más populares es el Blossom Kite Festival, el concurso-festival de vuelo de cometas que se desarrolla en el Mall, en los terrenos que rodean al Obelisco o Monumento Washington.

Es un evento que se celebra todos los años, desde 1967, aunque forma parte del Festival de los cerezos desde hace apenas 8 años. Fue fundado por el primer curador del Museo Nacional del Aire y el Espacio, uno de los más visitados de la red Smithsoniana (ver entrada Mr. Smithson), como una competición de cometas caseras y compradas que se acompañaba de talleres de construcción de cometas y conferencias sobre el tema. Sin embargo, alguien desempolvó una ley de 1892 que todavía estaba en vigor y que prohibía el vuelo de cometas, globos y paracaídas dentro de los límites de la ciudad de Washington y se denegó a la institución Smithsonian el permiso para futuros festivales. En 1970 la policía detuvo a 11 personas que, desafiando la ley, fueron al Obelisco a volar sus cometas y el Festival se tuvo que mudar a Maryland. El posterior cambio de la normativa permitió que recuperara su emplazamiento original en 2008. Tres años después el patrocinador pasó a ser el Festival del Cherry Blossom ( que en el año 2016 tuvo que aclarar que los drones no estaban permitidos) y cada año supera el número de asistentes.
 
Entre ellos nosotros, porque el sábado nos levantamos, preparamos un buen picnic, cogimos un par de mantas para el suelo, buscamos en el garaje nuestras cometas y nos fuimos hacia DC. El Mall estaba animadísimo, los árboles eran macizos rosas en pleno esplendor y el cielo, un mar de cometas. En un extremo de los hilos niños y adultos disfrutaban por igual; en el otro, pulpos con tentáculos multicolores, estrellas tridimensionales, pájaros tropicales o algún tiburón amenazante competían en altura y vistosidad. Un espectáculo. Habían bastado unos cuantos grados más y que se convocara una actividad al aire libre para que saliéramos por miles, como las flores de los cerezos de mi vecindario. Porque la primavera ya está aquí, ahora sí, incluso en mi barrio. Sé lo que digo porque mientras escribo estas líneas voy llenando la papelera de pañuelos desechables. Qué alegría. Qué alborozo.

lunes, 6 de febrero de 2017

Mister Smithson

Al poco de llegar a EEUU, por carambolas varias, fuimos al Concierto contra el Odio que anualmente organiza la Liga Anti-Difamación (ADL) en el Centro John F. Kennedy de Washington DC para homenajear a diversos “héroes” en su batalla contra la intolerancia, la injusticia, el extremismo o el terrorismo. Varios actores de Hollywood (yo solo conocía a Meg Ryan, aunque mi hija Adela, cuando se lo conté al día siguiente, me tildó de ignorante por no saber quiénes eran los otros) hacían una semblanza de los nominados, que estaban sentados entre el público y recibían, levantándose humildemente del asiento, los aplausos y vítores de los cerca de 2.000 asistentes. La parte musical la ponía la Orquesta Sinfónica Nacional. Ojeando el programa me llamó la atención que había una página dedicada a los donantes, aquellos que financian a la ADL para que pueda realizar su labor. Era una lista larguísima (con nombres y apellidos o con personas anónimas) que estaba dividida por las cantidades entregadas: hasta 100.000$, hasta 250.000$, hasta 500.000$, hasta 1.000.000$ o más de un millón de dólares. En todos los apartados había muchos nombres. Me quedé puesta.

Con el tiempo he visto que en los museos y galerías, en pabellones de universidades y hospitales, en edificios públicos y privados, hay un espacio reservado a destacar a quienes han contribuido económicamente a la construcción o mantenimiento del lugar o al desempeño de las funciones para las que ha sido concebido.

Las generosas donaciones de los ciudadanos se pueden ver por todas partes. Los colegios de mis hijos, que son los tres públicos, cuentan con sendas Fundaciones que se encargan de recaudar donativos para invertirlos en el colegio. Organizan varios eventos al año donde se anima a los padres, familiares o patrocinadores varios a contribuir económicamente a las necesidades del centro. El colegio de Primaria de mi hija pequeña, que tiene solamente 400 alumnos, acaba de organizar una Carrera Divertida (“My Fun Run”) en la que durante una hora los distintos cursos fueron haciendo pequeñas carreras y los padres podíamos ir a animar. Un DJ amenizaba la reunión. Era un acto más, sin pretensiones, que tenía la meta de conseguir 12.000$ para comprar material escolar. Esa cantidad fue superada con creces.

El High School de Adela, que ya está mandando información sobre procedimientos para inscribirse en universidades y sobre las diferentes ayudas que se pueden obtener, publicitaba una beca que me dejó puesta: un donante anónimo de Maryland, en cuya familia alguien había fallecido a causa de un cáncer de pecho, había establecido un fondo para sufragar los estudios universitarios de alumnos que tuvieran algún familiar de primer grado con el mismo tipo de cáncer.

Parte del legado Smithsonian
Pero ninguna donación ha sido culturalmente tan enriquecedora como la que hizo el científico británico James Smithson en el siglo XIX que donó todo su patrimonio a Estados Unidos, sin haber pisado jamás el país, con el fin de que se creara una Fundación para el aumento y difusión del conocimiento entre los hombres. Esos 500.000$ de 1835 (que podrían ser equivalentes a unos 10 millones de dólares de la época actual) son los que dan origen a la Institución Smithsoniana, mundialmente conocida, que cuenta con 17 museos y galerías solamente en Washington DC así como el zoo de la ciudad, además de centros de investigación, archivos y museos en otras ciudades de Estados Unidos.

Exposición en la Galería Renwick
La lista de Museos a la que ha dado lugar esa generosa donación parece abarcarlo todo: desde los orígenes del hombre en el Museo de Historia Natural a las naves espaciales del Museo del Aire y el Espacio, pasando por el Museo de Historia Americana, el de Arte Americano, el de Arte Africano, el Indoamericano, el Museo Postal, el Museo de la Comunidad de Anacostia, el Museo Hirshhorn con su Jardín de Esculturas o el recientemente inaugurado Museo de la Historia y Cultura Afroamericana. Y las más pequeñas Galerías Sackler (de arte asiático), Renwick o la Galería Nacional de Retratos. Todos ellos de una calidad apabullante. Y todos ellos gratuitos, sin que haya que pagar un centavo para ver alguna de las 140 millones de piezas que contienen ( un amigo washingtoniano me contó que se quedó puesto la primera vez que visitó un museo fuera de DC y le cobraron la entrada; pensaba que todos eran gratuitos).

Se habla español
Pero hay un tema que no está representado y que se echa en falta en esta impresionante colección de Museos: el de la comunidad latina. Aunque las cifras de latinos oscilen entre los 40 o los 60 millones según las distintas fuentes (y si éstas incluyen o no a los puertorriqueños o a los inmigrantes ilegales), Estados Unidos es ya el segundo país hispanohablante del mundo, por delante de España y por detrás de México. Eso, creo yo, ya es razón suficiente para tener un Museo dedicado a esta realidad.

Así como Obama inauguró cuatro meses antes de terminar su mandato el Museo Afroamericano, largamente esperado, no parece que el nuevo ocupante de la Casa Blanca tenga mucho interés por los museos (si no cierra ninguno ya nos podríamos dar con un canto en los dientes) y menos de temática latina. El hecho de que una de sus primeras medidas tras sentarse en el sillón presidencial haya sido eliminar la página web en español de la Casa Blanca no permite albergar muchas esperanzas. Pero, además, mucho me temo que aunque surja un donante al estilo de Mr. Smithson, ese Museo, de momento, no verá la luz. Y es que la ceguera de la política nos deja a todos en la oscuridad. Una lástima.