lunes, 26 de junio de 2017

El Tostadero

Hay una zona de la playa de San Lorenzo de Gijón que todo el mundo conoce como “El Tostadero”. Se encuentra situada en la parte donde El Muro, como allí llamamos al paseo marítimo, hace la curva, nada más pasar la desembocadura del río Piles. Es una zona pequeñísima, con mala playa, pero protegida de los vientos del Cantábrico y allí la temperatura es sensiblemente más alta que en el resto de la playa. A mí, no me dejaban ir allí a tomar el sol. Estaba lleno de “señoras” que se quitaban la parte de arriba del bikini, que hacían “topless”. Esa curva estaba siempre a tope de varones que se quedaban apalancados durante horas, con un pie apoyado en la barandilla blanca, haciendo de mirones.

Cuando yo era pequeña, en la playa de Gijón se veían mayoritariamente bañadores y algún que otro bikini, pero siempre con las dos partes puestas . Sólo las más osadas se atrevían a ir al “Tostadero” y quitarse disimuladamente la parte superior del bikini una vez tumbadas. Cada verano, sin embargo, se iban relajando más esas costumbres hasta llegar a hoy en día en que, sin llegar a alcanzar los niveles de nuestras playas mediterráneas, nadie se asombra de ver un “topless” en cualquier parte de la playa de Gijón.

Yo solamente he visto tal “naturalidad” en las playas españolas. Es cierto que los países del Golfo Pérsico en los que he vivido no son los ejemplos ideales para hablar de playas y bañadores. Allí apenas te quitas la ropa en una playa pública empiezan a salir de donde menos te lo esperas “observadores” con intenciones no muy distintas a las de los del “Tostadero” de Gijón (aunque estos visten “dishdasa” blanca en vez de camisa de cuadros) lo que hace que se te quiten inmediatamente las ganas de bañarte o tomar el sol. Pero he estado en las playas y piscinas privadas de Omán, Kuwait, Dubai o Abu Dhabi , donde se lucen junto con el “burkini” los últimos modelos de bañadores de las marcas más exclusivas, o en las playas más turísticas de México, Cuba, Ecuador, República Dominicana... o en las de Sri Lanka o China, por citar otro punto cardinal y nunca, jamás, he visto a mujeres en topless.

Y en Estados Unidos, tampoco. Es más, este país tiene una doble moral clarísima en el tema del “topless”. Escotes descomunales, tangas minúsculos, pantalones mínimos y ajustados, minifaldas-cinturón… eso no importa. Tampoco importa que la carne mostrada pertenezca a alguien obeso o esquelético, con una diferencia sustancial en superficie corporal expuesta. Pero enseñar los pezones en la playa es absolutamente intolerable para muchos, especialmente si es en un sitio de vacaciones familiares.

Ocean City es uno de los balnearios por excelencia del Estado de Maryland, con millas y millas de playas de arena y paseos de madera atiborrados de restaurantes, tiendas y hoteles. En el mes de junio esta localidad se llena de estudiantes de último año de instituto en viaje de fin de curso que pueden hacer las mayores barrabasadas (borracheras, drogas, sexo fácil, fiestas de espuma, miss camiseta mojada, concursos de levantarse la camiseta…). El restaurante de comida americana Hooters, cuya característica principal es que la comida es servida por camareras de cuerpo espectacular vestidas con el sugerente uniforme del local, está siempre atiborrado. Sin embargo, en esta ciudad a orillas del Atlántico todavía se recuerda cuando hace unos años tres turistas europeas se quedaron en topless en la playa a la altura de la calle 11. Y para evitar que sucesos de este tipo alejen al turismo familiar (al que le encanta las hamburguesas del Hooters) el Ayuntamiento acaba de aprobar una ley que prohíbe la desnudez en lugares públicos y, aquí me quedo puesta, da autoridad al vigilante de la playa para imponer una multa de 1.000 $ a quien infrinja la normativa. La medida ha sido aplaudida por los veraneantes pero, la verdad, no creo que el Ayuntamiento se haga rico. En el levante español seguro que nos forrábamos.


Post-post:
Hooters es uno de esos restaurantes que salen en las películas americanas del subgénero de “desmadre” estudiantil y que Gabriel reconoció nada más ver el cartel que lo anunciaba. Reconozco que yo no tenía ni idea.  Su logo es un búho. El nombre juega con el sonido que hace este animal (“hoot”) y el término en argot para designar los pechos femeninos que popularizó el actor Steve Martin en la archiconocida comedia televisiva “Saturday Night Live”. Las camareras o “Hooter girls” son la principal imagen de la compañía y tienen que ser jóvenes, atractivas y sexis. Se comprometen a llevar el uniforme del restaurante: camiseta escotada de tirantes con el logo del buhíto, pantalón corto naranja, calcetines caídos blancos y deportivas blancas. Ha tenido constantes denuncias por discriminación y sexismo pero ha alegado la “bona fide occupational qualification” que permite ciertas excepciones en cuestiones que podrían violar la ley de derechos civiles del trabajador si la naturaleza del negocio se viera seriamente afectada por la no aplicación de esa discriminación. Y ahí sigue.

Foto Ocean City: Bill Price III

lunes, 19 de junio de 2017

El lado oscuro

Recopilando datos en Anacostia
Washington tiene un lado oscuro fascinante que ha servido de telón de fondo de grandes producciones cinematográficas y televisivas. Ciudad de espías que se camuflan entre la población en la época de la Guerra Fría (“The Americans”). Ciudad de conspiraciones políticas, como la del Watergate que en los años 70 obligó a Nixon a dimitir (“Todos los hombres del Presidente”) o de intrigas gubernamentales en la Casa Blanca (“House of Cards”, que retrata situaciones de ficción pero cada vez más creíbles con esta nueva Administración). Ciudad de magnicidios, como el de Lincoln (que le valió varios Oscars a Steven Spielberg en su película homónima). 

Washington tiene también un pasado convulso, de violentos disturbios raciales, de inseguridad e insalubridad difícilmente imaginable en estos días y que yo descubrí no gracias al cine sino a la literatura, hace mucho tiempo, en una época en que ni se me habría pasado por la cabeza que algún día viviría aquí.  Una realidad que había prácticamente olvidado hasta que una vez, paseando por el centro, se me despertó el apetito y decidí buscar un sitio para comer.

Hay en la Calle U un lugar de visita obligada para matar el hambre: el Ben’s Chili Bowl. Sus paredes están cubiertas con fotografías de cientos de visitantes ilustres. La especialidad no es nada del otro mundo: perritos calientes con chile.  La calidad tampoco es alucinante, sus “half-smoked” no me parecieron para tirar cohetes.  Pero cuando fui la primera vez, el mobiliario de los años 50 del interior, las fotografías de los que por allí habían pasado, el tipo de clientela que seguía asistiendo… me hicieron recordar las escenas de un libro que cayó en mis manos, por casualidad, una sofocante noche de verano en que no podía dormir: “Revolución en las calles”, de George Pelecanos.

El escritor, que es conocido por sus novelas policiacas y por ser el guionista y productor de la serie “The Wire”, sitúa la novela en la que a mí me parece la época más convulsa e interesante de la capital de los Estados Unidos. La trama refleja cómo la mayoritaria población de color fue poco a poco apartada de sus áreas de residencia ante la presión  urbanística impulsada por los blancos; cómo se sucedieron los enormes disturbios de 1968 tras el asesinato de Martin Luther King Jr. y cuáles fueron sus repercusiones, aspectos todos clave para entender las tremendas transformaciones experimentadas por la ciudad hasta el día de hoy.

Una época de la que el restaurante fue testigo y superviviente. Consiguió ser el único negocio abierto después del toque de queda durante la época de los graves altercados prestando servicio tanto a manifestantes y activistas negros como a fuerzas del orden. Sobrevivió a la devastación de esos años y al declive de los años 70 y 80 en que los drogadictos convirtieron la zona en marginal. Resistió, incluso, las largas obras de construcción del metro que obligaron a echar el cierre a los pocos negocios que aún quedaban. A partir de los años 90 las cosas empezaron a mejorar y desde hace años vive momentos de expansión en  una ciudad que nada tiene ya que ver con la que le vio nacer. Pero mantiene su espíritu familiar original, la misma cocinera del chile desde hace 30 años y entre sus mesas se sigue moviendo con soltura la ya anciana y viuda propietaria que cuenta la historia de su local a quien quiera saludarla: Obama, Sarkozy, cientos de políticos, músicos … o una servidora.

Cuando salí de allí inmersa en los recuerdos de la novela de Pelecanos, reparé en el enorme mural que decora el muro exterior, un tributo a los personajes locales y nacionales de la cultura afroamericana. Ahora leo en el periódico que este mural, que está siendo actualizado, es uno de los 65 financiados hasta la fecha con fondos de una entidad pública que tiene el objetivo de motivar y educar a jóvenes artistas a la vez que eliminar graffitis indeseados en la ciudad. Para ello busca constantemente negocios locales que quieran ceder espacio de sus muros y encontró en Ben’s Chili Bowl uno muy adecuado, con una historia que ya no es en blanco y negro sino tan colorista, vibrante y callejera como los rostros que ahora se ven en el muro del callejón de la Calle U.

Post-post.
El Complejo Watergate
El caso Watergate fue un gran escándalo político que se desencadenó a raíz del robo de una serie de documentos de la sede del Partido Demócrata de Estados Unidos y el posterior intento de la administración de Nixon de encubrir a los culpables. El complejo Watergate, donde se produjo el robo, es un conjunto de seis edificios (tres residenciales, dos de oficinas y un hotel) que está situado en el noroccidente de Washington. Tiene un diseño circular, un tamaño imponente y un nombre que evoca ese pasado oscuro que tanto me atrae. Una amiga vive allí y me produce una envidia malsana. Imprime carácter el vivir en un edificio con un nombre cuyo sufijo (“-gate”) ha pasado a ser sinónimo de escándalos políticos en el mundo entero.

Fotos: Gabriel Alou, Creative Commons

lunes, 12 de junio de 2017

Bye, bye mall

La primera vez que oí la palabra “mall” (pronunciado “mol”) fue en Ecuador. Acabábamos de llegar y debíamos de estar buscando algo para completar la instalación. Alguien nos recomendó que fuéramos al Mall El Jardín y yo no tenía ni idea de lo que me estaban hablando. Pronto ese centro comercial se convertiría en un lugar habitual donde satisfacer nuestras escasas ansias consumistas.

Cuando de adolescente viví en Colombia y recorría incansable y encantada los concurridos pasillos de Unicentro, nadie lo llamaba mall, era simplemente un centro comercial.  En mis años universitarios en Madrid no fui a ninguno porque en aquella época no era el estilo de comercio que abundaba en España y el único que conocía, La Vaguada, me quedaba lejísimos.

Nuestros años en el Golfo Pérsico, especialmente durante las visitas a Dubai, me dejaron saturada de malls. Auténticos centros temáticos inspirados en la Italia renacentista, la Toscana, Venecia, Londres, los viajes del explorador Ibn Batuta por Andalucía, Túnez, Egipto, Persia, India y China… Cientos de agotadores kilómetros  ocupados por la sucesión de las tiendas más internacionales que se veían interrumpidas por locuras imposibles como pistas de esquí con una temperatura exterior de 50ºC, canales con góndolas bajo cielos artificiales que cambiaban de luz según la hora del día, zoos subacuáticos o túneles de aire donde practicar paracaidismo y caída libre. Delirante, auténticas hipérboles de lo que yo había conocido hasta la fecha.

Uno de los primeros centros comerciales
Y todo había empezado aquí. Los primeros malls nacieron en los Estados Unidos de 1950 y revolucionaron la manera de consumir de las clases medias y acomodadas de medio mundo. Crecieron como setas en los suburbios de las ciudades norteamericanas que no tenían un centro urbano reconocible convirtiéndose en símbolos de la cultura urbana y en centros comunitarios imprescindibles ante la ausencia de los tradicionales downtowns.

Pero ahora parece ser que han entrado en franca decadencia. De costa a costa los malls están cerrando por centenas y cada vez hay más tiendas vacías en sus pasillos. Y eso es, según dicen los expertos, el principio de su fin porque buenas tiendas atraen tiendas mejores, que suponen más clientes y más dinero y hay que ser muy raro para ir a un centro comercial vacío donde nadie le contagie a uno no comprar nada. Para eso te vas a dar un paseo por el bosque.

Resulta que los malls empiezan a perder fuelle no por la crisis o por la caída en el consumo, sino por cambios en las formas de consumir: el e-commerce no deja de crecer mientras el comercio tradicional languidece. Y ahí contribuyo yo con mi granito de arena. Como no tengo tiendas cerca, tengo que coger el coche para todo; pero el servicio de correos funciona de maravilla, hay una estupenda conexión a internet y sé que a las cuarenta y ocho horas tengo en la puerta de mi casa lo que acabo de comprar a golpe de ratón. Bye, bye mall. Confieso que he llegado a comprar en Amazon las minas de la lapicera de los niños por no perder media mañana en ir al megacentro especializado en material de oficina. He descubierto que es más rápido, más barato y más práctico comprar por internet. Y que compro sólo lo que estoy buscando. Y que paseo más por el bosque. Qué cosas.

Fotos: Walid Mahfoudh, Wikimedia.

lunes, 5 de junio de 2017

¡Abrió la piscina!

¡El fin de semana pasado abrieron las piscinas! ¡Ya es verano! Da igual que haga frío o calor, que mayo sea lluvioso, ventoso o caluroso, el último fin de semana de ese mes, en el puente de Memorial Day, se inaugura la temporada de piscina y éstas permanecerán abiertas hasta el puente de Labour Day, del primer fin de semana de septiembre. El calendario de las estaciones podrá decir lo que le dé la gana, pero aquí el verano dura esos tres meses, ni más ni menos. Y este año hemos tenido suerte. Está haciendo calor y apetece ir a la piscina. Por fin, tumbarse en una hamaca, con un libro, dejarse acariciar por los rayos del sol y de vez en cuando refrescarse con un “floti-floti” relajante. Una charlita con una amiga o conocida, los niños entretenidos entre salto y salto y grito y grito, Verano, descanso, vacaciones. … Ja, que te crees tú eso, estamos en Estados Unidos y las cosas no son exactamente así.

El año pasado, a mediados de mayo nos hicimos socios de la piscina que está al lado de nuestra casa. Todos los barrios tienen una piscina y unas canchas de tenis que prestan servicio a la zona por una cuota más o menos elevada. Hay también piscinas públicas que te pueden quedar cerca o lejos y es tu decisión optar a la que más te convenga, si es que te conviene alguna. Nosotros tenemos a dos manzanas de casa una llamada East Gate a donde los niños pueden ir en bicicleta o caminando, solos y sin que dependan de ningún adulto para su desplazamiento. Ideal.

Además, organiza un equipo de natación y otro de salto en trampolín durante los meses de junio y julio con dos entrenamientos diarios y competiciones con los clubes vecinos los fines de semana. Estupendo para tener a los niños entretenidos mañana y tarde, que hicieran amiguitos en el barrio y que se sintieran miembros de un equipo, el East Gate Gators.

Encantada me planté allí el primer día, con mis hijos, mi libro, mis gafas de sol, mi crema bronceadora y mis ganas de no hacer nada. Y disfruté dándome cuenta de que, nuevamente, las películas no mienten: estaban las sillas altas y metálicas de los salvavidas desde donde hacen turnos de media hora de vigilancia; y los socorristas, guapos jovencitos americanos de la zona que se están ganando un salario estival que ahorrar para pagarse la universidad en uno o dos años; y la furgoneta de los helados que cada par de horas anuncia su llegada con la cancioncita archiconocida que hace que los niños salgan escopetados del agua hacia el exterior a comprarse un polo o vaso de hielo con colorantes. Fue una revelación descubrir ese toque de silbato largo y suave que anuncia cada 45 minutos que los niños tienen que salir de la piscina porque empieza el cuarto de hora exclusivo para adultos y fue mayor revelación el descubrir que todos los niños obedecían, incluidos los míos, y sin protestar ni que hubiera que repetirlo varias veces.

Tan embelesada estaba que no me dí cuenta de que era la única persona tumbada y sin hacer nada. Me quedé puesta. Debía de haber 50 tumbonas y solo estaba ocupada la mía. ¿Qué hacían los demás adultos? Nadaban, entrenaban, hacían planillas para las próximas competiciones de natación, ajustaban cronómetros para los “time trials” del día siguiente, organizaban las fiestas temáticas de la piscina que habrían de amenizar el verano… lo que fuera, pero nadie estaba inactivo… como yo. Y ahí se me acabó un poco el relax, porque me sentí culpable de mi concepto latino del descanso ocioso y se me hizo agotador el conseguir dar la impresión de estar haciendo algo, hora tras hora.

Y cuando llegó la primera competición de natación con un club vecino la actividad pasó a ser frenética. Todos los padres de los niños y jóvenes que competían estaban allí, a las 7 am del sábado, cronómetro, planilla, gráfica o estadística en mano, con los últimos avances tecnológicos, registrando las marcas de cada nadador… Yo de nuevo había ido con mi botellita de agua y las ganas de animar a mis “campeones”. Muy poco profesional, la verdad.

Menos mal que nos fuimos pronto a España donde en el primer día de playa los niños simplemente saltaron olas, hicieron albóndigas de arena, pescaron cangrejos o se fueron nadando a la isleta de enfrente… y yo no tuve ningún cargo de conciencia por estar simplemente relajada mirándolos a ellos y al horizonte. Allí no era la única, así estábamos todos… disfrutando del verano.

lunes, 29 de mayo de 2017

Rolling Thunder

Uno de los puentes más importantes en Estados Unidos es Memorial Day, una fiesta federal que homenajea a los caídos en combate al servicio de las fuerzas armadas norteamericanas. Siempre se celebra el último lunes de mayo y marca de forma no oficial el inicio de la temporada estival (que se cierra con el puente de Labour Day del primer lunes de septiembre). El fin de semana de Memorial Day abren todas las piscinas, los estudiantes entran en modo pre-vacacional y tiene lugar el Rolling Thunder Run to the Wall, uno de los eventos más americanos que he visto y fiel reflejo de la idiosincrasia estadounidense.

A las 12 del mediodía de la víspera del Memorial Day, cientos de miles de motoristas que se han venido congregando desde primera hora de la mañana en el aparcamiento frente al Pentágono, encienden al unísono los motores de sus vehículos en lo que viene a ser un descomunal y ensordecedor trueno (thunder). Desde allí, tras cruzar el Memorial Bridge, hacen un recorrido completo por el National Mall y terminan en el Memorial de los Veteranos del Vietnam.

Y es que este evento, que ayer llegó a juntar a más de 400.000 motoristas, es un acto fundamentalmente patriótico organizado por una asociación llamada Rolling Thunder que desde hace 30 años busca no dejar que caigan en el olvido los prisioneros de guerra (Prisoners of War: POW) y los desaparecidos en combate (Missing in Action: MIA). Su lema es “You are not  forgotten” (“No estáis siendo olvidados”) y su fin último es recuperar y repatriar los restos de los soldados estadounidenses que perdieron la vida en las guerras mundiales, de Corea y del Vietnam.

Como acto patriótico del país más patriótico en el que jamás haya estado es, cuando menos, abrumador. Las banderas americanas se cuentan por miles; los colores rojo, azul, blanco y negro dominan la paleta; las motos, son en su mayoría Harley Davidson, la motocicleta americana por excelencia (y con el rugido de motor más poderoso, que también importa para este acto) y ya lleve la moto un hombre o una mujer (aunque lo habitual es que ellas vayan de paquete saludando y haciendo fotos) la estética es de motero norteamericano: chaleco de cuero negro, camiseta sin mangas, barba larga, tatuaje, barriga o michelín bien marcado y vehículo tuneado a tope. Un espectáculo.

Delante de donde nos situamos para ver el torrente incesante de motos había un soldado, vestido de gala, en posición de saludo ante el que los moteros reaccionaban en señal de respeto: unos reducían la velocidad y saludaban al estilo militar; otros se bajaban de la moto y se ponían en posición de firmes ante él; otros le dejaban recuerdos a sus pies, o le daban de beber, o le abrazaban emocionados. Era el Sargento Chambers que, desde que hace 15 años salió en un gesto espontáneo a saludar durante cuatro horas sin moverse a los que participaban en el acto, ha pasado a ser conocido por todos como el “Saluting Marine” y un icono más de esta celebración.

Ya estoy acostumbrada al despliegue de símbolos patrios que inunda cualquier acto en este país pero me siguen dejando puesta el respeto, el orgullo y el fervor con el que los norteamericanos exteriorizan sus sentimientos patrióticos. Y cuando me paré a hacerle una foto a una camiseta que vendían que decía “Bikers for Trump” (“Los moteros con Trump”) una pareja que estaba al lado me dijo “No tienes que ser motera para llevar una camiseta como ésa. Basta con que respetes al país” y se abrieron la cazadora y me enseñaron las que ellos llevaban. Y ahí me volví a quedar puesta al darme cuenta de que la imagen que como española yo tenía de los moteros estilo Harley y a los que siempre había visto como jóvenes/rebeldes/antisistema,  aquí no es así: en su mayoría son conservadores, republicanos y con los colores de sus tatuajes ya bastantes desvaídos entre los pliegues de su piel añosa.

Post-post:
El nombre que da origen a este evento proviene del bombardeo sobre Vietnam realizado en 1965 llamado “Operación Rolling Thunder”. Muchos han dicho que el mítico tour de Bob Dylan conocido como “Rolling Thunder Revue” y que incluyó 57 actuaciones entre 1975 y 1976 en las que le acompañaron Joan Baez, Roger McGuinn o Rambling Jack Elliot entre otros, también tomó su nombre de esa campaña. Otros dicen que viene del apelativo del chamán “Rolling Thunder”. La explicación, dijo el propio Dylan, es más sencilla: el sonido abrumador de unos truenos repentinos le distrajo cuando en el porche de su casa pensaba en el nombre que le daría a la gira. Sea como fuere, el tour del actual premio Nobel fue ampliamente documentado en formato cine, audio e impreso. Otro símbolo entre los símbolos, según Gabriel, el mejor asesor musical y el autor del vídeo que arriba se reproduce.

lunes, 22 de mayo de 2017

¡¡¡¡ SOY MALÍSIMA!!!!

El otro día hablaba con mi hija pequeña de lo que es ser malo, mala persona, mala gente. Yo le decía que no creo que nadie se acueste por la noche diciéndose “jopé, qué malo soy, doy asco”. Creo que todo el mundo se considera bueno y noble porque siempre ve una manera de justificar sus malas acciones o sus malos sentimientos: “le maté porque me estaba provocando”, “le robé porque me hacía falta”, “ le pegué una paliza porque se lo merecía”, “le critiqué porque quería avisar a mi amigo de que tuviera cuidado con él”, “le mangué el boli tan chulo porque a él no le hacía falta”… y así cien mil ejemplos. La conversación quedó en poco más que eso y no le di más vueltas hasta que mi amiga Lucía compartió en su Facebook una entrada de un blog titulada: “La bondad es el punto más elevado de la inteligencia”. En ella el autor define la bondad y la contrapone a la maldad distinguiendo entre:

-       Bondad: acción que colabora a que la felicidad pueda aparecer en la vida de otro.
-       Crueldad: utilización del daño para obtener un beneficio.
-       Maldad: ejecución de un daño aunque no adjunte réditos.
-       Perversidad: cuando hay regodeo en infligir daño a alguien.
-       Malicia: desear el perjuicio de otro aunque no se participe directamente en él.

Pero cuando terminé de leer el post y me puse a cotillear en los comentarios me quedé puesta: los lectores se habían enzarzado en una absurda disputa sobre si el lenguaje utilizado por el autor era “rimbombante” o no, ignoro si con maldad, malicia, perversidad o crueldad pero muchos de ellos con “mala leche” o como si el artículo que acababan de leer no les hubiera dejado el más mínimo poso.

Con mucha frecuencia veo que las entradas de blogs que más comentarios generan son aquellas en las que la gente se engancha en broncas, sean por el motivo que sean. No importa lo bien intencionado que sea un comentario, siempre habrá alguien que lo malinterprete, se cabree y se monte una de agárrate. Y es que en internet se forman unos debates masivos en los que no hay moderación ni reglas de comportamiento, a los que acceden personas con valores y niveles educativos muy diferentes y que en muchos casos se esconden tras una identidad anónima. Todos creen que tienen razón y ninguno da su brazo a torcer.

Además, las reglas del debate son muy distintas a las que estábamos acostumbrados: hay que responder de manera breve o brevísima (nadie lee las largas explicaciones por muy eruditas o acertadas que sean y, además, no caben en el espacio que te otorgan), hay que ser rápido (la mayoría de los debates se agotan en muy poco tiempo), cuantos más signos de exclamación se pongan, mejor y el escribir en mayúsculas otorga autoridad. En suma, a más frivolidad, más éxitos y “likes” se consiguen.

Tal vez lo mejor sea ejercer una indiferencia digital, huir a toda prisa del debate y hacerse el loco, porque gana quien da la espalda antes y deja al otro con la miel en los labios. Y no sé si eso sea el punto más elevado de la inteligencia, un acto de bondad o de perversidad pero el resultado, cuando menos, nos beneficia a todos.

lunes, 15 de mayo de 2017

See you later, alligator

Los fritos de pollo que me estaba comiendo estaban buenos, un poco secos, pero buenos. Estábamos en Nueva Orleans dando buena cuenta de los aperitivos en la celebración de la boda de mi amiga Ana y los camareros no daban abasto. Un invitado que estaba a mi lado preguntó por el contenido de la bandeja que yo acababa de atacar y que, para mí, saltaba a la vista que eran “nuggets” de pollo, y el mozo le contestó: “lagarto”. Ya os podéis imaginar cómo me quedé.

Cuando se trata de comer seres vivos, en Estados Unidos nada parece lo que es: el pescado te lo sirven en porciones cuadradas o triangulares, las gambas no tienen cabeza, patas o intestinos, el pollo siempre está despiezado y tiene un rebozado de un centímetro que oculta su humilde naturaleza, los cangrejos gigantes no tienen caparazón y solo te venden las patas… Si a una mesa de americanos estándar le sirves un pescado a la espalda, con sus agallas, espina y cola y, además, en su punto de horno, que es como está bueno, como mínimo se les transformará la cara. Las costillas de cerdo a la barbacoa son típicas de Estados Unidos, pero ponles un cochinillo lechal en plato de barro, enterito, tal y como te lo pueden presentar en Segovia y si hay niños en la mesa empezarán a hacer pucheros horrorizados.

Además, en Estados Unidos, tampoco las cosas saben a lo que son. Los paladares americanos disfrutan más cuando hay muchas especias o ingredientes que disfracen los sabores originales. Llámalo kétchup, salsas de carne, aderezos para ensalada, da igual. La oferta de sabores de pan rallado e incluso de croutones o picatostes (ajo, mantequilla, beicon, finas hierbas, queso, curri, chile…) es alucinante y todos consiguen el mismo resultado: ocultar la realidad de tu ingesta.

Como española acostumbrada a nuestras hermosas, coloridas y bien provistas pescaderías, ya estés en la costa o en cualquier pueblo de secano, me deja puesta la tristeza de las pescaderías en este país. Todo está fileteado, previamente descongelado y si no es por el cartelito es imposible saber cuál era el pez original. Aquí sí que empiezo yo a hacer pucheros. Y a día de hoy no termino de entender cómo un país con tantísimos kilómetros de costa, con tal diversidad climática y acuática y que podría ser tan rico en piscicultura tiene unas pescaderías tan pobres.

Pero es que Estados Unidos importa más del 90% del pescado que consume, principalmente gambas y luego, de lejos, salmón y atún enlatado. Y lo curioso es que lo pescan los barcos americanos, lo exportan para ser procesado y luego lo vuelven a comprar para el consumo. Con lo cual no es de extrañar que los filetes de pescado estén tan mustios. Más bien están agotados. Tal vez por ello los americanos comen tan poco pescado: cuatro veces menos que ternera o pollo o ¡40 veces menos que lácteos! Y eso sí me lo creo. Lo he visto en infinidad de ocasiones desde mi más tierna infancia. Ya los niños protagonistas de la serie “Con ocho basta” (“Eight Is Enough”) abrían su enorme nevera americana, sacaban una botella de leche descomunal de tamaño galón, y así, con la puerta abierta y a morro, le metían un buen viaje. Y a mí eso me fascinaba en igual medida que horrorizaba a mi padre, que ponía la misma mueca que podría poner el padre americano si me viera succionar la cabeza de una gamba.