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lunes, 3 de junio de 2019

Piscineando

He vuelto a nadar. Es lo que tiene el verano, que las piscinas abren, hace calor y una termina sustituyendo las caminatas por los largos de veinticinco metros en el agua clorada. Treinta largos el primer día, cuarenta el segundo, cincuenta el tercero… poco a poco, a ver si voy encontrando el fondo perdido y perdiendo los kilos encontrados durante los largos meses de invierno. Me gusta esa repetición de movimientos, sacar la cabeza cada cuatro brazadas para tomar aire, ir contando mentalmente las piscinas recorridas en una especie de canto tántrico que me impide pensar en nada más. Cuarenta y cinco minutos con la mente vacía y bajo el agua. Ajena a todo.

Este año hemos tenido que cambiar de piscina porque la de nuestro barrio cerró debido a problemas financieros. Tras casi medio siglo sirviendo de oasis a nuestros vecinos y pese a los múltiples esfuerzos por salvarla, en el mes de marzo nos comunicaron que era imposible sanear las cuentas y que “se acabó”. Así que nos hemos tenido que ir a otra.

Hasta que no te pones a buscar piscinas de barrio no te das cuenta de todas las que hay. Están perfectamente camufladas en el entorno y donde pensabas que solo ibas a encontrar casas y jardines resulta que aparece un “club recreacional”. Son todas iguales y cortadas por el mismo patrón, como casi todo lo que hay en este país al que le encanta la producción a escala. Idéntica distribución de los espacios, misma estructura de la cubeta, escaleras clónicas y colocadas en el mismo sitio, la canasta de baloncesto acuático siempre en la esquina derecha donde se une la piscina profunda con la de los niños, la calle para nadadores a la izquierda… En fin, que si no fuera porque ésta tiene un escáner para pasar la tarjeta identificativa y porque está un poco más lejos, casi que ni me hubiera dado cuenta del cambio.

El fin de semana pasado, tras mi sesión de largos, me dejé secar por el sol en una tumbona junto al “pozo” de los saltos, el característico cuadrado de mayor profundidad donde están situados los dos trampolines. Allí está permanentemente un salvavidas, en una suerte de escalera con asiento en lo alto, en diagonal con el otro socorrista que vigila el área de menos profundidad, más concurrida por los niños pequeños. Los socorristas hacen turnos cada hora y siempre hay 5 o seis en la piscina. Suelen ser chavales que ya han cumplido los 16 años y que tras hacer un curso oficial de formación pueden sacarse un sueldecito estival.

A pesar de su juventud, están ungidos de una autoridad que ya la quisieran muchos directivos adultos para sí, sobre todo en otras partes del mundo, entre ellas España. Sus toques de silbato han de ser obedecidos al instante y nadie los discute y si tienen que amonestar a alguien de palabra todo el mundo dirige a la persona en cuestión una mirada reprobatoria. Nadie osa llevarles la contraria o hacer caso omiso de sus órdenes.

El socorrista es quien decide cuándo se puede usar el “pozo” de trampolines para saltos. Lo hace en función de la cantidad de gente que vaya a saltar y forme una fila. Su toque de silbato, seguido de la expresión “Open well!” es el indicativo para que todos los bañistas abandonen ese espacio profundo y dejen paso a los saltadores. Solo pueden saltar dos personas a la vez, una por cada trampolín, han de hacerlo al unísono y bifurcarse para salir por la escalerilla más próxima sin cruzar nunca el área de saltos. En cualquier caso, hasta que no hayan salido del agua nadie puede lanzarse de nuevo.

Mientras yo me dejaba secar y me entretenía observando a mi alrededor, un niño de unos 8 años que andaba despistado se acercó corriendo al área profunda dispuesto a lanzarse. El socorrista se irguió ante la amenaza y sopló su pito con suavidad. El niño, que seguro que andaba con la cabeza en otras cosas, oyó, sin embargo, el toque de silbato, se paró en seco y miró al socorrista, quien le dijo casi sin alzar la voz: “Well is open” (el pozo está abierto). Y el niño, se puso en posición de firmes y dijo. Oh, I am sorry, Sir. I apologize, Sir” (Oh, lo siento, señor. Pido disculpas, señor). Con esas palabras. Me quedé puesta. El “señor” tenía 16 años y pinta de tener 12. Y la actitud del niño era sincera.

No sé cómo lo hacen estos americanos para establecer unas normas, dar autoridad a quien las tiene que hacer cumplir y conseguir que todos las obedezcan. Sin gritos, sin amenazas y sin necesidad de repetirlas. Pero lo consiguen. En mi casa (y en mi país) al menos, tenemos mucho que aprender. 

lunes, 5 de junio de 2017

¡Abrió la piscina!

¡El fin de semana pasado abrieron las piscinas! ¡Ya es verano! Da igual que haga frío o calor, que mayo sea lluvioso, ventoso o caluroso, el último fin de semana de ese mes, en el puente de Memorial Day, se inaugura la temporada de piscina y éstas permanecerán abiertas hasta el puente de Labour Day, del primer fin de semana de septiembre. El calendario de las estaciones podrá decir lo que le dé la gana, pero aquí el verano dura esos tres meses, ni más ni menos. Y este año hemos tenido suerte. Está haciendo calor y apetece ir a la piscina. Por fin, tumbarse en una hamaca, con un libro, dejarse acariciar por los rayos del sol y de vez en cuando refrescarse con un “floti-floti” relajante. Una charlita con una amiga o conocida, los niños entretenidos entre salto y salto y grito y grito, Verano, descanso, vacaciones. … Ja, que te crees tú eso, estamos en Estados Unidos y las cosas no son exactamente así.

El año pasado, a mediados de mayo nos hicimos socios de la piscina que está al lado de nuestra casa. Todos los barrios tienen una piscina y unas canchas de tenis que prestan servicio a la zona por una cuota más o menos elevada. Hay también piscinas públicas que te pueden quedar cerca o lejos y es tu decisión optar a la que más te convenga, si es que te conviene alguna. Nosotros tenemos a dos manzanas de casa una llamada East Gate a donde los niños pueden ir en bicicleta o caminando, solos y sin que dependan de ningún adulto para su desplazamiento. Ideal.

Además, organiza un equipo de natación y otro de salto en trampolín durante los meses de junio y julio con dos entrenamientos diarios y competiciones con los clubes vecinos los fines de semana. Estupendo para tener a los niños entretenidos mañana y tarde, que hicieran amiguitos en el barrio y que se sintieran miembros de un equipo, el East Gate Gators.

Encantada me planté allí el primer día, con mis hijos, mi libro, mis gafas de sol, mi crema bronceadora y mis ganas de no hacer nada. Y disfruté dándome cuenta de que, nuevamente, las películas no mienten: estaban las sillas altas y metálicas de los salvavidas desde donde hacen turnos de media hora de vigilancia; y los socorristas, guapos jovencitos americanos de la zona que se están ganando un salario estival que ahorrar para pagarse la universidad en uno o dos años; y la furgoneta de los helados que cada par de horas anuncia su llegada con la cancioncita archiconocida que hace que los niños salgan escopetados del agua hacia el exterior a comprarse un polo o vaso de hielo con colorantes. Fue una revelación descubrir ese toque de silbato largo y suave que anuncia cada 45 minutos que los niños tienen que salir de la piscina porque empieza el cuarto de hora exclusivo para adultos y fue mayor revelación el descubrir que todos los niños obedecían, incluidos los míos, y sin protestar ni que hubiera que repetirlo varias veces.

Tan embelesada estaba que no me dí cuenta de que era la única persona tumbada y sin hacer nada. Me quedé puesta. Debía de haber 50 tumbonas y solo estaba ocupada la mía. ¿Qué hacían los demás adultos? Nadaban, entrenaban, hacían planillas para las próximas competiciones de natación, ajustaban cronómetros para los “time trials” del día siguiente, organizaban las fiestas temáticas de la piscina que habrían de amenizar el verano… lo que fuera, pero nadie estaba inactivo… como yo. Y ahí se me acabó un poco el relax, porque me sentí culpable de mi concepto latino del descanso ocioso y se me hizo agotador el conseguir dar la impresión de estar haciendo algo, hora tras hora.

Y cuando llegó la primera competición de natación con un club vecino la actividad pasó a ser frenética. Todos los padres de los niños y jóvenes que competían estaban allí, a las 7 am del sábado, cronómetro, planilla, gráfica o estadística en mano, con los últimos avances tecnológicos, registrando las marcas de cada nadador… Yo de nuevo había ido con mi botellita de agua y las ganas de animar a mis “campeones”. Muy poco profesional, la verdad.

Menos mal que nos fuimos pronto a España donde en el primer día de playa los niños simplemente saltaron olas, hicieron albóndigas de arena, pescaron cangrejos o se fueron nadando a la isleta de enfrente… y yo no tuve ningún cargo de conciencia por estar simplemente relajada mirándolos a ellos y al horizonte. Allí no era la única, así estábamos todos… disfrutando del verano.