lunes, 29 de enero de 2018

Modelos y modelitos

Una vez a la semana mi hija pequeña, de 11 años, se queda una hora y media más en su colegio (público) para participar en una actividad extraescolar llamada MUN o Model UN (Modelos de Naciones Unidas). Completamente gratuita, como lo son todos los clubs organizados por la escuela, es una de las más solicitadas y le costó hacerse con una plaza. Confieso que cuando me pidió autorización para apuntarse yo no tenía mucha idea de en qué consistía. En seguida me explicó que es una actividad en la que los alumnos aprenden sobre diplomacia, relaciones internacionales y la propia Organización de las Naciones Unidas (ONU) y el fin último es asistir a las simulaciones de las sesiones que se celebran en los principales órganos de la ONU. Esas sesiones solo tienen lugar dos veces al año y tendríamos que llevarla a la sede de algunos de esos órganos en Washington DC. “Son mega eventos, mamá, en los que participamos los representantes de muchísimos colegios”. Por supuesto le dije que sí y firmé el papelito.

En seguida empezó a llegar el bombardeo de información que acompaña cualquier actividad que quieres hacer en este país. Autorizaciones para que se inscribiera en tal comité, cartas informativas sobre los temas que se iban a debatir, solicitudes para que se uniera a la delegación del país de su elección… y todo tan profesional y tan rigurosamente organizado que más de una vez tuve que cerciorarme de que la destinataria de tales requerimientos era una alumna de 6º de primaria y no sus progenitores.

A su dirección de correo electrónico escolar llegaron los temas contemplados para la siguiente gran Conferencia en la que iban a participar y, sin que los padres interviniéramos en el proceso, “respetando sus intereses”, tuvo que informarse con los links proporcionados y elegir uno de ellos teniendo en cuenta el país al que le gustaría representar: energías renovables (para cualquiera de los 193 países miembros de la ONU), diplomacia en el deporte e igualdad de género (restringido a los países miembros del COI), crisis de malnutrición (solo para los países miembros de la FAO), niños soldados (solo para los países miembros de UNICEF) y “Arco de inestabilidad: crisis en el Sahel y en la cuenca del lago Chad” (sólo para países miembros del Consejo de Seguridad). Por supuesto, se informó, sopesó sus intereses y eligió en consecuencia. Me quedé puesta.

Aquí tuvo lugar la Conferencia
Me maravilla que niños que acaban de entrar en middle school tengan oportunidad de tomar contacto con el mundo de la diplomacia sin edulcorarles su contenido, enfrentándoles a temas reales que van a debatir en instituciones reales, en un ambiente que imita a la perfección la forma de trabajar de esos profesionales, participando en debates, negociaciones o deliberaciones, defendiendo ideas tal vez contrarias a las suyas  y, además, todos tengan la certeza de que lo van a hacer bien, con motivación y responsabilidad. ¿De quién es el mérito? ¿Cómo consiguen que se entusiasmen con esos temas y decidan quedarse una hora y media más en el colegio todos los jueves, durante todo el año, para profundizar en temas que normalmente pensamos que no les suscitan ningún interés?

Código de vestimenta masculino
Conforme se fue acercando la fecha de la primera gran Conferencia su emoción (y nerviosismo) crecía. Tendría lugar nada  menos que en la sede de la Organización Panamericana de la Salud, y de nuevo volvieron a llegar las decenas de correos electrónicos a los padres sobre los aspectos puramente organizativos: hora de salida del colegio, planillas para compartir coches, horario de comida, lugares donde comprar comida o donde comer la que llevaran de casa, firma del pliego de autorización para que su imagen en el evento pudiera ser reproducida con fines informativos… y el código de vestimenta o modelito que tenían que llevar. Todos debían ir en Western Bussiness Attire, o  Vestimenta de negocios occidental, es decir, no vaqueros, no camisetas o sudaderas, no chanclas o calzado deportivo, no trajes nacionales.  Y, por si pudiera quedar alguna duda, añadían: “piensa en cómo se viste tu Senador más cercano para hacerte una idea más precisa”. Y me volví a quedar puesta. Seguro que los niños de 11 años de este país saben perfectamente cómo se viste y cómo se llama el Senador que los representa y yo ni sé, ni he sabido, ni me he preocupado por saber el nombre de ninguno de los de España.

No es de extrañar, claro, que cuando en la universidad, con 20 años, tuve que memorizar la estructura de la ONU, me pareciera el mayor de los rollos posibles mientras que los niños del club extraescolar de mi hija te hablan de los distintos comités y de sus funciones como si te contaran  el menú de la cafetería del colegio, sin siquiera tener conciencia de que lo saben. Pero claro, a los 11 años, o a los 15, si me apuro, yo no tenía ni idea de que existiera la ONU aunque, eso sí, me sabía al dedillo la definición de límite matemático y eso seguro que mi hija no se lo va a saber. Jaaaaa.

Post-post:
Los que queráis ver un pequeño vídeo de esa Conferencia, podéis pinchar aquí.
Foto PAHO Adam Fagen

lunes, 22 de enero de 2018

¿La chispa de la vida?

Si lo hubiera sabido antes no habría ido pero tras descubrir que la Coca Cola es originaria de Atlanta y  después de visitar los estudios de la CNN y el Parque histórico de Martin Luther King, también originarios de la capital de Georgia, decidimos cerrar ese día de nuestras vacaciones con el World of Coca Cola. Hacía mucho frío y cuando llegamos al mega museo de la emblemática bebida vimos que la cola para entrar era considerable pero no disuasoria. Adelante, pues. A los niños les hacía ilusión y a mí me picaba la curiosidad. Ilusa de mí. Aquella había sido únicamente la fila para comprar las entradas (a razón de 17$ por adulto); la verdadera, larguísima y oculta tras las taquillas, me dejó puesta.

Más de una hora sin otra cosa que hacer que observar a los congéneres da para una comparativa antropológica. Grandes grupos de bulliciosas familias indias (del subcontinente, no nativos americanos) haciéndose selfies sin cesar; la joven japonesa que parecía haberse escapado de un cómic manga, vestida como un cupcake, literal, desde los zapatos al bolso pasando por el estampado de su vestido de color pastel; el padre hillbilly y su hija adolescente que debían de acabar de bajar de las montañas de Alabama a juzgar por la camiseta de manga corta con la que aguantaban las temperaturas bajo cero y que no se dirigieron la palabra en todo el tiempo que los tuve detrás de mí; los latinos de Miami, esos sí abrigados a tope y hablando un spanglish tan exacerbado que hasta a mí me costaba entenderles…

El orden impuesto por las barras de hierro que maximizaban la capacidad del área de espera, se disolvió en un santiamén cuando nos llegó el turno de entrar a nuestro grupo de 50 personas. Deseosos de hacer algo, nos abalanzamos sobre un mostrador donde nos dieron una latita de una de las múltiples variedades de Coca Cola. Y ahí estábamos otra vez, aborregados, sorbiendo la bebida elegida y comparando sabores, en un ambiente bastante festivo que a mí me estaba comenzando a avergonzar.

Entramos a lo que llaman el loft donde una embajadora de la marca, muy rubia, muy chispeante, muy cantarina y que caminaba dando saltitos como las niñas pequeñas a la salida de la escuela, nos destacó alguno de los más de 200 objetos históricos expuestos que representaban los 125 años de existencia de la bebida. Y pasamos a una sala de cine donde nos tragamos un video muy bien realizado, muy emotivo y muy publicitario de lo que hace que Coca Cola sea una bebida tan popular: no es su delicioso sabor, ni la perfección de sus burbujas, ni lo innovador de sus envases, ni que sepa siempre igual vayas donde vayas… sino que somos nosotros, los que la bebemos, que la asociamos a los momentos más bonitos y especiales de nuestras vidas. En este momento ya no supe si las ganas de vomitar eran consecuencia de que la bebida que me habían dado a la entrada me había sentado mal tras el frío pasado o que estaba somatizando una nueva oleada de vergüenza.

Y ahí sí que se abrieron definitivamente las puertas del museo para hacer una visita autoguiada por las diferentes salas: la bóveda de la fórmula secreta, las 10 galerías de los “Hitos refrescantes” que exponen más objetos emblemáticos en la historia de la marca, la planta embotelladora, la sección de cultura pop, la galería de retratos, el cine 4D con una proyección bastante simplona o, por no hacer la lista exhaustiva, el decorado ártico donde te puedes hacer la foto con el oso polar, icono de la bebida, cuya expresiva y dulce sonrisa estoy convencida de que esconde en el interior del disfraz a algún individuo harto de mover palanquitas internas y sudado como un pollo. La apoteosis de la sala donde puedes probar las más de 100 bebidas que la compañía comercializa por todo el mundo (y donde mi hija pequeña se cogió tal indigestión que no pudo ni cenar) solo podía ser superada por la tienda de recuerdos. Impresionante como pocas y un logro indiscutible de publicistas y diseñadores, auténtico negocio de un lugar en el que entras pagando una entrada y sales pagando tus compras. Al fin y al cabo la Coca Cola es un negocio y uno de los mayores símbolos del mundo capitalista.

 Salí de allí con una bolsa de color rojo con letras blancas llena de rabia por haberme sometido voluntariamente a tal bombardeo comercial, por haber pagado para que mi hija sufriera una indigestión y, encima, por haber sucumbido a la insistencia del niño para que le comprara la bolsa sorpresa  que acabó conteniendo una tontería que, encima, no le hizo ninguna ilusión. Tal fue la saturación que no he vuelto a probar una Coca Cola que, para mí ya no tiene chispa alguna. 

Post-post:
Para quienes no estéis familiarizados con el término hillbilly, es una palabra del inglés americano que se usa, con algunas connotaciones peyorativas, para describir a los habitantes de ciertas áreas rurales o montañosas, normalmente de la cordillera de los Apalaches. Esta es, hoy en día, una de las zonas más deprimidas de los Estados Unidos. De ahí proviene buena parte del electorado de Donald Trump. No hace mucho terminé de leer un libro de J.D. Vance que recomiendo sin dudarlo: Hillbilly Elegy, a Memoir of a Family and Culture in Crisis. Es un interesantísimo retrato en primera persona sobre los problemas y realidades de la clase blanca trabajadora sumida en la crisis y con pocas posibilidades de realizar su sueño americano. Contado por un hillbilly que ha conseguido graduarse de una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos. Interesantísimo.

lunes, 15 de enero de 2018

Lo nunca visto

Ya pensaba que no existían. He pasado dos años buscando esos locales donde nada más sentarte llega una camarera con la jarra de café y los menús y te saluda mientras te va sirviendo una taza humeante. Al principio tenía el convencimiento de que habría también pie de limón o una tarta de manzana recién sacada del horno pero, tras un par de años de vivir en el país, había perdido la esperanza de encontrar productos “home made”. Pregunté a muchas personas, americanas y extranjeras, dónde podrían estar esas típicas cafeterías pero nunca me dieron pista alguna. Se limitaban a sonreír con cara de no haber visto jamás una película americana. Con todo, nunca he dejado de perseverar. Muchas veces nos hemos desviado del camino en la búsqueda infructuosa de lo que ya empezaba a considerar una quimera que había crecido alimentada por la industria del cine.

Paramos en Appomattox un poco por casualidad, al regreso de un viaje que nos había llevado hasta Georgia. Aunque nos alejaba de la ruta marcada, Gabriel consideró INDISPENSABLE visitar el pueblo donde, en 1865, el general confederado Lee se rindió ante el unionista Grant dando fin a la guerra civil en Estados Unidos. Mis hijos habían estudiado todo esto en sus clases de historia en el colegio y yo apenas tenía la imagen de los caracteres en negrita del libro de texto que resaltaban Appomattox como crucial en la historia de Estados Unidos. Así que, ¿por qué no visitarlo?

¿No es monísimo ese ranger? (el resto, también)
Hay allí un Parque Histórico Nacional donde los siempre amabilísimos rangers te cuentan que la casa en la que tuvieron lugar las negociaciones era la única que quedaba habitada porque los dueños no habían tenido dónde huir al ser nuevos en la zona. Su vivienda anterior, en Manassas, ya había sido destrozada por la guerra. En la acogedora residencia de los McLean, 90 minutos bastaron para que ambos generales llegaran a un acuerdo caracterizado por la caballerosidad de las partes, que buscaban un horizonte de paz tras la más cruenta de las guerras en el país.

Un hito histórico. Pero resulta que ahora esa pequeña localidad del sur de Virginia quedará en mi memoria indisolublemente ligada no al armisticio sino al lugar que me demostró que sí existen locales de comida casera en el país de las cadenas de  restaurantes. Digo de antemano que Appomattox es un pueblo diminuto, que el downtown tiene solamente una calle comercial donde está la oficina de turismo atendida por una jubilada encantadora. Ella fue la que nos dijo que cruzáramos la calle y fuéramos a Granny Bee's, “donde vamos los locales”.

Allí comí con un café que humeaba, me rellenaron la taza sin pedirlo, me tomé una sopa que, sin ser la bomba, se notaba que estaba recién hecha, los aritos de cebolla de los niños no eran congelados y la camarera le sirvió higaditos fritos a Gabriel sin morirse de asco. Y aunque no tomamos postre porque ya no nos cabía, nos aseguraron que todos eran caseros. Lo nunca visto. Eso sí que es un hito.

lunes, 8 de enero de 2018

Lobbies

Cuando en Nochevieja regresábamos a casa tras cenar con unos amigos, vi que los vecinos ya habían tirado el árbol de Navidad a la basura. Me quedé puesta. Eso sí que es rapidez. Al día siguiente el número de arbolitos se había multiplicado y el martes, que es cuando pasa el camión de la basura (ver entrada Thanks God it's Tuesday), el vecindario parecía un triste cementerio vegetal. Me dio mucha pena ver que esos árboles tan bonitamente decorados e iluminados hacía apenas unas horas estaban ahora desnudos y congelados a la orilla de la carretera esperando que el camión de residuos de jardinería los triturara sin dejar rastro alguno de su cadáver en el hogar que habían llenado de calidez. Me pareció una imagen tristísima.

Y esa estampa de desolación debe de haberse visto por todo Estados Unidos. Según la Asociación Nacional de Árboles de Navidad (¿no es alucinante que en este país haya asociaciones para todo?) cada año entre 25 y 30 millones de hogares americanos compran un árbol de Navidad natural. Para ello han ido a uno de los múltiples puestos de venta que surgen de la noche a la mañana en las carreteras o a alguna finca por donde puedes pasear con tu familia, elegir el ejemplar que quieres comprar e incluso cortarlo tú mismo para hacer la experiencia más auténtica. Si encima te pones un gorrito de lana y la camisa de leñador quedas de lo más hipster con el árbol amarrado a la baca de tu coche volviendo hacia tu casa.

Todo para tirarlo a la basura antes de un mes porque aquí, para más inri, nadie celebra la llegada de los Reyes Magos con lo que las fiestas se acaban mucho antes. Pobres arbolitos, crecer tan hermosos para tener un final tan triste. Si ya de por sí suelo entrar en un profundo estado de melancolía cuando veo que se acerca la fecha de desmontar los adornos navideños, desenredar las luces, guardar las bolas en sus cajas correspondientes, desempolvar las cintas y guirnaldas, embalar la estrella… ahora resulta que me invade una conciencia ecologista con la que no contaba.

Finca de árboles de Navidad en Iowa
Según la mencionada asociación, solamente en Estados Unidos hay cerca de 350 millones de árboles de Navidad que están creciendo en fincas destinadas para tal propósito. Por cada árbol que se tala en invierno, en primavera se plantan de una a tres semillas gracias a los más de 4.000 programas de reciclaje de árboles. Arboles plantados en más 350.000 acres de terreno de 15.000 fincas americanas que emplean a más de 100.000 trabajadores. El pensar en los bonitos retoños que estarían creciendo en las montañas de Oregón, Carolina del Norte, Pennsylvania, Michigan, Wisconsin o el Estado de Washington disipó la nube de tristeza que había surgido tras la visión de mi vecindario.

Luego seguí leyendo que el 80% de los árboles artificiales que se venden en Estados Unidos son made in China, según datos oficiales. Y mientras los árboles naturales son reciclables y renovables, los artificiales contienen plásticos que no son biodegradables así como posibles metales tóxicos, del estilo del plomo.

En mi casa es costumbre que el árbol de Navidad siga profusamente decorado y lleno de luces hasta que pase la Epifanía. Sin embargo, esta información que ahora tengo me estaba haciendo mirar con desconfianza la imperecedera artificialidad del árbol que compré de segunda mano nada más llegar a EEUU. A saber la cantidad de plomo que estaría liberando por cada una de sus agujas de pino de imitación. Lo quité bien tempranito ayer. No he querido buscar la etiqueta para averiguar dónde está hecho; sospecho que no habrá sido fabricado en ese 20% no chino. Desde luego, los lobbies de la industria navideña hacen bien su trabajo.

lunes, 1 de enero de 2018

¡Feliz Año Nuevo!

En Colombia dábamos la vuelta a la manzana con una maleta para tener un año lleno de viajes. En Ecuador quemábamos un muñeco tamaño real  relleno de serrín con espíritu de renovación y regeneración. En México, para atraer la buena suerte, nos tomábamos 12 uvas pasas antes de las 12 frescas que simbolizaban los meses del año viejo y del nuevo. En Omán lo celebramos de acampada en una playa virgen sin más aderezos que una hoguera, las estrellas y la mejor compañía. En Kuwait nos disfrazamos y lanzamos al firmamento globitos de papel con nuestros buenos deseos. En España siempre nos hemos tomado las uvas sincronizados con las campanadas del reloj de la Puerta del Sol en la televisión.

En Estados Unidos tampoco hemos dejado de celebrar la llegada del nuevo año aunque, en Maryland, pase un poco desapercibida. Porque al convivir tantas nacionalidades con calendarios que empiezan en distintas fechas parece que todo se diluye. Y mientras yo hago alborozada mi compra para la cena de Nochevieja en el supermercado, el coreano que está junto a mí eligiendo los productos lo hace con el semblante de quien realiza la compra semanal, rutinaria y aburrida. Yo no puedo evitar pensar que es un soso y no tiene espíritu festivo. Pero me quedo puesta al darme cuenta de que igual de sosa debo de parecer yo cuando elijo las judías verdes para el hervido de una cena de diario sin reparar en el cuidado con el que los hebreos escogen las granadas para su Rosh Hashaná, el año nuevo judío, que ni siquiera sé cuándo se celebra.

Hoy, para mí y para la mayoría de los que me leéis, es el primer día del año. A todos os deseo que 2018 no os traiga más que motivos de celebración, que las penas sean escasas y se vean siempre mitigadas por el cariño de los que os rodean y que las alegrías sean desbordadas y compartidas para hacerlas más gratificantes. Y, sobre todo, que el año nuevo venga con mucha salud para que podamos disfrutarlo. ¡Feliz Año Nuevo!

lunes, 25 de diciembre de 2017

Feliz Navidad

Los americanos se esmeran en decorar sus casas por Navidad. Con, tal vez, la excepción de México, en ningún otro país he visto tal profusión de luces de colores, papás noeles hinchables, natividades de tamaño natural, proyecciones con motivos  invernales sobre las fachadas, bolas gigantes colgando de árboles que han perdido su follaje, candy canes de neón, nutcrackers de metro y medio de altura, cervatillos de alambre solitarios o en rebaño… Me encantan y disfruto adivinando si en esa casa viven niños, si han puesto la decoración apresuradamente o si los dueños tienen gustos que coinciden con los míos.

Entre los adornos que más me gustan, por su elegancia y sobriedad, están las coronas de Adviento que hay en muchísimas puertas y, en muchas ocasiones, en todas las ventanas de las casas. Por si solas hacen que una vivienda me parezca cálida y acogedora. La casa… o ¡el coche!, porque es muy habitual que esas coronas cuelguen de la parte frontal de los vehículos. ¿No es para quedarse puesta?

La Universidad de Georgestown en Navidad
Estas coronas que ahora vemos por doquier, tienen un origen pagano proveniente de la celebración del solsticio de invierno, el día más corto del año, con la mirada puesta en la llegada de la primavera, cuando, tras el crudo inverno, todo vuelve a renacer. Su cristianización le otorga el significado de la vida eterna marcado por la forma circular de la corona que no tiene principio ni fin y por el follaje perenne de color verde, símbolo de la esperanza y la eternidad. Actualmente las hay de todo tipo de materiales, naturales o artificiales, con o sin luces, más o menos recargadas pero a mí, las que más me gustan, son las naturales de ramas de pino con un simple lazo rojo. El olor que desprenden cuando traspaso una puerta con una de esas coronas me hace sentir bien al instante.

En nuestras primeras navidades en Estados Unidos estaba tan deslumbrada por toda la decoración navideña en las casas que cuando fuimos a Colonial Williamsburg no me llamó especialmente la atención que allí las coronas de Adviento estuvieran hechas de frutas. Este museo viviente de 122 hectáreas en el Estado de Virginia es una recreación de la vida colonial en dicho estado sureño y exhibe docenas de casas restauradas así como de los comercios y del trazado de calles de la época previa a la Guerra de Independencia. Numerosos actores vestidos de época dan la apariencia de desarrollar su vida cotidiana y ofrecen explicaciones, a veces en inglés arcaico, de las diferentes costumbres y actividades en el siglo XVIII. Es una de las mayores atracciones turísticas del país que junto con las vecinas Yorktown y Jamestown conforma el Triángulo Histórico de Virginia unido por el llamado Colonial Parkway, una delicia de carretera por la que no pueden circular ni camiones ni vehículos comerciales (con la excepción de autocares de turistas).

A principios del siglo XX Colonial Williamsburg se encontraba en un estado bastante deplorable pero, según el reverendo Goodwin, que había sido párroco de la iglesia y que era testigo de su creciente deterioro, era “la única capital colonial que todavía podía ser objeto de restauración”. Consiguió la financiación de J.D. Rockefeller Jr, el hijo del magnate fundador de la Standard Oil Co, quien fue comprando poco a poco y en secreto los solares con los edificios en ruina para que no subieran de precio. Durante la restauración se demolieron 720 edificios posteriores a 1790 y se procedió a una recreación que nunca ha dejado de estar exenta de críticas pero que goza de gran éxito entre los visitantes.

Una de esas críticas hace referencia a los adornos navideños que son un icono de Williamsburg pero que, al parecer, tienen poco que ver con lo que había en la época. Según cuentan, cuando en los años 30 los primeros visitantes iban a ver los progresos que se estaban haciendo en la restauración, esperaban encontrar una explosión de decoración navideña en las oscuras calles. Alguien colocó un par de árboles de Navidad con luces de colores pero no casaban muy bien con el ambiente histórico. Una investigación demostró que en el siglo XVIII la Navidad era allí una sobria celebración religiosa y no los excesos decorativos que ya estaban de moda, pero eso tampoco casaba muy bien con las expectativas de los turistas. Así que se decidió buscar un término medio y colocar decoraciones inspiradas en las tradiciones inglesas reflejadas en los cuadros de la época y realizarlas con elementos naturales que fueran habituales en la Virginia del año 1700. Los jarrones o los marcos de puertas en los que se colocaban procedían del revival del estilo colonial que tan de moda estaba en las artes decorativas americanas de la década de 1930. Estos ornamentos han evolucionado con el paso de los años pero las frutas y el color verde se han convertido en una seña de identidad de la Navidad en Colonial Williamsburg, que pese a algunas acusaciones de poco rigor histórico, merece la pena visitar, especialmente, en Navidad.

Feliz Navidad para todos.


lunes, 18 de diciembre de 2017

Del pesimismo al optimismo


Por fin conseguí entrar. Ha tenido que pasar más de un año para lograr hacerme con entradas para el Museo Nacional de Historia y Cultura Afroamericanas, NMAAHC, más conocido como Blacksonian ante lo impronunciable de su nombre oficial y su pertenencia a la red smithsoniana (ver entrada  Mister Smithson).

Levantar un museo federal que se centrara en la historia y la cultura de la población afroamericana y que reconociera su inmensa influencia en la formación de la identidad estadounidense era una idea que se venía acariciando desde principios del siglo XX. Se le dio un fuerte impulso en los años 70 y otro, legal, veinte años después. En 2003 fue definitivamente autorizado, en 2006 se eligió su localización y, una década después, el saliente presidente Barack Obama, el único de color de la historia de este país, lo inauguró. Cien años tuvieron que pasar para ello. ¿Y yo tuve que esperar un año para entrar? Visto así, tampoco es tanto.

El recorrido del museo comienza de manera lúgubre y opresiva en oscuras salas subterráneas que narran el tráfico de esclavos en la América colonial y culmina en plantas superiores con una celebración exaltada de las grandes aportaciones de la población afroamericana en todos los ámbitos de la sociedad. Desde allí, las espectaculares vistas sobre los grandes monumentos capitalinos permiten atisbar un horizonte sin límites.

Este viaje ascendente permite la inmersión en la vida de los esclavos, sus rebeliones, su emancipación, la segregación, el movimiento por los derechos civiles (Martin Luther King, Malcolm X, Mohamed Ali), su persecución por los supremacistas del Ku Klux Klan, las matanzas que sufrieron no hace mucho o su encarcelamiento masivo en durísimas penitenciarias todavía operativas. Y luego, dándole el mismo peso en material y espacio expositivo, abre las puertas a las innegables aportaciones de los afroamericanos a la música, con el blues, el jazz o el hip-hop; al deporte, otorgando protagonismo a los innumerables grandes ídolos del público; o a las estrellas de espectáculos televisivos que baten records de audiencia.

Y cuando salí de allí me di cuenta de que la visita al museo no es solamente un viaje histórico, sino también una experiencia sensorial y emotiva. Y me quedé puesta. En seis plantas se pasa del pesimismo al optimismo con una escala en un amplio espacio para la reflexión frente a una cascada circular abierta en el techo. Pero también salí con una idea más clara de algo que me viene rondando desde hace tiempo la cabeza cada vez que visitamos los museos de Estados Unidos, desde el más pequeñito de un campo de batalla al megamuseo de la II Guerra Mundial en Nueva Orleans, por solo poner un ejemplo (ver entrada Yo estuve allí)

En Estados Unidos, además de los museos tradicionales de colecciones artísticas,  abundan otros muy diferentes a los que estaba acostumbrada. Espacios con una puesta en escena atractiva, moderna, variada y sorprendente. Con un discurso muy bien estructurado y una cantidad de información apabullante que emana de todas las formas imaginables. Museos que reproducen fielmente el escenario en el que se produjo un suceso en concreto y permiten atravesar un campo de batalla nevado que te sitúa en la batalla de las Ardenas, entrar en una celda de una penitenciaría especialmente cruenta o recorrer el interior de un barco de esclavos deliberadamente oscuro y opresivo para crear una sensación claustrofóbica. Museos asombrosos y divertidos para todo público, para el que quiera leer los miles de paneles que dan toneladas de información y para el que quiera hacer una visita light y tener una bonita experiencia cultural con cierto aire de parque temático.

Pero son museos, si me perdonáis la expresión, con poca “chicha” (o mucha, según de qué “chicha” hablemos). Hay información para aburrir, hay toda la interactividad posible, hay experiencias sensoriales maravillosas y hay diversión garantizada pero… hay pocas piezas y, muchas de las que hay, tienen más importancia por lo que representan que por la pieza en sí misma, como si fueran ilustraciones de la enciclopedia en la que están insertos: la toga y las gafas de un juez negro cuyas sentencias conformaron los derechos civiles, ladrillos de las primeras universidades sureñas que admitieron estudiantes de color, imágenes publicitarias caricaturescas que justificaban la segregación, una moneda encontrada en el suelo donde tuvo lugar un acontecimiento importante... Se maximiza la función ilustrativa y divulgativa del museo y se minimiza la función de conservación y exhibición de los objetos que alberga.

El NMAAHC exhibe 37.000 objetos. El Museo Arqueológico Nacional en Madrid fue inaugurado tras su completa remodelación y con un novedosísimo diseño expositivo en 2014, un par de años antes que el Blacksonian. Tiene 1.300.000 piezas. Ninguno es mejor o peor. Inciden en cosas distintas. Los dos me parecieron igualmente fantásticos y entretenidos. Y de los dos salí con más información de la que podía digerir. Tendré que volver. Y esta vez no esperaré un año. Porque, además, aprendí el truco.

Post-post:
Todos los museos smithsonianos son gratuitos. A diferencia de otros, la gran expectación que suscitó en NMAAHC hizo que desde su inauguración se articulara un sistema de reserva de entradas anticipadas para evitar larguísimas colas y evitar frustraciones del público a las puertas del museo. Conseguir una de esas entradas sigue siendo muy difícil y casi imposible en un plazo razonable si quieres visitarlo en fin de semana o festivo. Y, sin embargo, no es el museo más visitado de la capital. Ocupa el cuarto lugar (con poco más de 2 millones de visitas hasta finales de septiembre). El primero lo tiene el Museo del Aire y del Espacio (5,3 millones); el segundo, el Museo de Historia Natural (5,2 millones) y el tercer puesto el Museo de Historia Americana (3,4 millones).