martes, 29 de mayo de 2018

Cementerio de lenguas

Cuando llegamos a Omán tras haber pasado tres años en México, el restaurante más marchoso (además de uno de los pocos que servía cervezas en este país musulmán) era un mexicano con un chef entrañable del que nos acabamos haciendo muy amigos.  Tenía miles de anécdotas divertidísimas y las contaba exprimiéndolas al máximo con la infinita gracia de los originarios del sur del río Grande. Una de las que más me gustaban era la de cómo había acabado en Mascate (Muscat, en inglés) pensando que en realidad iba a Moscú. Y todo por no hablar inglés. Había vivido 30 años en Estados Unidos utilizando solo el español antes de que lo ficharan para viajar a “la perla del Golfo” y eso que trabajaba en un restaurante y tenía que lidiar con clientes y proveedores de todo tipo.
Nunca había necesitado hablar inglés. El censo de Estados Unidos registra 58 millones de hispanos. De ellos, 42 millones dominan el español como lengua materna, a los que hay que sumar los 8 millones de estudiantes que lo aprenden en sus centros educativos. Hay 800 periódicos en español y Telemundo y Univisión entretienen a millones de televidentes. En la mayoría de servicios oficiales puedes pedir un interlocutor en español y, aunque haya Estados con políticos abiertamente xenófobos (como Arizona), nuestra lengua sigue gozando de muy buena salud en esta parte de Norteamérica.

De vez en cuando sale algún anglosajón que exige que se hable inglés en Estados Unidos, que se enfurece cuando le atienden en otro idioma y que luego, como recientemente un abogado de Nueva York, tiene que pagar las consecuencias de sus exabruptos (en su caso ha sido despedido del bufete en el que trabajaba y ha tenido que soportar bajo las ventanas de su casa a grupos de mariachis cantándole “La Cucaracha”). El debate se aviva y termino enterándome de cosas que me dejan puesta.

Como que el inglés no es el idioma oficial de Estados Unidos porque Estados Unidos no tiene ningún idioma oficial: los padres fundadores no vieron la necesidad de implantar uno porque, aunque en las 13 colonias convivían el francés, el holandés o el alemán, el inglés era en aquellos momentos el idioma dominante. Además, hacerlo hubiera ido en contra de los principios de diversidad y libertad sobre los que fundaron el país a finales del siglo XVIII y tampoco querían ofender a los conciudadanos norteamericanos provenientes de otros países que habían ayudado a luchar por la independencia.

Hoy en día el inglés sigue siendo el idioma que impera. Es el lenguaje de los documentos oficiales, de los contratos comerciales o de los procedimientos judiciales. La mayoría de las personas en Estados Unidos solo habla inglés y los inmigrantes se ven expuestos a grandes presiones para aprenderlo. Y no hay que olvidar el poder fagocitante de este país que ha sido históricamente un cementerio de lenguas enterrando los idiomas de los nativos americanos, el francés de Nueva Orleans, el italiano de Nueva York o el polaco de Chicago. ¿Acabarán poniéndole una lápida al español? De momento, parece que no.

lunes, 21 de mayo de 2018

Drugstores

En Gijón, cuando yo era pequeña y queríamos comprar algo fuera del horario comercial habitual íbamos al drugstore (lo pronunciábamos “dragstor”). Jamás me planteé que esa palabreja pudiera tener significado alguno. Sonaba a inglés, es verdad, pero si me hubieran dicho que en realidad quería decir farmacia habría pensado que me querían vacilar. Allí comprábamos comida, regalos, libros o nos tomábamos algo. Su mayor ventaja era que abría hasta las 2 de la mañana, los sábados por la tarde y los domingos y eso era todo un lujo en aquel momento.

Pero cuando vine a Estados Unidos me di cuenta de que las drugstores de este país se parecen muy poco a nuestro concepto de farmacia y se acercan un poco más a aquella galería de mi infancia. Las cadenas Walgreens, CVS o Rite Aid a las que yo suelo ir cuando tengo que comprar algún medicamento son una especie de supermercados enormes donde encuentras infinidad de anaqueles atiborrados de medicinas para las que no necesitas receta médica, una sección atendida por dependientes para medicinas con receta y montones de pasillos con todo tipo de artículos de belleza o de regalo, secciones de comida, revistas, laboratorio de fotografía, venta de tabaco…

Prácticamente todos los supermercados de este país venden medicinas que pagas en la caja junto con la leche y la carne. Pero si lo que tienes es una receta médica, la cosa cambia y comprar tu medicamento es el mayor de los rollos. En primer lugar, los dependientes son lentos, muy lentos; en segundo lugar, tienes que dar todo tipo de información personal respondiendo a una serie de preguntas interminables; en tercer lugar no te la despachan inmediatamente sino que te dicen que vuelvas en un cierto tiempo a recoger tu pedido; en cuarto lugar, no tienen ni idea de lo que te están vendiendo y su único interés es cumplir un protocolo de ventas que les evite unos posibles problemas legales y, por último, si no tienes seguro, los precios son alucinantemente abusivos. Lo único bueno es que te venden las cantidad de medicina exacta que necesitas para tu tratamiento, ni una píldora más ni una menos.

Pero todo esto lleva a situaciones absurdas. No intentes comprar suero fisiológico porque no entra dentro del listado de “medicamentos” sin receta; pasarás un calvario y no lograrás convencer al dependiente de que lo necesitas para limpiar los ojos de un niño o para descongestionarle las fosas nasales si está acatarrado. Es más, te empezará a hacer preguntas cada vez más específicas sobre cómo lo utilizas en tu hijo y llegarás a temer que te denuncie  a los servicios sociales y te acaben quitando la custodia del niño.

En ningún país del mundo he visto en televisión mayor cantidad de anuncios de medicamentos, de nombres impronunciables y para enfermedades que no había oído nombrar en mi vida. Basta conectar la CNN, esperar a un intermedio y se podrá comprobar lo que digo. Una auténtica incitación al consumo de medicamentos en un país que sufre una verdadera epidemia de heroína y opiáceos consecuencia de la adicción a los analgésicos.

Todo empieza con un dolor de espalda, de muelas o algo similar. El paciente va al médico y le receta un opiáceo, lo más potente para evitar el dolor. Al enfermo le gusta, se engancha, pide más y el médico, para no perder un cliente, se lo sigue recetando. Hay estudios que demuestran que una tercera parte de las personas que consumen opiáceos durante un mes se engancha. Cuando el médico les cierra el grifo de las recetas acuden al mercado negro a conseguir heroína. Esto ha provocado que cada día mueran en este país 91 personas por sobredosis, generalmente jóvenes, blancos, de bajo nivel cultural, pocos recursos y procedentes de los Estados más pobres del país, como Virginia Occidental, Tennessee o Alabama aunque, también más al norte, nuestro querido Maryland ha declarado recientemente el estado de emergencia para lidiar con este problema. Auténticos drogadictos generados por los servicios sanitarios del país a los que los médicos no saben hacer frente. Drogadicción de Estado. Se dice pronto.

Y que a una española le deje puesta esto tiene especial delito porque España, lamentablemente, es el segundo país que más medicamentos consume del mundo, por encima incluso de Estados Unidos. También se dice pronto.

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Cristina, va por ti.
Foto viñeta: Flickr

lunes, 14 de mayo de 2018

Cambio horario

Algo me está pasando. Es una mutación. No sé si peligrosa, pero me preocupa. Seguro que será un problema cuando vuelva a España de vacaciones. ¿Qué voy a hacer? A lo mejor alguien conoce el remedio. Dejadme que os cuente.

El otro día salí temprano por la mañana a caminar con unas amigas por el C&O Canal, un sendero que sigue la ruta del río Potomac durante unos 300 Km por el tramo entre Georgetown, en Washington DC, y Cumberland, en Maryland. Una delicia de ruta para caminantes, ciclistas o corredores, que está salpicada de antiguas esclusas, casas de vigilantes, acueductos y otras reminiscencias de la época dorada del canal como sistema de transporte a mediados del siglo XIX.

El caso es que tras una buena caminata, en el camino de vuelta abandonamos la senda para descansar un poco y tomar algo. Eran las 11 de la mañana. Nos sentamos en unos bancos corridos de madera, vino un camarero a limpiar la mesa y nos dejó las cartas. Y pedí. Unos buenos tacos de pescado con arroz y frijoles. Una comida en condiciones. No fui la única. Todo el mundo estaba ya comiendo. Una amiga española no pidió nada porque decía que ella, a esa hora, no podía comer. En realidad era la hora del café con leche. Entonces me di cuenta de mi problema. Y me quedé puesta.

Cuando al poco de llegar a Estados Unidos fui a dejar mi currículo para un puesto de trabajo, el encargado de recibirlo me dijo, en un tono ciertamente molesto, que le había pillado de milagro porque estaba saliendo para comer. Eran las once y veinte de la mañana y el hablante era español. Me dejó puesta. Luego pensé: “Este tío es  gi…”. No lo dije, pero tampoco conseguí el trabajo.

Poco después nos invitaron a cenar unos amigos americanos con los que habíamos coincidido en nuestra época en Omán y que ya estaban de vuelta en su casa de Virginia. “¡Encantados!”, dijimos. “We’ll barbeque. Os esperamos a las cinco”, respondieron. “¡Horreur!”, pensamos. El sábado en cuestión terminamos de comer a las tres de la tarde, tomamos el café viendo el telediario, recogimos los platos y, a las 4:30, con los niños protestando en el coche diciendo que no tenían ni pizca de hambre, nos fuimos a cenar unas ricas hamburguesas caseras.

El dueño de nuestra casa, un coreano jubilado, nos comunica asuntos relacionados con la vivienda cuando se levanta, a las cinco de la mañana. El vecino enciende el motor del coche para salir hacia su trabajo a las 6:30 de la mañana. Lo sé porque a las 6:10 suena nuestro despertador para empezar el día y despertar a los niños que tienen que coger el autobús escolar a las 7:06. El año pasado comían en el primer turno de comidas del colegio, a las 11:30. Este año les toca el segundo, media hora más tarde, pero les rugen las tripas y, como aquí dejan comer en las clases, no es raro que (especialmente cuando les pongo sushi) se zampen los rollitos con la salsa de soja y el jengibre encurtido a las 10 de la mañana, mientras el profesor desarrolla sus explicaciones. (Esto da para otro post, ya lo sé, ya).

Muchos de los restaurantes abren ininterrumpidamente de 11:00 de la mañana a 10 de la noche. Más tarde suele ser muy complicado encontrar un sitio para cenar. A las 5 de la tarde los médicos ya no te dan cita, pero mi hija va siempre al dentista a su revisión de ortodoncia a las 7 de la mañana y la consulta está a tope con todo el personal funcionando a pleno rendimiento.

Las carreteras se atascan a las 4 de la tarde. Cuando a veces no consigo caminar por las mañanas, salgo por la tarde por los alrededores del vecindario y a las 5:30 voy aspirando el aroma que sale de los hornos de los vecinos o el olor de las parrillas al calentarse. A las 6 suelen cenar, así da tiempo para un paseo o una actividad de ocio antes de irse a la cama, cada uno a la hora que quiera que, en eso, no he encontrado uniformidad entre los americanos y los he conocido tempraneros como las ardillas o noctámbulos como los coyotes.

Este es mi entorno y yo tengo un lío tremendo. Si salgo con amigas, nos sentamos a comer a las 11 o a las 12 del mediodía; si estoy en casa, me dan las 3; si es fin de semana, no lo hago antes de las 4 y si andamos de excursión, no comemos y, directamente, cenamos a hora americana camuflándonos perfectamente en el ambiente. Intuyo que no es nada bueno. Seguro que se podría diagnosticar como un profundo desarreglo conductual y eso ya suena ciertamente peligroso. ¿Tendrá cura?

¡Uy, me voy a comer!. Ya conocéis mis horarios, ¿quién adivina qué hora es?

Post-post:
Miguel Angel, va por tí.

lunes, 7 de mayo de 2018

Now hiring (Se contrata personal)

Yo vengo de un país donde a día de hoy la tasa de paro supera el 16% y donde un 35% de los menores de 25 años no encuentra trabajo. Por eso, cuando en Estados Unidos veo por todas partes carteles que anuncian We're hiring (Contratamos personal) me quedo puesta. Esta semana se ha publicado que el paro en este país ha descendido al 3,9%, el nivel más bajo desde el año 2000. Niveles muy bajos de desempleo suponen que hay poca gente para cubrir los nuevos puestos de trabajo, lo que puede traducirse en que los empleadores tengan que mejorar las condiciones para atraer a personal o que, si no lo encuentran, se ralentice el crecimiento económico. Por eso, cuando veo que en determinadas partes de Estados Unidos están empezando a tomar medidas para seducir a trabajadores que generen un mayor desarrollo económico me quedo doblemente puesta.

En Branson, una ciudad en las montañas Ozark, en el suroeste de Missouri, los managers de diversos negocios asisten a un curso llamado “Hispanics 101” para intentar atraer a trabajadores de Puerto Rico que con, casi un 11%, es el Estado norteamericano con mayores tasas de desempleo. El taller enseña a los mandos intermedios a bailar merengue y algo de español con la idea de que aprendan a ser más cálidos y acogedores con los forasteros. Los encargados de recursos humanos de hoteles, hospitales, ferreterías o bancos han pagado 50$ para aprender a mover ortopédicamente las caderas en su ingenuo intento de cubrir esas vacantes que siguen sin personal. La economía depende de ello. En el mes de abril, con la temporada turística a punto de comenzar, esta remota ciudad de 11.000 habitantes conocida por sus teatros-restaurantes, conciertos de country o un museo de réplicas de dinosaurios  seguía con más de 2.000 puestos vacantes y pocos lugareños que los quisieran cubrir. Enseñar a los locales a ser menos hostiles con los extraños es su forma de competir con otros Estados como Maine, Wisconsin o Indiana, por ejemplo, que también están cortos de trabajadores y donde les ofrecen alojamiento o coches gratuitos y salarios más altos. Todos saben que los necesitan para que sus economías despeguen.

Los estudiantes nutren también el mercado laboral norteamericano, mayoritariamente en el sector servicios. A partir de los dieciséis años se puede trabajar en Estados Unidos y muchos hijos de mis amigas, que terminan este año el instituto, ya lo hacen para sacarse un dinero que ayude a pagar la universidad o sus gastos de bolsillo. Puestos de camareros o dependientes, principalmente, donde se les exige como a un trabajador más y con jornadas de 30 horas que tienen que compatibilizar con las largas jornadas escolares o con los exámenes. Quince dólares la hora por trabajar en los multicines del centro comercial alternando funciones cada día: vender entradas, recogerlas, atender la sección de palomitas o refrescos, limpiar los baños o servir en el bar de bebidas alcohólicas. Diez dólares la hora como camarero en prácticas en un conocido restaurante de la zona, sin derecho a propinas y, cuando ya te consideran formado, siete dólares por hora con acceso al reparto de propinas. Un mínimo de cinco horas diarias y de seis días por semana. Trabajo duro, sin duda. Nadie hace ningún favor a nadie. Bienvenidos al mundo real, queridines.

Yo vengo de un país donde la mayoría de los encargados de recursos humanos de las empresas no necesitan ingeniárselas para atraer a trabajadores porque con chascar los dedos les llueven miles de curriculum encima de sus mesas; donde, tras haber terminado sus estudios sin haber trabajado en su vida porque, entre otras cosas, es imposible conseguir un empleo de media jornada, los hijos de mis amigas se matan a trabajar como becarios mientras se sienten estafados por aquellos que, encima, consideran que les están haciendo un favor al contratarles. Y eso, tristemente, es un mundo no menos real.

Post-post:
Ozark es un pueblo en Missouri, unas montañas que se extienden en el centro de Estados Unidos por Arkansas, Kansas, Missouri y Ohlahoma y que atraen a miles de turistas y una serie de televisión que está muy bien. Cuenta la historia de un asesor financiero que, tras haberle salido mal una operación, tiene que dejar Chicago y trasladarse con su mujer e hijos a vivir en el enclave vacacional que da título a la serie. Interesante y entretenida.

Fotos: Cephas 


lunes, 30 de abril de 2018

Historial de crédito

Mamá, ¿cómo es nuestro historial de crédito?”. La pregunta me la soltó a quemarropa mi hija pequeña (6º de primaria) a la hora de la cena. Me quedé puesta y, de remate, me hizo revivir los primeros meses en este país cuando esas tres palabras (junto con las otras tres del Social Security number) parecían ser el santo y seña sin el cual era imposible vivir en Estados Unidos.

En Estados Unidos el historial de crédito es fundamental. Implica que pagas tus facturas a tiempo y que puedes comprar bienes o servicios con el acuerdo de que los vas a pagar a posteriori. Pero para que te den un crédito (entiéndase una tarjeta de un banco, pagar el coche en varios plazos, la tarjeta del equivalente a El Corte Inglés o contratar la línea para el teléfono móvil) necesitas un historial de crédito que demuestre que eres buen pagador y que no te retrasas pagando tus recibos y tus compromisos financieros. Y, claro, cuando no has vivido en Estados Unidos con anterioridad y llegas con un historial de crédito tan reluciente como inexistente para las autoridades locales, todo se vuelve un absurdo.

Los negocios acceden a tus datos de crédito (medidos por un puntaje que realizan tres grandes compañías) y en función de eso deciden si eres lo suficientemente fiable para hacer tratos contigo. Un mal historial de crédito puede amargarte la vida en Estados Unidos y limpiarlo es una tarea muy difícil, por eso en el colegio de mi hija han tratado el tema como una unidad temática de la asignatura de Sociales. Durante 6 sesiones de 45 minutos les impartieron un programa llamado Junior Achievements Economics for Success, que promueve la preparación para el mercado de trabajo, el emprendimiento empresarial y la alfabetización financiera. Las “clases” las dan voluntarios que van a las escuelas y en el caso de mi hija fue la madre de una compañera que trabaja en el Banco Mundial.

Durante esos días términos como presupuesto, crédito, tarjeta de crédito y de débito, copago, deducible, salario bruto y neto, interés o coste de oportunidad, entre otros muchos, formaron parte de su vocabulario habitual y tenía que tomar decisiones financieras de acuerdo a una profesión y nivel de ingresos que le fueron asignados al azar. Unas profesiones ganaban más que otras, a unas llegaban con mas deudas que a otras (por ejemplo, el universitario tenía que pagar sus créditos estudiantiles) y en función de todo ello tenían que organizar sus vidas como adultos. Mi hija era una oficial de policía que tenía unos ingresos mensuales brutos de 4.500 dólares y netos de 3.100 dólares. De las decisiones de mi hija dependía llegar a fin de mes de la manera más feliz posible.

A mí estas cosas me dejan asombrada. No sé si es una cuestión generacional (cuando yo iba al colegio estos temas no eran fundamentales), cultural (en mi cultura el tema del dinero no es tan importante), presupuestaria (en mi sistema educativo no había fondos para esos temas) o de madurez (en mi educación esos temas se consideraban de adultos y nos dejaban ser niños más tiempo). El caso es que a la edad de mi hija yo solo decidía si gastar mi paga en gusanitos o en un helado, desconocía el grado de endeudamiento de mis padres, la palabra hipoteca no estaba en mi radar y el moroso era un personaje de "13, Rue del Percebe". A los 18 años, en la universidad, la asignatura de Economía me resultaba incomprensible; a los 20, al irme a vivir a un piso de estudiante, tuve que responsabilizarme de distribuir bien mis gastos, y a los 24 recibí mi primera nómina. Hasta los 30 años no firmé un cheque y, lo reconozco, me puse un poco nerviosa.

A mi hija le afeo que siempre quiera mirar las cuentas de los restaurantes a la hora de pagar, ver cuánto dejamos de propina y si esa comida ha sido más cara que la del restaurante de la semana pasada. Nosotros le decimos que es de mala educación hacerlo y que a su edad no tiene que preocuparse de esas cosas. Ella no lo entiende. Ahora sé por qué. Nuestra forma de educarla choca con lo que está aprendiendo en el colegio donde consideran que ya es lo suficientemente madura para familiarizarse con conceptos que formarán parte indisoluble de su vida como adulta. Y es verdad que es mucho más madura que yo a su edad. ¿Es algo genético o es producto del sistema? Mientras lo averiguo voy a desempolvar mi manual de Economía, que esta niña pregunta mucho y me temo que mis cenas ya no volverán a ser las mismas. 

lunes, 23 de abril de 2018

Una de ardillas

Hace años que sufrimos en mi familia una relación de amor-odio con las ardillas. Los primeros síntomas hicieron su aparición con una bonita pareja de estos roedores que vivía en un pino de nuestra casa de España. La simpatía que despertaban en mis hijos era inversamente proporcional al odio que provocaban en su padre. Resulta que las malditas ardillas comían a todas horas las malditas piñas del maldito pino y, encima, tiraban las cáscaras a la terraza y a la piscina, que estaban siempre hechas un asco. Y él era el encargado de limpiarlas. El libro que los niños le escribieron y regalaron para el día del padre con el título “Gabriel y la ardilla” es reflejo de aquella época.

Los años que pasamos en el desierto con su calor asfixiante y su ausencia de árboles fueron estupendos para curar una fobia que empezaba a ser preocupante. Allí no había ardillas saltarinas ni nada semejante, como máximo voraces hormigas minúsculas y enormes escorpiones negros que si no fuera por su aspecto tan amenazante bien podrían sustituir a las cigalas en una rica paella.

Pero al llegar a Estados Unidos entramos en fase aguda. La población de ardillas de este país es altísima y choca frontalmente con la nueva pasión de Gabriel: los pájaros. En un árbol del jardín colgó un comedero con alpiste para atraer a las aves y tras conseguir avistar varios ejemplares, enseguida solo pasamos a ver, a todas horas, a una ardilla vaciando vorazmente el recipiente. Decidió, entonces, separar el comedero de la rama del árbol con una cadenita metálica de algo más de un metro de longitud. La ardilla enganchaba sus uñitas en los eslabones y bajaba como si fuera una práctica escalera. Sustituyó la cadena por un alambre; la ardilla se deslizaba por él como si fuera un tobogán.

Cuanto más aumentaba la desesperación de Gabriel más crecía nuestra simpatía por la ardilla. Empezó a salir haciendo aspavientos, dando gritos o palmadas cada vez que veía que el roedor se acercaba al comedero. En vano. Compró una especie de poste metálico con un gancho al final para colgar el comedero y lo plantó en mitad del jardín con el fin de evitar que la ardillas pudieran saltar desde las ramas pero, haciendo fuerza de riñón, el animalito conseguía escalar la vara como si fuera un marine en el entrenamiento de la cuerda vertical. Mi suegro recomendó cubrir la pértiga de aceite lo que, al principio, funcionó y nos hizo pasar buenos ratos viendo cómo la ardilla llegaba casi al final y luego empezaba a resbalar cual bombero bajando por la barra. Pero en cuanto el aceite se secaba no servía de nada.  Entretanto el comedero se vaciaba cada dos días, la ardilla cada vez estaba más gorda y los pájaros ni se acercaban. ¿No es como un episodio de dibujos animados?

Piensa en algún problema y en Estados Unidos encontrarás un producto que, previo pago de unos cuantos dólares, te asegura que es la solución. La ferretería del pueblo tiene una sección enorme destinada a los pájaros (nidos con forma de casita, comederos, bebederos, alpistes específicos para distintos tipos de pájaros, cachivaches de todo tipo) y, cómo no, allí estaba el regalo de Reyes de ese año: un squirrel baffle o “deflector” de ardillas, una especie de campana que les interrumpe el camino a la comida y no les deja ángulo para saltar y esquivarlo. Y, afortunadamente para la salud mental de nuestra familia, funciona.  Hay que decir que también había…¡comederos y alimentos para ardillas!

Post-post:
No hay parque en Estados Unidos que no esté plagado de ardillas. Pero no siempre fue así. Hasta el siglo XIX rara vez salían de los bosques. Fue Filadelfia, en 1847, la primera ciudad de Estados Unidos que soltó tres ejemplares de ardilla  en una plaza y colocó comederos y cajas para que les sirvieran de cobijo. Maravilló a locales y visitantes. Boston y New Haven la imitaron y cuando en 1877 Nueva York soltó ardillas en el Central Park la moda se extendió por buena parte del país. La variedad de la costa este, la ardilla gris o sciurus carolinensis, es atrevida, curiosa y hasta “cotilla”, como la calificó no hace mucho un diario del Reino Unido, país donde se la combate por presentar una seria amenaza para la ardilla roja, mucho más tímida y esquiva, rasgos de carácter más valorados por los flemáticos británicos.
Y esta semana  el diario The Washington Post ha publicado los resultados del WPSWSPC'18 (Washington Post Squirrel Week Squirrel Photography Contest), su concurso anual de fotografías de ardillas, con gran éxito de participantes. Nosotros no hemos podido concursar. Gabriel no deja que ni una ardilla se nos acerque.

lunes, 16 de abril de 2018

¿Derecho o beneficio?

Que los norteamericanos son competitivos te queda claro el primer día que tratas de apuntar a tu hijo al club de baloncesto del colegio y te dan un listado con 20 técnicas. En el "tryout" tendrá que demostrar que las domina mejor que las decenas de niños que pelearán con él por una de las pocas plazas en el equipo. Que no les gusta estar sin hacer nada se me hizo evidente el primer día que fui a la piscina y me di cuenta de que yo era la única que había pasado la mañana en la tumbona sin hacer “nada” (ver entrada ¡Abrió la piscina!). Relajarse, tomar el sol o disfrutar no cuentan para la mentalidad norteamericana y, ahora, tras casi tres años de vivir aquí, me he percatado de que, también, está mal visto.

El descanso no forma parte de la cultura americana. El trabajo duro, sí. Desde pequeños tienen ese valor incrustado en su cerebro y miran con condescendencia a los que cogen vacaciones, disfrutan un permiso de paternidad o extienden una baja médica. Nunca serán triunfadores y están renunciando al sueño americano. Es lo más bajo que se puede caer.
  
Estados Unidos es el único país del mundo desarrollado que considera el tiempo libre remunerado un beneficio y no un derecho. En España tenemos derecho a treinta días libres pagados al año y los norteamericanos tienen… cero, por ley. La culpable es el Acta de las normas del trabajo equitativo, una antigualla de 1938 que regula el máximo de las horas semanales de trabajo, las horas extras o el salario mínimo, por ejemplo, pero no hace referencia alguna al tiempo libre remunerado y lo deja abierto a la negociación entre empleador y trabajador.

Esto no quiere decir que no tengan vacaciones. La mayoría de las compañías norteamericanas dan a sus trabajadores entre cinco y quince días libres remunerados pero está mal visto coger más de cinco seguidos y el que lo hace se enfrenta a ser visto por jefes y, sobre todo, por compañeros, como vago, desleal o poco responsable con su trabajo. Cuando les dices que te vas el mes de entero de vacaciones te miran alucinados, les parece algo inconcebible.

Esta semana cayó en mis manos un informe de la compañía Ernst & Young en el que daba cuenta de los resultados de una decisión que revolucionó toda la empresa. Resulta que en el año 2016 decidió, unilateralmente, aumentar la baja de paternidad para sus trabajadores de 6 a 16 semanas pagadas. En la cultura corporativa norteamericana está muy arraigada la creencia de que los hombres que se toman esos días pueden ser despedidos, degradados, dejados de lado para posibles ascensos o ser asignados con los peores trabajos de la empresa. Por eso, la multinacional decidió hacer una campaña para romper ese estigma e implicó a los trabajadores más prestigiosos de la compañía para que hicieran uso de este “beneficio”, contaran sus experiencias y demostraran que se puede compaginar tener éxito en el trabajo con estar con tu hijo durante las primera semanas de vida. La compañía estaba muy satisfecha con los primeros resultados que indicaban que el número de hombres que había tomado la baja de paternidad durante seis semanas había pasado del 19% al 40%. 

Me quedé puesta. Nosotros no tenemos esa cultura del trabajo. Si la empresa te da 16 semanas de baja y te coges solo una parte eres un “gili” y nadie te lo va a agradecer. Por supuesto te tomarás las 16 semanas, harás malabares para juntarlas con un puente al principio y las vacaciones al final y te escaquearás lo que puedas en el trabajo doméstico. A no ser que seas empresario y tu propio jefe, lo que hace que la cosa cambie radicalmente, porque si cierras el negocio durante 4 meses no cobras.  Pero es que España no es un país de emprendedores y en Estados Unidos, como son tan individualistas, consideran que, aunque trabajen para otro, en realidad lo hacen para sí mismos y su día a día es una competición constante con su propio trabajo. Eso sí, los pocos que se toman vacaciones y vienen a España se quedan asombrados al ver lo que llaman la “cultura del disfrute” de nuestro país. Les resulta exótico. Aún estoy pensando si eso es algo positivo o no.