lunes, 25 de noviembre de 2019

Visión de España

“Ya que habéis viajado expresamente desde Washington para venir a vernos os voy a enseñar algo especial, seguidme”. Y nos fue guiando por el interior de un antiguo edificio, con desconchones en las paredes, estrechas escaleras un poco retranqueadas, pasillos llenos de ficheros y alacenas atestadas de publicaciones, una oscura biblioteca donde una investigadora buceaba entre papeles, una sala donde decenas de obras de arte de grandes maestros esperaban su momento para volver ante los ojos del gran público. … Los bruscos cambios de temperatura según funcionaran o no los viejos radiadores y el inconfundible olor que los muchos años confieren a un lugar nos acompañaron todo el camino. Estábamos en el corazón de The Hispanic Society, la mayor institución que en Estados Unidos se dedica al estudio y fomento del conocimiento de obras relacionadas con el arte, la literatura y la historia de España y Portugal y sus áreas de influencia, lo que incluye Hispanoamérica, sur de los Estados Unidos, Filipinas o las Indias portuguesas.



The Hispanic Society, fundada en 1904 por el filántropo Archer M. Huntington, sobrevive como puede al paso del tiempo. Su museo cerró las puertas en abril de 2015, poco antes de nuestro aterrizaje en Estados Unidos, para acometer un ambicioso proyecto de reforma y sus más de 18.000 piezas de todos los formatos y épocas, desde la prehistoria hasta la actualidad, se encuentran en préstamo a otros museos y salas de todo el mundo, o almacenadas en habitaciones como la que acabábamos de pasar. Cada vez que visitábamos Nueva York lamentábamos no poder entrar a recorrerlo, sobre todo, la galería con la “Visión de España”, un conjunto pictórico encargado ex profeso para ese lugar al pintor valenciano Joaquín Sorolla con la idea de mostrar al público americano la esencia de la cultura y las costumbres de España. Ya pensábamos que nos íbamos a ir de Estados Unidos sin conocerlo cuando, de repente, la Sociedad anunció en su página web la posibilidad de concertar una visita para recorrer exclusivamente esa sala. Y allí nos plantamos, un martes por la mañana.

Retrato del Sr. Taft, Presidente de los EEUU

No éramos más de 10 personas, todas de distintas nacionalidades, a las que una guía voluntaria nos regaló durante algo más de una hora sus magníficas explicaciones. Descubrimos que el millonario Huntington empezó a estudiar español a los 14 años y desde ese momento supo que crearía una institución dedicada a difundir nuestra cultura. Conoció a Sorolla en Londres en 1908 y le organizó una exitosa exposición en solitario en Estados Unidos tras la cual se quedó varios meses realizando retratos, entre los que se incluye el que le hizo al mismo presidente de los Estados Unidos William H. Taft, que acababa de ser elegido.

Un par de años después, Huntington le encargó la decoración de una sala de The Hispanic Society para la que el valenciano pintó 14 enormes paneles en los que retrata las diferentes regiones o localidades de España a través de sus gentes, costumbres, fiestas y paisajes. Sorolla se dedicó en exclusiva durante 8 años a este ambiciosísimo proyecto que le hizo viajar por toda España realizando cientos de bocetos en la búsqueda de aquello que mejor reflejara nuestro país, algo que, según manifestaba en sus numerosas cartas, le superaba a la hora de elegir. El encargo acabó con su salud y tras pintar el último panel le dio un ictus y nunca volvería a pintar. The Hispanic Society esperó varios años a que se recuperara para inaugurar la sala, pero el pintor nunca llegó a ver sus obras instaladas y la sala se inauguró en 1926 de forma póstuma.

Quien no conozca la obra puede pinchar este enlace para hacerse una idea del espectacular proyecto y de cómo el pincel del “maestro de la luz” deja ver nuestra cultura a través de imágenes de Castilla, Roncal (Navarra), Aragón, Cataluña, Valencia, Elche, Andalucía (5 paneles), Extremadura, Galicia y Guipúzcoa. Un conjunto delicioso e impresionante, tanto como la magnífica institución que le sirve de cobijo y que, en el centro de Harlem, Nueva York, lleva más de cien años promoviendo el conocimiento del arte y cultura de España en Estados Unidos. Sobreviviendo con el menguante legado de un filántropo y los ingresos derivados de galas benéficas o préstamos a salas de arte, a todas luces insuficientes para mantener un edificio y un proyecto de tal magnitud. No puedo evitar quedarme puesta ante la ausencia de patrocinadores españoles (administración, empresas, particulares) y el olvido en el que vive por parte del gran público. Confío en que cuando reabra sus puertas, ojalá que sea antes, sepamos devolver, desde España y Latinoamérica, la generosa mirada que Archie Huntington supo poner en nuestras culturas para acercarlas al público norteamericano. 

Post-post:
La Galería Sorolla con la “Visión de España” se puede visitar los martes y los jueves en horario de mañana con cita previa que ha de solicitarse por internet en el siguiente enlace: http://hispanicsociety.org/other-event/jaoquin-sorolla-vision-of-spain-gallery/ . Conviene realizar la cita con más de una semana de antelación a la fecha deseada. Nos informaron de que está previsto abrirla también los sábados a partir del mes de febrero. Estad atentos a su página web http://hispanicsociety.org y, si pasáis por Nueva York, no os la perdáis. 

Para dar a conocer la España de la época, Huntington sufragó numerosas expediciones fotográficas encargadas, generalmente, a mujeres que viajaban durante meses por nuestra geografía. Mi post Hallazgo de lo ignorado, cuenta cómo las fotografías de Ruth Anderson me sorprendieron, un verano, en Gijón.

lunes, 18 de noviembre de 2019

Tall latte


Yo, a eso de ir andando por la calle con un vaso de café en la mano, por mucha tapa que tenga, no le veo ninguna gracia. Que conste que lo he intentado. Entré en uno de tantos Starbucks que hay en este país y pedí, aconsejada por mis hijos, un tall latte, que es la forma “adecuada” de ordenar ahí un café con leche pequeño. Podría decir mucho sobre lo que me parecen esas denominaciones de la susodicha cafetería, pero, en esta ocasión voy a dejarlo pasar para no perder el norte. Volviendo a lo mío, a pesar de lo absurdo de la expresión, me entendieron muy bien y me lo sirvieron mejor, pero desde el mismo momento en que quise abandonar el local empezaron los problemas. Llevaba una bolsa con unas compras en una mano, el café en la otra y la puerta estaba cerrada. La conseguí franquear con un grácil toque de cadera coordinado con una presión de hombro contra el cristal y unos pasitos en el sentido de la apertura; unos movimientos que, a pesar de la gracilidad inicial resultaron, en su conjunto, un poco ortopédicos. No muy airosa, pero salí.

Intenté dar el primer trago mientras me disponía a cruzar la calle como veía que hacían otros a mi alrededor. Debe de ser una habilidad que se adquiere con la práctica, porque no fui capaz de caminar, acercar el vaso a la boca, apuntar con el agujerito de la tapa por el que ha de salir el líquido, darle la inclinación adecuada para verter el café en la oquedad y tragar a la vez sin que se derramara nada. El lamparón en mi camisa podía dar fe de ello y la quemadura en la lengua que me acababa de provocar me impidió maldecir a gusto. Para enfriarlo un poco decidí quitarle la tapa plástica al vaso. Aquella dependienta tan amable la tuvo que haber puesto a presión, o con mucha mala uva, porque, si no, no me explico cómo buena parte del café acabó en la pernera de mi pantalón y manchándome el zapato. La ampolla que ya empezaba a crecer en mis papilas apenas si consiguió bloquear los exabruptos. Caminar, a continuación, con naturalidad y con un vaso sin tapa de café caliente en la mano fue tarea imposible al ver cómo, con el vaivén del movimiento, el líquido cada vez se acercaba más al borde del recipiente. Estirar el brazo hacia adelante para evitar una nueva salpicadura ya no me pareció de recibo y, sucia, quemada y cabreada me senté en un banco de la calle a beber lo poco que había quedado de mi tall latte. Ahora entiendo por qué Starbucks vende cafés tan grandes, que no los puedes pedir como grande (porque ese es el nombre para el pequeño) sino que tienes que decir venti o trenta. ¡No, no, no, que dije que no iba a entrar en este tema!
 
Leía el otro día unas estadísticas que aseguraban que un 64% de los norteamericanos adultos consume café a diario y que beben, de media, 3,1 tazas al día. Dicho así no parece mucho pero si pensamos que una taza americana equivale a 236 ml, resulta que se acaban tragando casi tres cuartos de litro de café por día y por persona, 400 millones de tazas de café a diario, 146 miles de millones de tazas al año. Y claro, con ese volumen de ingesta, tienen que estar a todas horas con una taza de café en la mano, en casa, en los trabajos, en la calle o en el coche. Porque este último debe de ser uno de los sitios donde más se bebe en Estados Unidos a juzgar por el número de receptáculos para colocar las bebidas que suelen traer de serie los vehículos norteamericanos. Mi coche, un familiar de siete plazas, tiene nada menos que doce de esos espacios. ¡Doce! ¿Para qué, si solo caben siete personas? ¿Es que se las beben a pares?

En el armario de la cocina se me acumulan sin estrenar vasos térmicos metálicos que se ajustan perfectamente a esos huecos del coche. Uno me lo compré yo al poco de llegar con la intención de salir de mi casa con el café para ir tomándolo por el camino, cualquiera que este fuera. Pero resulta que yo soy de las que desayuna en la cocina, sentada, leyendo el periódico y se lava los dientes antes de salir de casa. Después ya no me apetece tomarme un café por mucho recipiente térmico bonito que tenga y menos en el coche mientras voy conduciendo. Además, mis padres me enseñaron que por la calle no se come ni se bebe (con la excepción del helado) por lo que, aunque sé que esas enseñanzas ya están desfasadas, no estoy cómoda haciéndolo. Y, finalmente, en el hipotético caso de que rellenara de líquido mi termo y lo bebiera por el camino, tendría que estar el resto del día cargando con ese trasto para traerlo de vuelta a casa, algo que ya me parece el colmo del absurdo.

Pero todas estas son apreciaciones personales que la mayoría de los americanos no comparten. Al recoger en cierta ocasión a una amiga en su casa para un viaje, salió con su bolso, su maleta y su taza de cerámica bien llenita de café para ir tomándoselo por el camino. Viendo el tipo de taza y recordando mi experiencia con un vaso con tapa especialmente diseñado para tales menesteres, la miré con cierto escepticismo. Pero ella, dominando perfectamente la situación, se sentó con estilo en el vehículo sin que se le cayera ni una gota. Ni el arrancar ni el frenar en los semáforos dejaron impronta en sus bien planchados pantalones. Y cuando se lo terminó, limpió con una servilleta la taza y la metió tan tranquilamente en su bolso. Allí habría de convivir todo el día con la cartera, las llaves, las gafas de sol, la crema de manos, el paquete de kleenex, la barra de labios… sin que ni su hombro, ni su postura, ni su cansancio denotaran el peso de ese bolso. La admiración que desde entonces siento por ella no conoce límites.

lunes, 11 de noviembre de 2019

Una barbaridad más

Tengo una amiga que trabaja en una multinacional a la que, cada pocos meses, llegan jóvenes becarios europeos a desbravarse en las lides de la ingeniería. De ambos sexos porque, afortunadamente, la brecha de género en las carreras STEM (acrónimo que recoge las iniciales en inglés de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) parece que empieza a disminuir en el viejo continente, o porque, tal vez, aunque no disminuya, las chicas se animen más que los chicos a salir a pasar unos meses en el extranjero, en este caso en la zona metropolitana de Washington, DC.

No tengo ni idea de la razón por la que vienen, la verdad, pero el caso es que llegan como una bocanada de aire nuevo a las oficinas de la compañía. Fresquísimos, jovencísimos, lustrosísimos y entusiasmadísimos. Todo en ellos (y en ellas) reluce, desde su piel lozana, a los zapatos de vestir recién comprados, o los trajes, corbatas y blusas a los que parece que les acaban de quitar la etiqueta. En fin, que nada que ver con el tono cetrino del oficinista que ha repetido el trayecto desde su casa a la sede central de la empresa 250 días al año durante una media de cinco años, y que piensa que nadie va a percibir el tono amarillento de la camisa que en algún momento fue blanca nuclear.

Mi amiga, española, cuando en cierta ocasión vio entrar a una nueva remesa de becarios, comentó con una compañera de trabajo norteamericana: “Hay que ver qué guapos todos, tan jóvenes y tan bien vestidos; es que da gusto verlos”. Y la colega va y le suelta: “Vosotros, los europeos, sois siempre tan incorrectos que no sé cómo no os dais cuenta de las barbaridades que decís”. Mi amiga se quedó puesta y, además, con un corte de los buenos.

En Estados Unidos, parece ser, no está bien hablar del aspecto físico de una persona ya que puedes implicar unas connotaciones no siempre bien recibidas, ni por el sujeto de tus comentarios ni por otros oyentes. Es una cosa muy rara porque, en cambio, es muy habitual que cualquier desconocido te diga, sin venir a cuento, que le encantan tus calcetines, tu bolso o tu collar. Te lo suelta con una buena sonrisa en el vagón del metro, al pasar junto a ti en un Starbucks o al pagar la compra en el supermercado. Y no busca una respuesta por tu parte, ni entablar una conversación, sino que suele ser un comentario espontáneo sin mayor trascendencia que compartir una apreciación.

La anécdota de mi amiga me hizo caer en la cuenta de que todos esos comentarios que te destinan los norteamericanos alaban algo en ti, pero no a ti directamente. En España (o en Europa, según la gringa), no somos así; nosotros ponemos el énfasis en la persona. Decimos “qué guapa estás con esa camisa” o “¡qué bien te queda ese traje!”. Alabamos al sujeto, no al objeto; subjetivamos nuestro comentario y nos referimos a una cualidad personal; le quitamos el mérito al objeto y se lo damos a la persona. Y claro, cuando aquí hablamos así, sin darnos siquiera cuenta, y sin otro ánimo más que el de ser amables, resulta que podemos acabar ofendiendo a alguien.

He intentado recordar las ocasiones en que yo haya podido hacer comentarios de ese tipo. Y me salen muchas, muchísimas veces. No era consciente de mi “barbaridad” (incultura, grosería, tosquedad, según la Real Academia) y lo siento si alguien se ha sentido ofendido. Pero me empiezan a provocan cierto hartazgo quienes exigen respeto a su cultura (de no hablar de aspecto físico, por ejemplo) sin respetar las otras (de hacer comentarios bienintencionados de las personas, por seguir con el ejemplo). No somos iguales, ni falta que hace porque esto de la cultura única es un rollo. Además, si lo fuéramos ¿de qué escribiría yo en este blog?

lunes, 4 de noviembre de 2019

Una promesa

Me iré de este país sin pisarlo. Es una promesa que hago. Que nadie me insista y que nadie me pida que le lleve. Por ahí no pasaré. Lo siento. No habrá fuerza humana que me lleve a Potomac Mills, a poco más de media hora de mi casa, uno de los mayores outlets de este país y, sin duda, el mayor del Estado de Virginia. No me hace falta ir para saber lo que es y no me quiero acercar ni siquiera por mero interés antropológico, porque sé que solo puedo salir de allí peor de lo que entré.

Aunque estoy segura de que casi todo el mundo sabe lo que es un outlet, en honor a mi madre, a la que siempre le han importado un comino las compras y pienso que ni siquiera podría imaginar semejante aberración, diré que son una concentración de tiendas de marca que venden, con descuentos notables, sus productos, en su mayoría ropa, calzados y bolsos. Artículos caros, de esos que se paga la etiqueta, hay que añadir. Originalmente eran una forma de dar salida (de ahí el nombre, outlet: salida) a productos que no vendían en sus tiendas normales ya porque eran de temporadas pasadas o porque tenían alguna tara; pero ahora muchas marcas fabrican líneas completas para ser destinadas a ese tipo de ventas, con productos más masificados o de calidad inferior.

No os forméis ideas equivocadas. He sido y soy, a mi pesar, cliente de outlets. Cuando vivía en España iba de vez en cuando a uno, entre semana, a primera hora de la mañana, y daba batidas rápidas para ver si encontraba la prenda que quería para una celebración o un chollo que satisficiera mis ansias consumistas por un módico precio.  Y aquí, cuando no me queda otro remedio, acudo a otro cercano a mi casa, a piñón fijo, directa a la tienda que quiero, a comprar lo que necesito. Pero nada más. Sé que no me sienta bien quedarme más tiempo.

Porque, a mí, comprar en esos sitios no me gusta y comprar mucho, porque es barato, no me relaja. Empiezo bien pero muy pronto me entra una especie de ansia que me torna en un ser convulsivo, con todos los sentidos alerta, que da la vuelta a una etiqueta para ver el precio con un ojo mientras con el otro va mirando el perchero de al lado a ver si hay algo que le guste más. Soy, además, de las que no se deciden, porque a lo mejor en la tienda siguiente hay algo más bonito, más adecuado, mejor, más barato. De aquellas que, si hay muchas tiendas, tiene que verlas todas para tomar la decisión correcta y que, al final, si no encuentra nada, se cabrea por haber perdido las horas miserablemente y entra en un estado de frustración reconcentrada que le convierten en un ser insoportable. Lo dicho, no me sientan bien.

Si esta transformación ya la experimento en el outlet vecino, que apenas tiene 69 tiendas y al que solo voy cuando pienso que va a haber poca gente, no quiero ni imaginarme lo que sería de mí en Potomac Mills, que tiene más de 200 marcas, un aparcamiento del tamaño del mar Muerto y hordas de gente poseídas por ese espíritu consumista que convierte en necesidad perentoria el capricho más pasajero. He visto que en Florida está el mayor outlet de Estados Unidos, con más de 350 tiendas y me han dicho, también, que es habitual gastar uno o más días de las vacaciones en Nueva York comprando como posesos en los outlets de las afueras de la ciudad de los rascacielos. A mí no me busquéis por ahí, no.  Ni por Potomac Mills, ya sabéis que me iré de este país sin pisarlo. 

lunes, 28 de octubre de 2019

Thank you for your service


No es que estuviera escuchando, pero apenas oí “Thank you for your service, sir” (Gracias por su servicio, señor) dirigí la mirada hacia quien acababa de pronunciar esas palabras. Estaba esperando para entregar unos papeles en una oficina de tráfico, tenía treinta personas delante de mí y las sillas ante las distintas ventanillas se iban ocupando y desocupando con gente de todo tipo: la jovencita que entregaba documentación para hacer el examen de conducir, el asiático cargado de papeles meticulosamente ordenados, un latino amable y sonriente seguido de otro bastante malencarado, el señor canoso que llevaba veinte minutos ocupando el turno. No me aburría, pero me faltaba una historia y esas palabras me la estaban regalando.

El funcionario, un hombre de unos cincuenta años, de color, se dirigía al veterano, de poco más de treinta, con rasgos centroamericanos, que acababa de entregarle unos papeles. “¿Es usted veterano, señor?” “Gracias por su servicio, señor”. “No tenía que haber hecho la cola, señor”. “Gracias por su servicio, señor”. “Ahora mismo intento ayudarle, señor”. “Gracias por su servicio, señor”. En los cinco minutos que tardó en resolverle el trámite perdí la cuenta de cuántas veces repitió su agradecimiento. Me estaba quedando puesta.

Los americanos, lo afirmo generalizando pero sin miedo a equivocarme, son muy patriotas. Se ve en las banderas que colocan por todas partes, en las veces que se interpreta el himno en cualquier evento, en cómo se hace un silencio absoluto y se llevan la mano al pecho en cuanto suenan las primeras notas o en que, a diario, los colegios emitan por megafonía la promesa de lealtad (Pledge of Allegiance) que todos alumnos articulan con el máximo respeto. Han crecido con una ética patriótica según la cual son la cumbre de la civilización humana, no hay honor más grande que ser americano y las otras naciones no pueden sino aspirar a ser como ellos. Que sea cierto o no es lo de menos, es un mensaje que la mayoría cree con una fe ciega. Y es un mensaje que saben transmitir muy bien porque, incluso aquellos que acaban de adquirir la nacionalidad americana tras haber cumplido los requisitos, haber aprobado el examen de naturalización y haber prestado juramento, suelen ser más patriotas que el más patriota de todos.

Ese patriotismo se verbaliza en cuanto aparece un veterano. “Thank you for your service, sir”. Y, como yo no soy norteamericana, mi educación española no ha primado el concepto de patriotismo y no estoy acostumbrada a este tipo de fórmulas, me quedo doblemente sorprendida. En primer lugar, por lo genuino del agradecimiento pero, luego, porque no termino de entender qué servicio están agradeciendo. Porque en Estados Unidos, desde 1973, el servicio militar es una fuerza totalmente voluntaria y remunerada, por lo que ese “servicio” es, en realidad, un trabajo. Un trabajo difícil, duro, violento y que entraña muchos riesgos, pero al que los veteranos se presentaron voluntariamente, por el que recibieron un salario y por el que obtienen, muchos años después, prestaciones sociales. Se me ocurren muchos otros trabajadores cuya labor es fundamental (“Thank you for your job, sir/madam”) a los que nadie les agradece nada porque su trabajo no está relacionado con el término “patria” que es, realmente, lo que motiva el agradecimiento.

Sin embargo, un psicólogo me hizo ver que muchos veteranos se sienten incómodos y rechazan que les reconozcan sus servicios con esa fórmula verbal. Unos, porque reviven emociones no deseadas; otros, porque piensan que se dice sin sentirlo de verdad, como una mera fórmula de corrección política; otros, porque piensan que los que lo dicen en realidad buscan quitarse un sentimiento de culpa o vergüenza por no haber prestado el servicio ellos mismos. Puede haber tantas razones como veteranos, pero coinciden en que lo mejor es mostrar el agradecimiento con acciones: votando, ofreciendo un trabajo o una beca, participando en cualquier iniciativa comunitaria en beneficio de los veteranos o como, según me contó una amiga, hizo su jefa cuando estaban en una cafetería del aeropuerto antes de emprender un viaje de trabajo: vio a dos militares uniformados ordenando su comida en la caja, se levantó rauda y veloz dejando a mi amiga con la palabra en la boca, y le dijo al cajero que esa cuenta la pagaba ella. “Thank you for your service”. Mi amiga se quedó puesta y yo, cuando me lo contó, también.

Post-post:
Pulsando aquí podéis escuchar el Pledge of Allegiance que se recita en las escuelas y que en español se traduce así: "Prometo lealtad a la bandera de los Estados Unidos de América y a la república que representa, una nación bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos".


lunes, 21 de octubre de 2019

Camina, camina

Quien diga que en Estados Unidos no se camina es que no me conoce. Yo, aquí, he aprendido a caminar. Me refiero a caminar por placer, por diversión, por deporte... porque sí. No es que antes no caminara, pero cuando me proponían una excursión de fin de semana ni se me pasaba por la cabeza ir a andar o a la montaña. ¿A qué? Podríamos ir a una playa, a ver una exposición, a comer a un sitio chulo, o incluso hacer un picnic en algún lado, pero aparcando siempre bien cerquita. Lo importante era llegar rápido al lugar para hacer algo allí, no el camino en sí.

Y ahora, no sé si porque me aburrí en este país de acabar comiendo siempre lo mismo en diferentes restaurantes, porque la báscula me ha demostrado que a ciertas edades no se puede ser sedentario o porque las circunstancias me lo permiten, ahora resulta que me ha dado por caminar en el país del automóvil por antonomasia (o, tal vez, mejor dicho, por “autonomasia”).

Lo que sí sé es que la culpa de haberme hecho andariega la tiene el Cheasapeake & Ohio Canal, un parque nacional al que se accede desde muy cerca de mi casa. Casi 300 kilómetros (184,5 millas) paralelos al río Potomac, con una ligerísima pendiente, que llevan desde Georgetown, en el Distrito de Columbia, hasta Cumberland, en la frontera oeste del Estado de Maryland. Espectacular en cualquier época del año, cómodo para cualquier edad, fácil de seguir porque no tiene intersecciones y perfecto para construir, sin darse cuenta, una rutina de “hiking”. Yo me quedé atrapada en el gusto de caminar por una senda de unos tres metros de ancho, con el río a la izquierda y el canal original a la derecha, sorprendiéndome cada vez que mi paso ahuyenta aves, anfibios o mamíferos desconfiados y deseando que llegue el siguiente fin de semana para avanzar un poquito más en la ruta e ir comentando con mi hubby la belleza del lugar o las marcas históricas que vamos descubriendo.

Porque historia no le falta al lugar. Su construcción comenzó en 1828 cuando los Estados de Maryland y Virginia, y las ciudades de Washington, Georgetown y Alexandria decidieron unir fuerzas y fondos para construir una vía acuática que permitiera atraer mercancías y trabajos a la región. Fue una labor penosa, no exenta de dificultades debido a las condiciones del terreno, a la escasez de mano de obra y de maquinaria adecuada, a la negativa de muchos propietarios a vender terrenos o a la feroz competencia con la compañía ferroviaria B&O por hacerse con el control del transporte de mercancías.

Con un coste muy superior al estimado alcanzó, sin embargo, una longitud muy inferior a la deseada puesto que nunca llegó, como su nombre pretendía, a unir la bahía de Chesapeake con el río Ohio. Pero en 1850 cinco barcazas cargadas de carbón hicieron el recorrido completo y, pronto, harina, granos, piedras para la construcción, whiskey y otras mercancías se sumaron al transporte y hubo ocasiones en que 500 naves se encontraban simultáneamente utilizando el canal. Sin embargo, la compañía de ferrocarril fue poco a poco absorbiendo el transporte de carbón y una serie de grandes riadas infringieron severos daños a las infraestructuras del canal. El coste de las reparaciones era cada vez más difícil de sufragar para la compañía C&O, que acabó vendiendo acciones a la empresa ferroviaria. En 1924 una nueva riada causó estragos y esta vez ya no se arreglaron los desperfectos, lo que puso fin a esta forma de transporte de mercancías. En 1938 la compañía ferroviaria vendió todo el canal al Gobierno de Estados Unidos por apenas dos millones de dólares, nueve menos de lo que había costado originalmente. En 1961 el presidente Eisenhower lo proclamó monumento nacional y diez años después el Congreso le dio la categoría de Parque Histórico Nacional, que es lo que ha permitido que no fuera devorado por la maleza y que hoy en día todos lo podamos disfrutar.
 
Todo esto lo cuenta un libro que nos acompaña en nuestras caminatas y que nos va señalando cómo cambian los tipos de piedra en la construcción, los acueductos que fue necesario levantar, la vida de los guardeses de las esclusas del canal y sus familias, el trabajo de las mulas que arrastraban las barcazas, los mojones que van contando las millas del recorrido. Caminando, caminando, así entretenidos, ya llevamos casi 100 kilómetros andados (200, de hecho, porque siempre tenemos que volver adonde hemos dejado el coche). Algunos han estado muy concurridos de paseantes, corredores, ciclistas o piragüistas; otros han transcurrido solitarios, por encontrarse más alejados de núcleos urbanos, pero en todos nos ha acompañado una sensación de paz y bienestar que me era desconocida y que ha resultado ser adictiva. No sé si será parecida a la que dicen experimentar los peregrinos de nuestro Camino de Santiago pero lo comprobaré. Ganas no me faltan. Las voy alimentando todas las semanas mientras, a plazos, caminando, caminando, voy recorriendo el canal.

Post-post:
The C&O Canal Companion es una de tantas guías magníficas para conocer todos los entresijos de esta ruta que combina naturaleza, historia, ingeniería y vida sana. 

lunes, 14 de octubre de 2019

Mesothelioma

Mesothelioma, en español mesotelioma. Desde que llegué a Estados Unidos y enchufé la CNN hay un anuncio que me acosa. Sale un señor de edad avanzada, atractivo, llevándose la mano al pecho y haciendo un gesto de dolor. Le siguen doctores repitiendo sin parar la palabra “mesothelioma” acompañada de una jerga especializada comprensible solo para alguien en su quinto año de MIR. Luego vuelve a aparecer el mismo señor, ahora sonriente y lozano, jugando con un perro en el jardín mientras que la que se supone que es su mujer lo observa sonriente desde la terraza. El anuncio concluye con una parrafada a toda velocidad con advertencias sobre lo que debe de ser una medicina.

Busqué en Google y resulta que el mesotelioma es un cáncer de las células mesoteliales, que son unas que recubren las cavidades del cuerpo y de algunos órganos internos. Nunca hasta ahora había tenido el gusto de conocerlas. También aprendí que está relacionado con la inhalación o ingestión de asbestos, que no sé si he estado en contacto con ellos o no porque son unas fibras minerales malísimas, muy frecuentes en los aislamientos térmicos, que pasan totalmente desapercibidas.

Desde que sé lo que significan ambas cosas, cada vez que me trago ese anuncio me pregunto, ¿hay tantos enfermos de mesotelioma en este país que justifiquen poner un anuncio de esas características en horario de máxima audiencia, que es cuando yo veo la tele? No solo eso, aunque los hubiera, ¿es que el televidente va a ir a una farmacia a comprarse él solito un tratamiento para su cáncer o, casi que peor, va a llegar a la consulta de su oncólogo a exigirle que le recete esa medicina concreta que vio en un anuncio de televisión? Y finalmente, ¿realmente creen los publicistas que nos estamos enterando de algo los oyentes normales, que no padecemos esa enfermedad y que no tenemos un doctorado en química? 

Los anuncios de medicinas en televisión en Estados Unidos son increíbles. Predominan los que tratan enfermedades muy complejas del estilo del cáncer y los de las indigestiones, diarreas, flatulencias y demás cuestiones relacionadas con la alimentación. Esto último no me extraña dada la archiconocida calidad de su comida. Y pensándolo bien, creo que lo primero tampoco me sorprende, dada la porquería que debemos de estar comiendo o inhalando a diario.

Todos los anuncios siguen el mismo patrón. Sale alguien que está fatal y, tras tomarse la medicina, aparece mejor que nunca. Eso es lo que me deja puesta. En España, la protagonista del anuncio que decía “hace tiempo que sufro en silencio las almorranas”, aparecía simplemente aliviada y sonriente tras tomar el Hemoal. En Estados Unidos tendría que salir, como mínimo, cabalgando al galope sobre una yegua árabe en una playa paradisiaca o bajando a toda velocidad un camino de piedras en una bicicleta de montaña.  No exagero. El europeo espera una cierta mejoría tras tomar una medicación, el americano espera que le cambie la vida. Quienes en un anuncio se toman una medicina para los pulmones, salen buceando en las profundidades de un mar cristalino; quienes toman algo para corazón, salen tirándose en paracaídas; quienes se toman un antiácido, salen comiéndose una hamburguesa de una libra chorreteando kétchup y mostaza por doquier… No esperan menos.

Si esto ocurre en los anuncios televisivos, en la vida real no es distinto. El que va al médico por un dolorcito abandona la consulta con un “painkiller” para elefantes que puede resultar altamente adictivo (ver entrada Drugstores) y el Gobernador acaba declarando un estado de emergencia por crisis de opiáceos. Los americanos no están educados en la cultura de la tolerancia al dolor o del “aguanta un poco, que ya se te pasará” que nos decían nuestros padres. No es algo que forme parte de su optimismo innato y del sueño americano. Y todavía no tengo claro si es bueno, es malo o si no importa en lo más mínimo.

Créditos: Mesothelioma