lunes, 7 de octubre de 2019

Hay Day

Este verano visité una plantación de pimientos. Dicho así no queda muy glamuroso, la verdad, pero si añado que fue a pocos kilómetros de Biarritz y que unos días antes habían estado haciendo algo parecido las primeras damas del G-7, entre ellas nuestra Mrs Trump y Madame Macron, a lo mejor la cosa cambia. Sinceramente, no tenía ni idea de que las mujeres de los principales líderes mundiales habían dedicado una parte de sus apretadas agendas a tal menester y tampoco sé si estuvieron en la misma finca que yo, pero pasé un buen rato recibiendo todo tipo de explicaciones sobre cómo se plantan, cuidan, secan y preparan estos pimientos y, más satisfactorio si cabe, degustando una serie de productos elaborados con los famosos pimientos de Espelette.

Salí de allí con una pequeña selección de lo que podía traer en mi maleta a Estados Unidos y con el convencimiento de que los franceses son fantásticos a la hora de vender sus productos. En España nunca he tenido ocasión (no sé si porque no existen o por desconocimiento mío) de disfrutar, por ejemplo, de una visita guiada a un melonar de Villaconejos, de recibir una clase magistral sobre la denominación de origen de los tomates “bombón colorao” o de entrar en una fresca cueva de queso de Cabrales. Creo que es una idea que no está muy explotada y que tal vez funcionaría, especialmente lo de la cueva del Cabrales a la hora de buscar un refugio en esas interminables jornadas lluviosas del turismo en Asturias. 

A mi regreso a Estados Unidos, acabé un fin de semana en una carretera rural del profundo Maryland. Mientras el coche avanzaba millas yo me iba maravillando cada vez más con lo bien cuidados que estaban los campos, con la perfecta cuadratura de los descomunales maizales, con el armonioso conjunto que en cada propiedad formaban la casa principal, los silos, el granero y el cercado de los caballos. Era igualito al emporio granjero que llegué a levantar en un juego del iPad al que estuve enganchada durante bastante tiempo. Se llamaba Hay Day y consistía en hacer crecer tu propiedad partiendo de unos insumos mínimos. Llegué a tener unas producciones de maíz tan grandes que era imposible recogerlas, los silos se me desbordaban de trigo, no daba abasto para alimentar a los cerdos, las ubres de mis vacas estaban a punto de reventar, no hablaba con mi familia por andar recogiendo huevos... Ahí me di cuenta, sin moverme del sofá y con el dedo índice agarrotado de tanto recorrer la pantalla de la tableta, de lo duro que es el campo.

Llena de profundo respeto por los granjeros americanos, sabedora por experiencia (virtual) propia de lo difícil que es dar salida a los frutos de la tierra cuando no tienes una línea de distribución establecida, y completamente sugestionada por el entorno, decidí pararme en un mercado que vendía los productos de una de esas granjas. Era una nave en un costado de la carretera y había unos cuantos coches aparcados en el exterior. Un cartel decía “De nuestra familia a la tuya”. De inmediato quedé deslumbrada por los tomates y las montañas de las panochas de maíz bicolor. Admiré las pirámides de manzanas. Paseé por entre los calabacines y los pimientos rojos. Las berenjenas me llamaban por mi nombre para que las metiera en mi carrito y el olor de las tartas de frutos rojos todavía calientes hicieron que mis propósitos de seguir a régimen cayeran en el más profundo de los olvidos.

Fui bastante comedida en mi compra, no así el cargo en la tarjeta de crédito, que no reflejaba la ausencia de costes de intermediarios en el precio de venta final. Pero bueno, me dije, de algo tenían que vivir los dueños de esa desconocida y recóndita granja. Al llegar a casa y guardar la compra vi que una de las cajas tenía la dirección de la página web del lugar y caí en la cuenta de que hoy en día se puede estar alejado, pero no aislado. Luego mordí un tomate y por primera vez desde que llegué a este país este vegetal no me supo a plástico, el maíz que asé en la barbacoa se deshacía en la boca y la tarta duró un suspiro. Había merecido la pena la clavada. Pensé que seguramente los productos (virtuales) de mi granjita (virtual) eran (virtualmente) así de buenos y yo los había malvendido. Además, no había pensado en una página web y tampoco en visitas guiadas como en Espelette. Ahora tengo las ideas un poco más claras. Creo que voy a volver a descargarme el juego, si es que todavía existe. Ya os iré avisando de mis cosechas.

lunes, 30 de septiembre de 2019

Freshmen

 Mi hija mayor se ha marchado a la universidad. Empaquetó algunas cosas, dejó demasiadas sin recoger y, al entornar la puerta de su habitación, cerró una etapa de su vida dejando detrás de sí un cuarto vacío al que no podemos entrar sin que se nos encoja un poco el corazón. Cuando antes de irse imaginaba su vida en el campus nos decía: “lo que más rabia me da es que vuelvo a ser freshmen; me gustaba el aura de mi seniority”. Entendí sus sentimientos pero si me hubiera dicho algo semejante cuando llegamos me habría quedado puesta. ¿Freshmen? ¿Senior?

En la escuela primaria e intermedia (Elementary y Middle school) de Estados Unidos los niños van ascendiendo cursos desde 1º hasta 8º, pero ese conteo se termina apenas entran en High School o en la Universidad. A partir de ese punto ya no cursan 9º, 10º, 11º o 12º (o 1º, 2º, 3º o 4º de carrera) sino que pasan a ser freshmen, sophomore, junior o senior. No es que sea difícil utilizar esas palabras, pero hacen falta unas cuantas conversiones mentales para situar en un curso al hijo de quien acabas de conocer, o para enterarte de si eres uno de los destinatarios del mensaje que acaba de enviar el colegio a los padres de sophomores.

Hace cuatro años, al volver a casa tras su primer día de High School, mi hija me dijo que era freshmen. “¿Qué es eso de freshmen?”, pregunté. “Novato, mamá; alumna de primero, pero nadie dice primero”, me respondió con el tono de marisabiondas que usan las adolescentes para demostrar que saben más que tú. “Pero tú eres chica, será freswomen, y eres una sola, o sea que será freswoman, digo yo”, contesté sin arredrarme. “Pues no, es freshmen aunque sea chica, y sigue siendo freshmen aunque solo sea una. No empieces a preguntar por qué, es así y ya está”, dijo dando la conversación por zanjada. Tengo que reconocer que me quedé un poco frustrada.

Con los años me he ido acostumbrando a esa nomenclatura, pero a pesar de haber investigado un poco los orígenes de esa forma de designar los grados escolares y universitarios, sigo sin obtener respuesta a mis preguntas iniciales o sin entender por qué el movimiento feminista no ha hecho nada para adaptar esos términos a los nuevos tiempos.

Según he podido averiguar, el término freshman puede ser rastreado hasta el siglo XVI y era la forma en que la Universidad de Cambridge designaba a los alumnos de primer año: fresh y man, o sea, nuevo y hombre, porque en esa época el estudio universitario era cosa de varones. En esos tiempos, además, a todos los estudiantes les llamaban sophisters  y hay quien dice que el término sophomore deriva de los vocablos griegos sophos (sabio) y möros (torpe, tonto), es decir, un sabio un poco tonto. Estaban también los junior sophists y los senior sophists para designar a los estudiantes de los cursos superiores y el tiempo puede haber hecho que perdieran el calificativo de sabios, cosa que no me extraña porque hoy en día no es que salgan muy sabios de los centros educativos, la verdad.

Parece que estos términos llegaron al nuevo mundo de la mano de John Harvard, el fundador de la universidad que lleva su apellido, que había estudiado en Cambridge y en el siglo XX, no solo eran ya de uso común en todas las universidades norteamericanas sino, asimismo, en los High Schools. Por el contrario, en el Reino Unido no se usan.
  
A mi hija todo esto le da igual. Pero verse convertida de nuevo en una pipiola, pasar de ser el sujeto de las miradas de respeto de los novatos a ser quien mira de esa manera a los estudiantes mayores hiere su orgullo. Sabe que los seniors de la universidad la van a mirar con el mismo aire de suficiencia con el que ella miraba a los freshmen del high school, si es que tiene la suerte de que la vean. 

Post-post:
La Universidad privada de Harvard fue fundada por el clérigo John Harvard en 1636 en una localidad a cinco kilómetros de Boston, Massachussets, llamada, curiosamente, Cambridge. Es la universidad más antigua de Estados Unidos y una de las más prestigiosas. Cuando la visitamos nos llamó la atención el ambiente festivo y poco propenso al estudio que se respiraba. Parecía difícil creer que de sus aulas hubieran salido ocho presidentes norteamericanos, 158 premios Nobel, 10 ganadores de premios Oscar, 58 premios Pultizer o 108 medallistas olímpicos, entre otros muchos alumnos ilustres. 

lunes, 23 de septiembre de 2019

La guerra de la limonada

Este fin de semana salí a dar una larga caminata y, a pesar de que acababa de comenzar el otoño, hizo un calor tremendo. Venía pensando en la rica limonada que iba a hacer en cuanto llegara a casa cuando me di cuenta de que en todo el verano, y si me descuidas en el verano anterior, no había visto ni un solo puesto de limonada. Según la idea que yo tenía, los puestos de limonada son (o eran) algo muy americano: una mesa con una jarra y vasos colocada en la calle o carretera delante de una vivienda donde unos cuantos niños, generalmente los que viven ahí, venden vasitos de limonada casera a un precio bastante testimonial a los conductores o viandantes que se quieran parar. Lo había visto en montones de películas e, incluso, alguna que otra vez, pocas, la verdad, en el barrio donde vivimos.

Llegué a casa, preparé la limonada, llené bien la jarra de hielos y me senté en el deck (la plataforma de madera que hace las veces de terraza en muchas casas) a saborearla mientras hojeaba el dominical del periódico. Y, en el primer reportaje, leí: “Por qué desde Colorado a Texas y a DC, se está tratando de proteger los puestos de limonada”. Me quedé puesta. No podía ser casualidad que mis pensamientos, mis apetencias gustativas y mi semanario coincidieran de esa manera. Algo me estaba diciendo “lee aquí” y cuéntalo en tu blog. Y tras un largo verano de inactividad vuelvo a mi Puesto traspuesto para dejar constancia de todo lo que puede estar detrás de un simple vaso de limonada en Estados Unidos.

El artículo contaba la historia de tres niños pequeños que a principios de verano habían montado su puestecito de limonada en un parque enfrente de su casa. Se habían dividido los trabajos: el mayor se ocupaba de cobrar un dólar por dos vasos, el mediano hacía de relaciones públicas dando la bienvenida a los clientes y el pequeño, de cuatro años, era el catador oficial, una responsabilidad acorde con su edad. Cuando la policía se acercó a su puesto no quería limonada sino conminarles a cerrarlo porque carecían de los permisos necesarios (tres diferentes, de tres instancias distintas) que, por otra parte, costaban unos trescientos dólares.  

Para los estadounidenses los puestos de limonada han sido tradicionalmente uno de sus primeros contactos con el mundo empresarial, fomentan el emprendimiento y les enseñan que ganar los primeros dólares implica inversión, organización y trabajo. Pero la excesiva regulación y burocratización están amenazando la mera existencia de uno de los pilares sobre los que se sustenta su sistema de valores. Algunos, como la madre de estos niños, se han movilizado en una batalla política llamada “Lemonade Stand Wars”, o guerras de los puestos de limonada, cuyo nombre hace recordar las épicas batallas de la serie cinematográfica de George Lucas. Se trata de conseguir la exención de licencias administrativas para los pequeños negocios liderados por niños, siempre y cuando no operen durante más de 100 días al año y estén razonablemente distantes de un local comercial.

La madre de los vendedores de limonada consiguió ganar esa batalla en Denver, en el Estado de Colorado, donde fue aprobada una ley en esos términos. Nueva York y Texas han seguido estos pasos y está a punto de aprobarse en DC.  Además, la industria de la limonada apoya la iniciativa y se ha creado un fondo llamado “Legal-Ade” (“-ade”, el sufijo de limonada, se pronuncia igual que “aid”, que significa “ayuda”) para pagar las multas y sanciones que se impongan a los niños que quieran poner en marcha un puesto de limonada.

Estas son cosas que siguen maravillándome de los Estados Unidos, cómo defienden sus valores, cómo no se arredran ante las instituciones, cómo una pequeña acción se convierte en un movimiento nacional en un país del tamaño de un continente o cómo el sector privado está atento a la realidad en la que vive y presta su apoyo a lo que considera justo. El político detrás de esta iniciativa en DC sostiene que enseñar a ser emprendedor a edades tempranas favorece el pensamiento creativo, el desarrollo de una ética del trabajo y el marcarse metas para conseguir lo que se desea. Algo con lo que coincido aunque, en esta historia, tal vez la verdadera enseñanza deba tomarse de la madre de las criaturas que no solo logró que se aprobara la ley en varios sitios sino que lo contó todo en su blog y acaba de publicar un libro sobre “las increíbles aventuras de los niños de la limonada”. Y eso sí que es una buena lección de emprendimiento para niños… y adultos.

Foto "Lemonade" de Bsivad con licencia de CC BY-NC 2.0 


lunes, 1 de julio de 2019

Barras y estrellas


Estaba en el fondo de un vaso, sobre el lavabo del cuarto de baño de mi amiga, medio cubierto de agua. Era un alambre de ortodoncia que noche tras noche debía de controlar la perfecta alineación dental de alguno de los habitantes de esa casa. Me recordó la dentadura postiza que mi abuela dejaba a remojo todas las noches en el vaso duralex de color ámbar. Nunca me llamó la atención aquella especie de funda cuajada de dientes que, antes de dormir, limpiaba con esmero en la palma de su mano con un buen chorretón de pasta Colgate. Cuando les conté a mis hijos que su bisabuela se sacaba los dientes de la boca para lavárselos, primero se quedaron puestos, luego estallaron en carcajadas y, tras pensarlo un poco, se murieron de asco.

Pero aquel aparato de sujeción que tenía ante mí la semana pasada tenía algo extraño y me obligó a mirarlo con más detalle. El paladar no era de color rosita, ni siquiera transparente, sino algo tan poco natural como rojo, azul y blanco. Unas líneas retorcidas lo surcaban y tres estrellas blancas lo iluminaban. Y entonces caí en la cuenta. ¡Era la bandera americana! ¡En un aparato de ortodoncia! La que se quedó puesta en ese momento fui yo. 

Los americanos están muy orgullosos de su bandera. Representa su nación, los principios, la historia y el compromiso de su gente. Siempre que pueden la exhiben y, francamente, no creo que exista persona que no la identifique. Ese rectángulo azul con las 50 estrellas blancas en la esquina izquierda superior y las trece barras de la misma anchura que se alternan, siete rojas y seis blancas, ha sido explotado cinematográfica, comercial y culturalmente no solo en Estados Unidos sino en buena parte del mundo. La verdad es que es bonita y descubrir el por qué de sus motivos la vuelve más atractiva: las trece barras blancas simbolizan las 13 colonias que se independizaron del Reino Unido y que dieron origen a los Estados Unidos de América; las 50 estrellas representan al mismo número de Estados que forman la Unión; y los colores hablan de las virtudes que inspiran a sus ciudadanos: el blanco, la pureza y la inocencia; el rojo, el coraje y el valor,  y el azul, la perseverancia y la justicia.

Esta semana celebramos el 4 de julio, el Día de la Independencia, una de las fechas en que más se airea la bandera americana. Todos saben en este país que no se debe exhibir de cualquier manera pero, por si hay algún despistado, el gobierno de Estados Unidos se ha encargado de publicar y publicitar unas sencillas normas que hay que observar:


  • Si se va a colocar en la fachada de la casa, la sección azul ha de estar en lo más alto del asta.
  • Si se va a situar en una pared o en una ventana, la sección azul ha de estar en la parte superior izquierda.
  • Si va a ir en un automóvil, hay que fijar el asta en el lado derecho del parachoques delantero.
  • Si se va a colocar junto a otra bandera, la de Estados Unidos debe quedar en el lado izquierdo.
  • Si la bandera queda izada de noche, debe estar siempre iluminada.
  • La bandera no se debe exponer a las inclemencias del tiempo.
  • La bandera de debe tocar el suelo o ningún objeto que esté por debajo de ella.
  • Si la bandera no está desplegada, debe estar doblada en forma de triángulo con la sección azul visible.
  • Si está estropeada o desgastada, debe desecharse con solemnidad.


La infografía de usa.gov no decía nada sobre colocarla en el paladar, pero de la boca de mi amiga y su familia solo salen buenas y respetuosas palabras para su país. Ahora ya sé por qué.


Post-post:
El himno nacional de Estados Unidos tiene el título de “The Star-Spangled Banner” (La bandera de estrellas centelleantes). En 1812, para celebrar una victoria sobre Gran Bretaña, los soldados estadounidenses izaron una gran bandera en el Fuerte McHenry, en Baltimore, Maryland. El abogado Francis Scott Key fue testigo de los hechos y en un momento de inspiración escribió un poema llamado “La defensa de Fort McHenry” que, posteriormente, se convertiría en la letra del himno. Aquí podéis escuchar la melodía y leer su letra en español y en inglés. Seguro que hay fragmentos que os sabéis.

lunes, 24 de junio de 2019

Pullman

Pullman. Apenas leí esa palabra me vino a la mente otra: DeluxePullman Deluxe. Recordé los coches-cama de aquellos trenes nocturnos que me llevaban a Madrid en mi época de estudiante. Los vagones compartimentados en “habitaciones” con seis literas o con dos camas debían de tener esas palabras escritas en alguna parte. Se me tuvieron que haber quedado atrapadas en algún pliegue no muy profundo de la memoria porque resurgieron de su escondite en cuanto tuvieron ocasión hace poco, en Chicago, Illinois.

Quince millas al sur del Chicago Loop, el área financiera y más turística de la Ciudad del Viento, se encuentra lo que queda de Pullman City, la primera ciudad industrial completamente planificada en Estados Unidos. Tomando el apellido del dueño de la empresa Pullman Palace Car, la mayor parte de la ciudad fue construida entre 1880 y 1884 alrededor de la fábrica de coches-cama y al mes de entrar en funcionamiento más de 350 personas vivían allí. Pronto serían miles. Llegó a tener 531 casas de distintos tamaños y precios: el alquiler de los apartamentos de 3 habitaciones costaba una media de 8 dólares mensuales; el de una casa adosada de cinco dormitorios, unos 18 dólares, y el de las casas de mayor tamaño, para los trabajadores profesionales y directivos, entre 25 y 50 dólares.

Por increíble que parezca hoy en día, vivir en Pullman era algo más caro que en otras zonas, pero la calidad de las viviendas era muy superior: todas tenían gas, agua corriente y baño en su interior, patio privado, cobertizo de madera, acceso pavimentado, y la compañía hacía el mantenimiento íntegro; la basura se recogía a diario; había más de 30.000 árboles plantados, tiendas, banco, teatro, edificio de correos, biblioteca, iglesia, parques infantiles, espacios de recreo, colegio, hotel, hospital… Fue considerada casi de inmediato una ciudad modélica y en 1886 ganó un premio como “la ciudad más perfecta del mundo”.

La idea de Mr. Pullman era que unos trabajadores felices, viviendo en buenas condiciones, producirían mejores resultados. Sin embargo, todo era muy paternalista, autocrático y excesivamente controlado: únicamente podía consumirse alcohol en el bar del hotel, solo había una iglesia con un credo, los hijos de los trabajadores tenían que ir a la misma escuela, todo tenía que ser comprado en las tiendas de la compañía… 

Cuando llegó la recesión económica en 1894 y el capitalista decidió reducir los salarios de los trabajadores, pero mantener el precio de los alquileres, los ánimos se caldearon. Pullman pasó a ser sinónimo de la mayor huelga de la historia norteamericana: el míster sacó su lado déspota negándose incluso a hablar con los huelguistas y a buscar una salida negociada a la crisis, los sindicalistas declararon un boicot contra la compañía, el boicot se extendió por todo el país, empezaron los motines y las revueltas… Se armó la marimorena y el presidente Cleveland ordenó restaurar el orden, encarcelar a los cabecillas, someter a los alborotadores y enterrar a los más de 40 muertos.

La ciudad nunca volvió a ser lo mismo. Porque si bien tras la huelga nada cambió para los trabajadores, el gobierno declaró que era ilegal que una compañía fuera la dueña de una ciudad y forzó a que se vendieran todas las propiedades a partir de 1897. Pullman fue desmantelada y la utopía se desvaneció. Hace unos años, la delincuencia, la drogadicción y la marginalidad arraigaron en la antigua ciudadela ideal. En 1991 el Estado de Illinois se hizo cargo del lugar y una agencia de preservación histórica ha diseñado un plan para rehabilitarlo y que sirva de testimonio de la sociedad industrial norteamericana del siglo XIX. Aún tienen mucho trabajo por delante y cuando lo visitamos esta primavera estaba bastante destartalado. Cosa rara en un país que tanto explota turísticamente su corta historia. Tal vez una historia de revueltas sociales que empaña el sueño americano no sea la más adecuada para airear en un país donde palabras como socialismo, comunismo o sindicatos levantan demasiadas suspicacias.
 

Post-post:
La huelga contra Pullman es, significativamente, uno de los primeros capítulos del cómic “Una historia popular del imperio americano”. Se trata de una adaptación gráfica realizada por Mike Konopacki de la obra “La otra historia de los Estados Unidos” del historiador, politólogo y anarquista estadounidense Howard Zinn. Una visión crítica y de izquierdas de la historia de este país adoptando el punto de vista de los trabajadores, los negros, los extranjeros, los indios, las mujeres… en vez de la perspectiva oficial de los presidentes o los héroes. Un libro, en muchos aspectos, demoledor.

lunes, 17 de junio de 2019

Bretton Woods

El otro día nos invitaron unos amigos a Bretton Woods. Es un club de recreo con piscinas, instalaciones deportivas y campo de golf que se encuentra en Maryland, no muy lejos de mi casa, al que solo puedes entrar con algún socio. Me hizo especial ilusión porque recuerdo perfectamente haber estudiado en mi época universitaria el Acuerdo de Bretton Woods. Con él, nada más terminarse la Segunda Guerra Mundial, los países vencedores establecían un nuevo sistema monetario mundial que reemplazaba el tipo de cambio basado en el oro por otro establecido conforme al dólar americano. Constituía a Estados Unidos como la mayor potencia económica mundial y creaba dos instituciones multilaterales para resguardar y respaldar el sistema, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI).

Cuando estudiaba mis apuntes a la luz del flexo de mi habitación en España, el Banco Mundial, el FMI y otros organismos financieros multilaterales como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) no dejaban de ser conceptos abstractos que había que memorizar para un examen. Eran meros nombres y siglas aburridos, datos fríos imposibles de asociar a imagen o sensación alguna. Todos tienen su sede en Washington y ahora, cada vez que paso por delante de ellos, que conozco a alguien que trabaja allí o que entro en sus instalaciones no puedo evitar pensar en cuánto más fácil me hubiera resultado estudiar hoy ese tema y salir bien airosa de un examen semestral.

“Nuestro sueño es un mundo libre de pobreza”. Con esta frase y la impresionante colección de banderas de sus 189 Estados miembros te recibe el Banco Mundial. Esa imagen que veo en los últimos años cada dos por tres me recuerda que sus objetivos hoy en día son reducir la pobreza, aumentar la prosperidad compartida y promover el desarrollo sostenible. Caminar por sus inmediaciones me ha permitido descubrir que para ello se vale de otras instituciones que forman parte de su grupo, como la Asociación Internacional de Fomento (AIF), que financia, asesora y asiste a los países más pobres del mundo; el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, que se ocupa de los países en desarrollo, o la Corporación Financiera Internacional (CFI), el Organismo Multilateral de Garantía de Inversiones (MIGA) y el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), que buscan fortalecer el sector privado en los países en desarrollo.

A dos minutos andando del Banco Mundial está el FMI que, con los mismos miembros que el Banco Mundial, busca el fomento de la cooperación monetaria global, asegurar la estabilidad financiera, facilitar el comercio internacional, promover el pleno empleo y el crecimiento económico sostenible. Y a 15 minutos a pie, en un delicioso paseo que te lleva por delante de la Casa Blanca, está el BID. El movimiento de sus cerca de 2.000 trabajadores hablando español, inglés y portugués ya te deja adivinar que es la principal fuente de financiación para los países de América Latina y el Caribe en la búsqueda de soluciones para sus retos del desarrollo. 

Muchas veces, cuando paseo por el centro de Washington y recorro todos estos sitios, no puedo evitar sentir una especie de vértigo al pensar que en tan pocas manzanas de distancia se estén tomando decisiones que afectan a toda la población mundial, se estén manejando cifras tan altas de dinero, se esté planificando el desarrollo de un país o se estén diseñando proyectos que cambiarán la vida de poblaciones remotas. Me doy cuenta de que los que entran y salen de esos edificios, esa gente normal y corriente, con su pantalón arrugado o su blusa bien planchada, avanzando en sus tacones o en la bicicleta que ha dejado aparcada en la puerta; esa gente con la que te cruzas en el metro o que son los padres de los amigos de tus hijos en el colegio, son los que mueven, a mayor o menor escala, los hilos del mundo. Comprendo que Washington no es una ciudad cualquiera, que es un privilegio estar aquí. Y me quedo puesta.
 
Post-post:
Los Acuerdos de Bretton Woods de 1944 se firmaron en un área cercana a la ciudad de Carroll, en New Hampshire, cuyos principales puntos de interés son tres instalaciones deportivas y de ocio. El club recreativo del mismo nombre situado en el Estado de Maryland fue fundado por el FMI mucho más tarde, en 1968, con el fin de brindar un espacio atractivo y no discriminatorio para sus trabajadores, su personal jubilado y sus familiares, procedentes de todas partes del mundo. Algo no tan fácil de conseguir en aquellos años en Washington, donde existía segregación racial y a las personas de color no les estaba permitido compartir espacios, y mucho menos piscinas, con el resto de la población.

lunes, 10 de junio de 2019

Graduation Day

Impresionante. Y muy emocionante. Yo era madre, una simple espectadora, y aluciné, así que puedo comprender la felicidad de los graduandos de High School que recibieron su diploma el jueves pasado. Ellos fueron los absolutos protagonistas de una ceremonia magnífica, emotiva y divertida, como solo los americanos saben hacerlas. Un acto que fue todo “pompa y circunstancia”, como la Marcha nº 1 de Edward Elgar que tradicionalmente se utiliza en Estados Unidos en las ceremonias de graduación. Fue interpretada por la orquesta del colegio dando solemnidad a la entrada de los alumnos en el recinto, todos ataviados con sus togas y birretes negros.

Un recinto que no era otro que el Constitution Hall de la sociedad Daughter’s of the American Revolution (Hijas de la Revolución Americana) o DAR, un edificio neoclásico situado en Washington DC, a unos pasos de la Casa Blanca y con el tamaño suficiente para albergar a los más de tres mil participantes en el evento. Todo perfectamente organizado, sin salirse de un guion que, de tan ensayado, parece fácil de desarrollar. Pero no lo es. Es un día declarado no lectivo expresamente para la ocasión con el fin de permitir que todo el profesorado, vestido con las togas y birretes de sus universidades, participe y acompañe a sus alumnos en el día más importante de sus vidas académicas.

El programa de los “commencement exercises”, como también denominan a la ceremonia de graduación, proporciona, además de información sobre la secuencia del acto, instrucciones para los asistentes: “El público debe, por favor, levantarse al principio de “Pompa y circunstancia” y permanecer de pie hasta el final de “The Whitman Alma Mater”, el himno del colegio interpretado por el coro estudiantil" (numerosísimo y de una calidad extraordinaria), que ningún alumno se sabe pero que exalta el espíritu colegial y los colores identificativos del instituto.

Tres estudiantes pronunciaron sendos discursos que arrancaron del auditorio carcajadas, lágrimas, cabeceos de asentimiento y sonoras ovaciones. No me cabe la menor duda de que algún profesor había trabajado desde hacía meses en ese momento, motivando a los chavales para que escribieran borradores y se presentaran a las pruebas de selección, buscando el equilibrio entre las numerosas piezas a concurso para reflejar al máximo el pensar y sentir de esa promoción de estudiantes, y trabajando con ellos el estilo y la oratoria para que no dejaran a nadie indiferente. Por supuesto, los padres ya moqueábamos de lo lindo y los compañeros aplaudían a rabiar.

Posteriormente, una pareja de estudiantes, barítono uno, guitarrista el otro, interpretaron una nostálgica canción, Where does the time go? (podéis escucharla aquí), que desde que la sacara en el año 2015 el dúo estadounidense A Great Big World es habitual en estas ceremonias de graduación. Como yo no la conocía, me conmovió todavía más y tuve que andar enredando en busca de pañuelos con los que evitar que se me corriera el maquillaje. No era la única, muchos, ya fuera con un dedo índice bajo la nariz o soplando hacia arriba, trataban de contener los efectos de sus emociones desbordadas.

El director del colegio, simpático y cariñoso, y una autoridad del Condado que treinta años antes se había graduado en ese mismo lugar y del mismo colegio, pusieron el punto de vista de los adultos en una ceremonia que hasta ese momento había sido llevada a cabo por los estudiantes. Coincidieron en resaltar el orgullo que debían sentir por haber llegado hasta ahí y la excelente preparación que llevaban en sus alforjas para enfrentarse a un mundo necesitado de jóvenes como ellos. Inmediatamente, con una precisión matemática, sin atascos ni aglomeraciones, sino en un orden perfectamente calculado, fueron subiendo uno tras otro al escenario, a medida que se pronunciaban sus nombres, los quinientos estudiantes que forman la Class of 2019 del Walt Whitman High School.

Y no fue hasta terminado ese momento que el director del colegio retomó la palabra para decir “Y ahora, como graduados, por favor, levántense y, todos a la vez, como símbolo del gran paso que acaban de dar, muevan las borlas de sus birretes del lado izquierdo al derecho. ¡Felicidades, Promoción de 2019!”. Y una bandera americana descomunal bajó desde el techo y ondeó un rato sobre las cabezas de los estudiantes que, lanzaron al aire sus birretes como tantas veces hemos visto hacer en las películas norteamericanas. Los vítores y aplausos eran tales que consiguieron mitigar mis hipidos, ya incontrolables.

Post-post:
Daughter’s of the American Revolution o DAR es una asociación estadounidense reservada exclusivamente para mujeres que, de alguna manera, descienden de participantes en la guerra de independencia de los Estados Unidos. Su lema es “Dios, Hogar y Patria” y busca promover el patriotismo, preservar la historia del país y asegurar el futuro de Estados Unidos a través de una mejor educación, que financia con generosas becas. Cualquier mujer mayor de 18 años, con independencia de su raza o religión y que sea capaz de demostrar ser descendiente de un patriota, puede ser miembro de esta asociación de voluntarias. Son 185.000 distribuidas en unos 3.000 capítulos, tanto en Estados Unidos como en el extranjero y hay uno en España. De hecho, las integrantes de DAR han rastreado sus ancestros hasta encontrar más de 400 españoles participantes en la Revolución Americana. Eran residentes de la Louisiana española o de la Nueva España, que incluía porciones de los Estados actuales de Tejas, California, Nuevo México, Colorado, Arizona, así como México. La mayoría de ellos tuvo que hacer una donación monetaria de uno o dos pesos impuesta en 1780 por Carlos III para la Revolución Americana, algunos participaron en batallas a las órdenes del General Bernardo de Gálvez o, tal vez, fueron algunos de los que pusieron a disposición de la causa unas 10.000 cabezas de ganado tejano. Todos ellos son considerados “patriotas” y sus descendientes pueden optar a pertenecer a tan rancia institución.