lunes, 25 de septiembre de 2017

No quiero enchufes

Tengo en el garaje una caja enorme llena de cables, enchufes, ladrones, adaptadores, transformadores y demás materiales por el estilo. Y no porque me guste la electricidad o tenga un hobby para el que necesite su contenido. No. Junto a ella está otra caja con pequeños electrodomésticos que no puedo usar en este continente porque la corriente o la frecuencia no es la misma que en el continente donde fueron originariamente comprados. Detesto ambas cajas y su contenido y el mero hecho de que existan y de que las tenga que ir acarreando de un país a otro me pone muy nerviosa.

Pero no hace falta mudarse. Hay cientos de millones de personas que viajan por turismo, por trabajo o por el motivo que les dé la gana que quieren enchufar su aparatito y no pueden hacerlo. Y tampoco hace falta cambiar de continente. Basta con viajar al Reino Unido si estás en España o a Brasil si estás en Chile para que la cosa se complique. Y todo por culpa de los malditos enchufes y la corriente eléctrica.

Es verdad que mi vida está llena de bandazos geográficos. Llevo años sacando y metiendo cosas dentro de esas dos cajas detestables o regalando electrodomésticos que sé que no me van a caber en el armario del pasillo de la vivienda más pequeña en la que nos toque instalarnos. Me gasto una fortuna en adaptadores chinos que se estropean cada poco y he perdido mucho tiempo buscando dónde me los podían vender. Mientras tanto, he tenido el reproductor musical, la tele, la batidora o el ordenador sin enchufar. Hemos quemado algún que otro electrodoméstico por pretender cortar chorizo de contrabando en Omán, donde la corriente funciona a 220 voltios, con un cortafiambres comprado en Ecuador, que va a 110 voltios. Y ya no me pongo a hablar de los hercios que son, al parecer, como una bestia oculta que, si no la tienes controlada, cuando menos te lo esperas, te destrozan el aparato.

Menudo lío organizaste
Por eso me deja puesta que a estas alturas de la vida el mundo entero siga sin ponerse de acuerdo en tener un sistema eléctrico homólogo y me puse a investigar un poco por qué. Resulta que la culpa de todo la tiene una especie de genio del siglo XIX, llamado Nikola Tesla, originario de lo que ahora es Croacia y que entonces pertenecía al Imperio Austrohúngaro. Tras haber trabajado en varias industrias eléctricas de Budapest y París se mudó a Estados Unidos donde estuvo a las órdenes de Thomas Edison, el inventor de la bombilla, que era partidario de la corriente eléctrica continua.

Los muros de la hidroeléctrica en Niágara
El caso es que inventó un sistema de generación y de distribución de electricidad con corriente alterna a 60 ciclos por segundo (o hercios) que era capaz de hacer llegar la energía a distancias mayores que la corriente continua de Edison. Como discutía tanto con su jefe montó otra empresa asociado con Georges Westinghouse y juntos ganaron la batalla de la distribución de la energía pues, según dicen, el transporte de corriente alterna es más barato y más sencillo que el de corriente continua. Tanto es así que en 1893 su sistema fue adoptado por la central hidroeléctrica que funciona en las cataratas del Niágara.

Esas neveras no las teníamos en España
En Europa, en Japón y en Estados Unidos, funcionaba también el voltaje a 120 voltios pero con la extensión del uso de la electricidad se consideró necesario aumentarlo para conseguir más energía con menos pérdidas y caídas de corriente. Estados Unidos también quiso cambiar a 220 voltios pero, en aquella época (estamos en 1950), los hogares medios norteamericanos contaban ya con lavadora, refrigerador y demás comodidades eléctricas del American way of life de los que carecían la mayoría de las casas europeas y se consideró que saldría muy caro sustituirlo. Así que se quedaron con lo que seguimos teniendo ahora, instalaciones de los años 50 y 60 que continúan haciendo frente a problemas del tipo de bombillas que se queman rápidamente cuando están cerca del transformador (consecuencia de un voltaje demasiado alto) o, por el contrario, que no hay bastante voltaje en el extremo de la línea. O sea, una caca.

Por si esto fuera poco, resulta que una vez que se resolvió el  dilema entre la corriente continua y la alterna, Harvey Hubbell inventó el enchufe de dos patas en Estados Unidos. Mientras esto ocurría, otros países inventaban sus propios enchufes y se complicó más la cosa. Se intentó unificar los enchufes, e incluso se creó una comisión internacional en 1906, pero llegaron las guerras y el proyecto se paralizó. Además, la gente no viajaba tanto y si lo hacía no llevaba aparatos eléctricos. El resultado es que cada país fue libre de estandarizar sus enchufes para favorecer la seguridad, la garantía y la capacidad de sustitución de los dispositivos y ahora existen al menos 14 enchufes diferentes. Yo tengo adaptadores para un buen número de ellos que están en esa caja en el garaje esperando que llegue el siguiente destino para ver la luz. Así que, por favor, ¡no me vengas con enchufes!


Post-post:
Y cómo no mencionar, hablando de cataratas, la película que supuso el primer gran papel de Marilyn Monroe: Niágara. Esta fue una de las pocas producciones de cine rodada en color en la época dorada del cine negro. Dirigida por Henry Hathaway y copratogonizada por Joseph Cotten, la película no cosechó grandes éxitos de la crítica. El New York Times comentó en el momento de su estreno, en enero de 1953, que “los productores aprovechan bien la grandeza de las cataratas y sus áreas adyacentes así como la “grandeur” de Marilyn Monroe. Tal vez ella no sea la mejor actriz, pero ni al director ni a los camarógrafos parece importarles mucho. Han captado cada posible curva en la intimidad de la alcoba y en sus vestidos sugerentes. Y han ilustrado de manera muy concreta que puede ser seductora hasta cuando camina. Como se puede deducir de estas líneas, tal vez no merezca la pena ver Niágara, pero sí las cataratas y la señorita Monroe”.

lunes, 18 de septiembre de 2017

No es lo mismo pero es igual

A mí ya no me da gusto comprar. Y menos aún cuando viajo o hago turismo. Es cierto que nunca he sido una compradora compulsiva pero me encantaba ver las tiendas y entrar a revolver entre sus productos. Me sigue gustando pasear por las calles comerciales de las ciudades y dejar que los ojos se detengan en los escaparates. Estoy abierta a la tentación, a sucumbir a ese capricho que hace que se vuelva imperioso el poseer algo a pesar de haber vivido sin ello toda tu vida, a llevarme a casa ese artículo que ha llamado mi atención. Pero me he dado cuenta de que ése es justamente el problema: que nada de lo que me ofrecen los comercios me llama ya la atención. Porque en todas partes es lo mismo o, si no lo es, me parece idéntico que, para el caso, es igual.

Me aburre ver las mismas tiendas en diferentes ciudades. Las calles principales donde antes se concentraban los comercios más exclusivos y, que como su adjetivo precisa, deberían ser escasos y por ello originales, son el reino de las franquicias. Grandes cadenas de ropa, de calzado, de artículos para el hogar, de café…, da lo mismo; acabas comprando la misma camiseta, los mismos altavoces o pegándole lengüetazos a la misma pasta helada con tres “topings” en Washington, en Kuwait o en Gijón. Y si no son las franquicias es casi peor porque acabas viendo (y comprando, a juzgar por la cantidad de establecimientos que hay) los productos procedentes de la mayor empresa del mundo, que ni siquiera necesita vender franquicias porque, con distintos nombres, todas sus tiendas son iguales y venden lo mismo: los “chinos”.

La calle comercial de Fredericksburg
Por eso me deja puesta que sea precisamente Estados Unidos, el inventor y exportador del concepto de franquicia y el país en donde aproximadamente el 4% de sus negocios responden a esa fórmula comercial, el lugar que me está haciendo recuperar ese pequeño placer de, si no comprar, verme tentada a hacerlo.

Los pequeños pueblos de Estados Unidos tienen una calle principal que invariablemente se llama Main Street, King Street, Market Street o algo similar. Esa calle, que suele ser la más antigua de su trazado, conserva habitualmente la mayoría de los edificios originales, de poca altura, de ladrillo o con tablones de madera pintada de diferentes colores, que dejan entrever la curvatura que el paso de los años ha producido en los suelos de las distintas alturas. Todos los bajos de esos edificios son comercios y todas las tiendas son diferentes de las que puedes encontrar en otras localidades. Una delicia.

Feliz comprando vinilos
Comercio local, no necesariamente de productos de la zona, pero que responde a los gustos o visión de negocio de sus propietarios. Generalmente tiendas de gente joven que quiere mostrar su personalidad o ser innovadora de alguna manera ya sea a través del producto o de la forma de ofrecerlo. Decoraciones al antojo de la persona que está detrás del mostrador, con más o menos medios, pero siempre cambiantes según la estación o la celebración próxima, como tanto les gusta a los americanos. Y que por eso resultan sorprendentes en cualquier época del año; son tiendas completamente diferentes si vas antes del 4 de julio, día nacional, en el mes de noviembre cerca de Acción de Gracias y no digamos en temporada navideña, cuando te reciben cálidas y acogedoras al entrar del frío de la calle.  

Una tienda de bebidas gaseosas
Y en estos pueblos todos en nuestra familia nos dejamos llevar. Uno compra vinilos, otras el último “bubble tea” igual al de todas partes pero servido en un envase monísimo, otro se va por los cómics y yo ataco la tienda de pasta de todos los sabores imaginables. No nos encontraréis en un centro comercial o en un mega outlet de los que tanto abundan por estas latitudes  y que no hacen sino estresarnos y dejarnos la impresión que somos meros miembros de una masa consumista. Buscadnos en la Market Street de pueblos como Frederick, Culpeper, Ephrata, Wilmington, Fredericksburg… que pese a no estar en el mapa del comercio internacional sí que tienen tiendas verdaderamente exclusivas.

Post-post:
Aunque en la Edad Media ya existían en Europa agrupaciones urbanas favorecidas con privilegios especiales que se llamaban franquicias, por alusión al contenido franco o exento de cargas fiscales de sus componentes, fue Estados Unidos el que las lanzó definitivamente a la fama en los años 30 del siglo pasado impulsadas, principalmente, por el mercado de los automóviles. En España las franquicias entran a principios de los años 60 con la entrada de varias cadenas francesas, como Pingouin Esmeralda, aquella tienda de lanas para labores donde mi madre compraba los ovillos y las revistas con las instrucciones para tejerme unos jerseys que todo el mundo envidiaba y que yo veía embelesada cómo iban creciendo cada noche paralelamente a mis ganas de estrenarlos.

lunes, 11 de septiembre de 2017

In God we trust

Estados Unidos es un país muy religioso. Un 87% de sus habitantes declara profesar alguna religión: católicos, protestantes, ortodoxos, judíos, musulmanes, budistas, sijs, zoroastrianos, bahais... Si buscas la religión más remota, aquí la encontrarás. Ante tal variedad de credos uno tiende a pensar que lo más sencillo para asegurar la convivencia es apartar la religión de cualquier ámbito estatal para no ofender susceptibilidades y, sin embargo, aquí eso no es así. Estados Unidos no es un país nada laico y eso me deja puesta.

Dios está en todos los billetes y monedas de Estados Unidos
A pesar de que la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos establece que el Congreso no puede promulgar ninguna ley para establecer una religión o prohibir el libre ejercicio de ella, en la vida práctica hay mucha religión por todas partes. Que el lema oficial del país sea “In God we trust” (Confiamos en Dios) es el mejor ejemplo. Pero es que el “God” al que se refieren los americanos es tan genérico, tan amplio, tan universal, tan ecuménico, que todos se sienten representados (con la excepción, imagino, de ese 2% de ateos que no consiguen hacerse oír).

Y eso se ve claramente en la Catedral Nacional de Washington, la segunda mayor de Estados Unidos y la sexta del mundo. Es la sede del obispo de la iglesia episcopal y sigue la liturgia anglicana, pero se considera una casa de oración para todo el mundo. Desde su púlpito han hablado ministros de todas las creencias religiosas y es, a la vez, el lugar habitual de celebración de las principales ceremonias gubernamentales. Numerosos funerales de presidentes estadounidenses han tenido lugar entre sus paredes neogóticas y los servicios religiosos del “Inauguration Day”, el día que toma posesión el presidente de los Estados Unidos, se suelen celebrar allí cada cuatro años con oraciones de varios credos.

El malo de La Guerra de las Galaxias
Y además, es uno de los sitios más visitados en Washington. Cerca de medio millón de personas acude cada año a ver este edificio que no terminó de construirse hasta 1990 y, que por eso, tiene, contrariamente a las catedrales que yo había visto, muchos guiños al mundo contemporáneo. Si vas con unos prismáticos puedes pasar un buen rato con las gárgolas y quimeras. En la parte más antigua de la catedral, que se empezó a construir en 1907, son más parecidas a los monstruos mitológicos de las catedrales europeas pero conforme se avanza hacia la construcción más reciente, empiezas a ver un pulpo, una langosta, una ardilla, un mapache, un astrónomo observando el cielo, un ejecutivo corriendo con su maletín, un turista haciendo fotos, un obispo o hasta Darth Vader, el malo malísimo de “La guerra de las galaxias”. Muchas de ellas fueron pagadas por particulares que querían dejar su huella en el edificio eligiendo los motivos decorativos y dando unas breves indicaciones a los maestros canteros.

Los "malos" de la Guerra Civil
También las vidrieras tuvieron sus benefactores y uno de ellos, que había sido director de la NASA, pagó la llamada “Ventana al espacio”, que contiene una roca de basalto lunar del Mar de la Tranquilidad donada a la catedral por la tripulación del Apolo XI y que conmemora la exploración americana del espacio y los primeros pasos sobre la Luna. Pero las vidrieras más polémicas en estos momentos son las dos que fueron donadas hace 64 años por asociación de las Hijas de la Confederación en memoria de los generales Robert Lee y Stonewall Jackson y que muestran la bandera confederada y escenas de la vida de los dos militares.

La bandera confederada representa a los 13 Estados del Sur que se separaron de la Unión en 1861 en defensa de la esclavitud y se ha convertido últimamente en foco de creciente tensión como resultado de las declaraciones racistas del autor de la matanza de 9 personas de color en una iglesia de Charleston (Carolina del Sur). En el momento de su detención el asesino iba en un coche decorado con el icono confederado. Dos años después, la Catedral Nacional de Washington, siguiendo la súbita tendencia de retirar de los espacios públicos símbolos que honren a los confederados por su repentina asociación con la defensa del racismo, acaba de desmontar esas vidrieras que hasta hace poco eran simples representaciones de un capítulo más de su historia. Porque cada país tiene sus propios fantasmas y el racismo, que no la religión, es el que acecha a Estados Unidos.

Fotos: Washington National Cathedral

lunes, 4 de septiembre de 2017

En otra onda

Se acabó el verano. Al menos en Washington. Y no porque haga frío, porque llueva o porque la gente haya consumido ya sus breves vacaciones. No. Si tradicionalmente las estaciones se han clasificado siguiendo los métodos astronómico, meteorológico, fenológico o el basado en la radiación solar, en Estados Unidos habría que añadir el método conmemorativo: aquí el verano empieza el último lunes de mayo con Memorial Day y termina el primer lunes de septiembre con Labor Day. O sea, hoy.

Pero como son tan organizados, tan previsores y tan trabajadores, en la práctica, el verano termina mucho antes. A primeros de agosto, cuando yo estaba en plena ola de calor en España, sudando la gota gorda y sin poder salir de la piscina más que lo estrictamente necesario, ya me empezaron a llegar correos electrónicos de los colegios de los niños con instrucciones apremiantes sobre cómo inscribirnos a tal o cual actividad escolar, cuál era la ruta de autobús que se nos había asignado, las sesiones informativas deportivas o académicas o las reuniones para las fechas próximas. Y conforme avanzaba el mes crecía el número de mensajes diarios. No miento si digo que en un solo día me llegaron más de diez. Un agobio.

Es más, las pruebas de selección para los clubes deportivos del High School empezaron el 8 de agosto, el campamento (voluntario pero recomendado) del equipo de Cheerleading tuvo lugar en la segunda semana de agosto, los entrenamientos empezaron en la tercera semana y el curso intensivo para los nuevos miembros de la banda musical escolar, la última semana. Y esto es solamente lo que nosotros nos perdimos. Me deja puesta el comprobar que para los americanos es inconcebible que en pleno mes de agosto tú puedas estar tranquilamente en la playa o tomándote la copa con los amigos en la plaza del pueblo a la fresca nocturna.

Sesión informativa en el Middle School
Así que cuando el jueves, en pleno jetlag y con las maletas todavía sin deshacer en casa, llevé a los niños a sus respectivos colegios a las siete de la mañana para sus presentaciones escolares no pude evitar sentir que me había pasado, que era una madre desorganizada y poco previsora y que no estaba transmitiendo a mis hijos los valores adecuados. ¡Y eso que han sido las vacaciones más cortas que he disfrutado en los últimos 15 años!

Sesión informativa en el High School
Con ese ánimo entré a las 7 y media de la mañana en el High School a la sesión informativa para padres de los nuevos alumnos, mientras Gabriel hacía lo propio en el Middle School de nuestra hija pequeña.  Era un café con el director en uno de los patios. Temperatura agradable. Una mesa con un par de termos gigantes, cupcakes y galletas seguida por las mesas de venta de las prendas con el logo del colegio y las de las distintas asociaciones de padres a las que inscribirte o dar tu contribución económica. Pronto empezaron los discursos; que hablara la presidenta de la asociación de padres y estudiantes me pareció normal; que le siguiera la presidenta de la fundación del colegio que recauda fondos para invertirlos en la educación de nuestros hijos, también; que continuara la que preside la asociación cultural de padres internacionales, seguía siendo lógico; que el director del colegio tomara la palabra para dar la bienvenida y asegurar a los padres que sus hijos no podían estar en un colegio mejor, era obvio. Pero, a partir de ahí, no pude más que quedarme puesta: hablaron la presidenta de la asociación para ayudar a controlar el estrés escolar en alumnos y padres, la directora del departamento de consejeros, el director de las rutas de los autobuses amarillos, la directora de contabilidad, el encargado de la plataforma de comunicación entre colegio y familias… Y cuando la jefe de seguridad del colegio, con su uniforme, su manojo de llaves maestras y su walkie-talkie al cinto tomó la palabra para asegurarnos que nuestros hijos estarían seguros en el colegio y que tuviéramos la certeza de que los cuidaría y vigilaría como si fueran sus propios hijos, mi grado de asombro era ya mayúsculo.

Cuando a las 8.30 de la mañana conducía de vuelta a casa tuve la convicción de que, efectivamente, la estación se había terminado. El día anterior había dejado España en pleno veraneo con las playas llenas, las terrazas abarrotadas y las carreteras sin nada que hiciera sospechar la “operación retorno”. Aquí, antes incluso del Labor Day, ya no quedaba nada del estío, porque las vacaciones son un estado de ánimo colectivo y en estas latitudes hace ya semanas que todo el mundo está en otra onda.

lunes, 10 de julio de 2017

Cerrado por vacaciones

Tenía pensado escribir sobre el 4 de julio en este post, sobre la conmemoración de la independencia de Estados Unidos con ocasión de la separación formal de las 13 colonias de Gran Bretaña en 1776. Ya hacía días que los carteles luminosos de las autopistas que alertan de que te abroches el cinturón o de que no uses el teléfono mientras conduces habían cambiado sus mensajes por unos más divertidos que decían: On 4th of July: beisbol, hot dogs, apple pie and a sober ride (En el 4 de julio, beisbol, perritos calientes, pastel de manzana y conducción sin alcohol). Podía ser un buen comienzo para una entrada de corte histórico.

Luego pensé que tan importante como mi primer 4 de julio en este país era mi primera carrera benéfica que, además, se celebraba en ese día, por lo que podía unir los dos temas. Y eso sí que es un hito propio. A las siete y media de la mañana ya estaba en el punto de encuentro de la Carrera Austism Speaks 5K que busca conseguir fondos para la concienciación, la investigación y el apoyo a los niños y a las familias que padecen autismo. Me había animado a participar mi amiga Ana, conocedora de los avances que poco a poco voy haciendo en el durísimo mundo de los corredores donde me adentré hace unos meses en mi desesperada lucha contra los nefastos efectos de las calorías americanas (ver entrada El coloso en mallas).  Éramos unos cuantos miles con el dorsal pegado en la camiseta y otros tantos que se solidarizaban con la causa o con los corredores;  hombres y mujeres, más o menos jóvenes, más o menos atléticos, vestidos de forma más o menos acorde con el día que se celebraba, pero dispuestos a darlo todo en esa mañana húmeda y calurosa.

Un animador dirigió entre bromas y risas los estiramientos colectivos y a las 8 en punto de la mañana sonó la bocina que marcaba el inicio de la carrera. ¡Mi primera carrera! Ahí estaba yo subiendo y bajando las calles de Potomac resoplando y resollando, es cierto, pero poco después, cruzando la línea de meta. No fui la primera, tampoco la última. La acabé, no me lo podía creer. Y no sé si fueron las endorfinas liberadas, el buen ambiente del evento, la alegría de la gente, el que para recuperarnos nos dieran agua, fruta, baggels o pizza (no es muy sano, es cierto, pero teníamos la excusa perfecta para permitírnoslo), el caso es que estuve todo el día de buen humor.

También me pareció que podía tener gracia el tema de cómo celebran el 4 de Julio los suburbios residenciales como el nuestro. La piscina de nuestro barrio organizaba el 4th of July at the pool: perritos, hamburguesas, helados, juegos y buen rollo vecinal para celebrar el Día de la Independencia. No nos lo podíamos perder. Entre lo mejor, el partido de waterpolo con la sandía grasienta y los concursos desde el trampolín (con jurado y contaje de puntos incluidos) de saltos bomba o cannon ball (puntuaba la altura y cantidad de la salpicadura) y de planchazo de pecho  o belly flop (puntuaba el ruido al hacer contacto con el agua y la cantidad de piel objeto de la plancha).  Divertido, familiar, participativo… gracias a la incansable labor de esos socios tan activos que no me dejaban disfrutar indolentemente de mis baños de sol (ver entrada ¡Abrió la piscina!).

Con la idea de compararlo con las archiconocidas festividades del 4 de julio en Washington DC, a las seis de la tarde nos fuimos rumbo al Mall para no perdernos los fuegos artificiales con los que todos los años la capital celebra el cumpleaños de la nación. Allí nos unimos a los miles de personas que ya estaban tumbadas en las praderas escuchando animadísimas canciones interpretadas por la Banda Naval de los Estados Unidos o viendo el Capitol Fourth en las inmediaciones del Capitolio, un concierto gratuito de temática patriótica y clásica con grandes estrellas del tipo de The Beach Boys o The Blues Brothers. Es un evento que se televisa en todo el mundo y precede el espectáculo de fuegos artificiales que comienza al anochecer tiñendo de colores durante 18 minutos el cielo que cubre el Memorial de Lincoln. Y aunque en España, donde tenemos una de las mejores industrias pirotécnicas del mundo, los he visto mejores, el entorno los hace realmente fantásticos y no es de extrañar que los hayan explotado de tal manera cinematográficamente.

Pero lo que realmente me dejó puesta esta semana fue el darme cuenta de la cantidad de años que hace que no veo los clásicos cartelitos de “Cerrado por vacaciones” que se solían colgar en las puertas de los comercios. Sumían el centro de las pequeñas ciudades en una cansina somnolencia estival de la que no se salía hasta el mes de septiembre cuando sus propietarios levantaban el cierre, morenos, descansados y llenos de energía para contar a todo el que lo quisiera oír su mes de vacaciones. Aquí los comercios no cierran por vacaciones, ni siquiera cierran a la hora de comer. España se está contagiando de esta tendencia y, por supuesto, ni aquí ni allá dependiente alguno se interesa por tu veraneo como pregunta de cortesía antes de contarte con todo lujo de señales el suyo.

Por eso mi post de esta semana es un pequeño homenaje a aquella hoja que al inicio de las vacaciones se pegaba con celo en el escaparate o en la puerta de la tienda y que el sol amarilleaba y arrugaba de manera que al final del verano apenas se veían los trazos de tinta del bolígrafo empleado. Hoy cuelgo yo aquí mi cartel virtual de Cerrado por vacaciones. A la vuelta del verano regresaré con mis pequeñas historias para aquel que las quiera leer. ¡Feliz verano!

Fotos: Gabriel Alou, Creative Commons.

lunes, 3 de julio de 2017

Conciertos de verano

La primera vez que fui a Nueva York acababa de cumplir 18 años. Dos cosas absurdas se me quedaron grabadas de aquel viaje: los conos que había en las alcantarillas para permitir la salida del vapor del subsuelo y los bocadillos gigantes que se zampaba la gente en un concierto de música clásica en el Central Park. Allí, en una explanada enorme de hierba, el público había extendido sus mantas en el suelo y de sus cestas de picnic sacaba comida, copas y vino frío del que disfrutaban a la par que de los acordes que interpretaba la orquesta. Y aquel grupo de jóvenes tenía un bocadillo de metro y medio de largo que seguro que había necesitado dos personas para transportarlo. El tamaño del magnífico bocata y el respetuoso silencio con el que lo estaban comiendo me dejaron puesta.

Lo recordé el otro día en que Gabriel apareció con un par de entradas para uno de los conciertos de verano del Wolf Trap, el Parque Nacional para las Artes Escénicas que se encuentra en Vienna, Virginia. Son cerca 50 hectáreas de terreno donados hace 50 años por una funcionaria del gobierno para preservar el área de la presión urbanística a la vez que para crear un espacio donde disfrutar de las artes en armonía con la naturaleza. Junto con las tierras donó fondos para construir un anfiteatro exterior conocido como el Filene Center que desde mayo a finales de septiembre tiene una programación alucinante de pop, country, folk, blues, música clásica, danza o teatro.

Uno de esos incendios tan frecuentes en este país y que a mí me producen pavor (ver entrada Tocar madera) destruyó completamente el edificio original en 1982 y, tras dos años de reconstrucción, el resultado es un anfiteatro ultramoderno con capacidad para 7000 personas, la mitad de las cuales están bajo techo y el resto puede tumbarse en las laderas que en él convergen. Y a mí me parece lo máximo: ir con tu neverita, la cena, el vino y las copas, un buen cojín y sentarte sobre la manta en la noche templada alternando la vista entre las luces del escenario y las de las estrellas sobre tu cabeza. Delicioso.

Un ambiente  muy distinto al del otro concierto que fuimos hace unos días en la Embajada de Finlandia, que organiza junto con sus vecinos nórdicos un Festival de Jazz en Washington. Jazz nórdico, una experiencia, cuando menos, “intensa”, en un edificio igualmente fantástico: una caja de cristal y acero con muros de granito que desde el exterior no dejan adivinar el ambiente cálido repleto de luz natural, madera clara y magníficas vistas al bosque que tiene detrás. Modernísimo y minimalista, como el público asistente. Gente rubia, alta, con trajes que estilizaban sus cuerpos juncales, gafas de montura de pasta gruesa y una postura elegante de espalda erguida y cuello de bailarines. Tan distintos de mi Europa mediterránea que me entraron unas tremendas ganas repentinas de irme de expedición a esas frías tierras del norte  que seguro que serían una cantera inagotable de momentos para quedarme puesta. Eso sí, no sé si iría a otro concierto de jazz nórdico: demasiado gélido para mis gustos latinos.

Post-post:
El resto del año, desde octubre hasta mayo, el Wolf Trap programa sus espectáculos en The Barns at Wolf Trap, dos graneros del siglo XVIII adaptados para espectáculos musicales en 1981. Al parecer, la propietaria original del terreno había acudido a un concierto en un granero en Maine y quedó impresionada con la acústica y el ambiente informal que proporcionaba la construcción agrícola. Quiso reproducir lo mismo en Wolf Trap y, tras encargar a un historiador especializado en graneros (puesta otra vez) que localizara dos aptos para su propósito, los mandó traer desde el norte del Estado de Nueva York y reconstruirlos en su ubicación actual en Virginia. Levantado alrededor de 1730, el granero alemán tiene una viga oscilante que recuerda su doble función original de servir de apoyo al henil y permitir un espacio diáfano en el que se pudieran mover los caballos. Ahora es un teatro delicioso con capacidad para 284 personas en el lugar de los animales y 98 en el de la paja. Adyacente está el granero inglés, construido en 1791. Más pequeño que el anterior, sirve de área de recepción y servicios y cuenta con una zona de reunión y pequeño restaurante donde disfrutar de una cena ligera o una copa antes de la actuación. Allí vimos el invierno pasado a la gaitera gallega Cristina Pato que puso a todo el público a bailar muñeiras. Literal.

Fotos: Gabriel Alou y Wolf Trap

lunes, 26 de junio de 2017

El Tostadero

Hay una zona de la playa de San Lorenzo de Gijón que todo el mundo conoce como “El Tostadero”. Se encuentra situada en la parte donde El Muro, como allí llamamos al paseo marítimo, hace la curva, nada más pasar la desembocadura del río Piles. Es una zona pequeñísima, con mala playa, pero protegida de los vientos del Cantábrico y allí la temperatura es sensiblemente más alta que en el resto de la playa. A mí, no me dejaban ir allí a tomar el sol. Estaba lleno de “señoras” que se quitaban la parte de arriba del bikini, que hacían “topless”. Esa curva estaba siempre a tope de varones que se quedaban apalancados durante horas, con un pie apoyado en la barandilla blanca, haciendo de mirones.

Cuando yo era pequeña, en la playa de Gijón se veían mayoritariamente bañadores y algún que otro bikini, pero siempre con las dos partes puestas . Sólo las más osadas se atrevían a ir al “Tostadero” y quitarse disimuladamente la parte superior del bikini una vez tumbadas. Cada verano, sin embargo, se iban relajando más esas costumbres hasta llegar a hoy en día en que, sin llegar a alcanzar los niveles de nuestras playas mediterráneas, nadie se asombra de ver un “topless” en cualquier parte de la playa de Gijón.

Yo solamente he visto tal “naturalidad” en las playas españolas. Es cierto que los países del Golfo Pérsico en los que he vivido no son los ejemplos ideales para hablar de playas y bañadores. Allí apenas te quitas la ropa en una playa pública empiezan a salir de donde menos te lo esperas “observadores” con intenciones no muy distintas a las de los del “Tostadero” de Gijón (aunque estos visten “dishdasa” blanca en vez de camisa de cuadros) lo que hace que se te quiten inmediatamente las ganas de bañarte o tomar el sol. Pero he estado en las playas y piscinas privadas de Omán, Kuwait, Dubai o Abu Dhabi , donde se lucen junto con el “burkini” los últimos modelos de bañadores de las marcas más exclusivas, o en las playas más turísticas de México, Cuba, Ecuador, República Dominicana... o en las de Sri Lanka o China, por citar otro punto cardinal y nunca, jamás, he visto a mujeres en topless.

Y en Estados Unidos, tampoco. Es más, este país tiene una doble moral clarísima en el tema del “topless”. Escotes descomunales, tangas minúsculos, pantalones mínimos y ajustados, minifaldas-cinturón… eso no importa. Tampoco importa que la carne mostrada pertenezca a alguien obeso o esquelético, con una diferencia sustancial en superficie corporal expuesta. Pero enseñar los pezones en la playa es absolutamente intolerable para muchos, especialmente si es en un sitio de vacaciones familiares.

Ocean City es uno de los balnearios por excelencia del Estado de Maryland, con millas y millas de playas de arena y paseos de madera atiborrados de restaurantes, tiendas y hoteles. En el mes de junio esta localidad se llena de estudiantes de último año de instituto en viaje de fin de curso que pueden hacer las mayores barrabasadas (borracheras, drogas, sexo fácil, fiestas de espuma, miss camiseta mojada, concursos de levantarse la camiseta…). El restaurante de comida americana Hooters, cuya característica principal es que la comida es servida por camareras de cuerpo espectacular vestidas con el sugerente uniforme del local, está siempre atiborrado. Sin embargo, en esta ciudad a orillas del Atlántico todavía se recuerda cuando hace unos años tres turistas europeas se quedaron en topless en la playa a la altura de la calle 11. Y para evitar que sucesos de este tipo alejen al turismo familiar (al que le encanta las hamburguesas del Hooters) el Ayuntamiento acaba de aprobar una ley que prohíbe la desnudez en lugares públicos y, aquí me quedo puesta, da autoridad al vigilante de la playa para imponer una multa de 1.000 $ a quien infrinja la normativa. La medida ha sido aplaudida por los veraneantes pero, la verdad, no creo que el Ayuntamiento se haga rico. En el levante español seguro que nos forrábamos.


Post-post:
Hooters es uno de esos restaurantes que salen en las películas americanas del subgénero de “desmadre” estudiantil y que Gabriel reconoció nada más ver el cartel que lo anunciaba. Reconozco que yo no tenía ni idea.  Su logo es un búho. El nombre juega con el sonido que hace este animal (“hoot”) y el término en argot para designar los pechos femeninos que popularizó el actor Steve Martin en la archiconocida comedia televisiva “Saturday Night Live”. Las camareras o “Hooter girls” son la principal imagen de la compañía y tienen que ser jóvenes, atractivas y sexis. Se comprometen a llevar el uniforme del restaurante: camiseta escotada de tirantes con el logo del buhíto, pantalón corto naranja, calcetines caídos blancos y deportivas blancas. Ha tenido constantes denuncias por discriminación y sexismo pero ha alegado la “bona fide occupational qualification” que permite ciertas excepciones en cuestiones que podrían violar la ley de derechos civiles del trabajador si la naturaleza del negocio se viera seriamente afectada por la no aplicación de esa discriminación. Y ahí sigue.

Foto Ocean City: Bill Price III