lunes, 15 de octubre de 2018

Las guindas del pastel

Creo que he estado falseado la realidad. Estados Unidos no es como lo muestro en este blog. Voy dando pinceladas por aquí y por allá pero mis trazos no pintan el cuadro completo. He ido escribiendo sobre pequeños pueblos con sus originales comercios, sobre aquellos otros rodeados de bosques que parecen sacados de un cuento , sobre el espíritu colonial que se respira en el de más allá o sobre la influencia del viejo Sur en las casas de tal ciudad. Pero estos lugares que muestro no son más que la guinda del pastel y los tres pisos de bizcocho que están debajo de la lucida fruta… me los he comido yo.

Llegar a “las guindas” requiere en la mayoría de las ocasiones recorrer cientos de millas sin que haya nada digno de destacar, cucharadas y cucharadas de un pastel insípido que, sin ser indigesto, acaba aburriendo a muchos (especialmente a mis pobres hijos que se han tragado miles de kilómetros entreteniéndose como podían con sus dispositivos electrónicos). Un viaje por carretera en este país, el mítico “road trip”, no es para los impacientes; requiere muchas horas al volante para cumplir las distintas etapas e implica cruzar incontables poblaciones anodinas cortadas por el mismo patrón: una débil luz en el cruce principal; una única calle con unos cuantos comercios, un supermercado, una gasolinera con su insulsa tienda de artículos básicos, la oficina de correos y unas cuantas iglesias de diferentes credos salpicadas por los alrededores.

Se conduce durante horas a sabiendas de que da lo mismo parar en un pueblo o en el siguiente, de que las pequeñas concentraciones comerciales se han replicado hasta la saciedad, de que ni siquiera habrá un restaurante cuyos platos autóctonos te permitan descubrir nuevos sabores y acabarás en la consabida cadena de comida rápida. ¡Cuántas veces no nos habremos desviado de la carretera con la convicción de que en un pueblo pequeño encontraríamos el Estados Unidos auténtico! ¡O de que, como en las películas, nos servirían directamente la taza de café y tendrían un “lemon pie” casero listo para degustar! La mayoría de esas tentativas han terminado en fracaso. Pero cuando en un golpe de suerte, como cuando brilla de pronto una pepita de oro en la batea, descubrimos un lugar que se sale de la mediocridad a la que el camino te acostumbra, gritamos albricias … y lo publico en este blog.

Las pepitas de oro son siempre algo extraordinario. Tal vez el auténtico Estados Unidos sea ese camino que recorremos en la eterna búsqueda de la sorpresa cada vez más improbable. Pero yo empiezo a darme cuenta de que voy encontrando satisfacción en la serena conducción por autopistas inacabables que nos van acercando (o no) a una guinda rojo carmesí. Y cuando, de repente, me encuentro por casualidad con la pepita-guinda, me quedo tan “puesta” que no me queda otra opción que contarlo aquí. Mientras tanto como y como bizcocho. Y luego me extraño de que en Estados Unidos haya engordado.

lunes, 8 de octubre de 2018

Los niños del maíz

La chica corre desesperada. Abandona el camino de la granja y se adentra en el maizal. Con las manos aparta como puede las hojas de las plantas, que le arañan la cara. Las motas de polvo brillan a la luz de un sol inmisericorde. Ya no puede más. Se agacha y se esconde cobijándose en la densidad de la plantación. Trata de contener la respiración entrecortada y escucha. Se están acercando.

Siempre que pienso en granjas americanas me viene a la mente una escena parecida y no puedo evitar que esos campos de maíz me resulten aterradores. He visto demasiadas películas, lo sé, pero también con los años me he vuelto mucho más miedica. Aquellos largometrajes de terror que con 15 años me entusiasmaban y no me dejaban apartarme de la pantalla hoy me resultan insoportables y al primer susto salgo huyendo como alma que lleva el diablo.

Así que con el estómago un poco encogido, las piernas algo blandas, el pulso un tanto acelerado y la respiración desacompasada, decidí tragarme mis miedos y acercarme a uno de esos maizales descomunales para realizar una de las actividades más emblemáticas del otoño en Estados Unidos: recorrer un “corn maze” o lo que para nosotros sería un laberinto de maíz.

Elegimos una granja que se precia del tener el corn maze más grande del Estado de Maryland. Su actividad principal es producir en sus 327 acres (unas 130 hectáreas) miles de balas de heno para alimentar a los caballos de la zona. Para diversificar y buscar otras formas de ingresos hace 18 años que los dueños decidieron inaugurar el primer laberinto de maíz de la zona. Un mapa te sirve de guía para recorrer el intrincado diseño de once kilómetros y medio y tienes que pasar por 18 puestos de control, lo que te permite hacer carreras o competiciones con tus amigos. Tan pendiente estaba del mapa y de que no nos ganaran los otros equipos que ni me acordé de mi supuesto trauma.

Los laberintos de maíz son una atracción turística muy popular. Para tener un laberinto listo para la temporada hay que elegir una variedad de maíz que permita tener plantas altas y robustas y ha de plantarse unas dos o tres semanas más tarde que el maíz para grano, es decir en la segunda quincena del mes de mayo. Elegir el tema es importante y para hacer los senderos se utilizan, según el presupuesto, motosierras, herbicidas o segadoras. Siempre hay que cortar la planta desde lo más profundo para evitar que rebrote. 

Suele ser tal la inmensidad del maizal que únicamente con una vista aérea o con un plano se puede apreciar la precisión de los complicados diseños. El que nosotros recorrimos tenía el lema de “We support you, KK!” (¡Te apoyamos, KK!) y es un homenaje a una niña de la comunidad que está librando una batalla contra el cáncer y para cuyo tratamiento se destina una parte de lo recaudado (11.000 dólares hasta el día de ayer).

El otro producto estrella del otoño son las calabazas y, por supuesto, esta es la ocasión propicia para subir a un tractor que te lleva al campo de cultivo en donde eliges las que más te gustan, las arrancas de la mata y las pagas al peso a la salida. Tienes entretenimiento asegurado mientras las vacías en tu casa, las perforas con temática de Halloween (ver entrada Trick or treat), las dejas en la puerta de tu vivienda hasta el 31 de octubre y el primer sábado después de la noche de disfraces haces el “pumpin chuckin”, que en nuestro vecindario consiste en tirar las calabazas ya pochas por la ladera y tratar de alcanzar el arroyo. Allí se las terminarán de comer los ciervos, los coyotes, los mapaches o las hormigas.  Solamente con las que nosotros compramos alimentaremos a un buen rebaño de animales.

Pero las actividades en estas granjas son múltiples: tirolinas, “ruedas de ratón” frenadas por balas de heno, tren de bidones de leche arrastrados por un tractor, toboganes de sacos de yute, escalada de balas de paja, tiro al lazo, dar de comer a los animales de la granja… etc. Diversión asegurada para grandes y pequeños cuyas edades se encuentran en los entretenimientos más sencillos. O en los más beligerantes, como los cañones de manzanas donde la rica fruta es el proyectil para hacer diana en unos bidones o unos coches situados en la distancia. El año pasado los cañones eran de calabazas. Una buena pieza de artillería. Estoy segura de que en una granja con ese tipo de armamento no habrá malvado que se atreva a perseguir a nadie. Al menos yo me sentí tranquila.

Post-post:
La película “Los niños del maíz”, basada en una novela de Stephen King  y rodada en 1984, explota las plantaciones de maíz para inspirar miedo. En un pueblo agrícola en Nebraska, un ser demoníaco incita a los jóvenes a matar a todos los adultos mediante unos rituales terribles para garantizar el éxito de la cosecha del maíz. Considerada como una película de culto dentro del cine de terror, su éxito comercial llevó a que se filmaran 6 secuelas y un remake. Yo no la vi en su momento y me moriré sin verla. Eso seguro.

Y si queréis saber un poco más de la granja a la que fuimos podéis pinchar aquí.

lunes, 1 de octubre de 2018

¿MD, NP, PA o DO?

Afortunadamente, he tenido que ir muy pocas veces al médico y, la verdad, no tengo ni he tenido nunca médico de cabecera. Los niños sí han ido a un pediatra fijo que hemos ido cambiando en cada traslado pero hace ya muchos años que no se ponen enfermos de algo que no se cure con un poco de paracetamol. Así que cuando para algún papel que nos hacen rellenar por ahí nos piden el nombre y teléfono de nuestro médico, dejo ese espacio en blanco o, si insisten en que ponga algo, escribo cualquier nombre y, entre paréntesis, planto tranquilamente “(Spain)”. Ya se apañarán. O ya me apañaré yo si alguna vez me pasa algo y no saben dónde mandarme.

Aunque estoy segura de que en caso de una emergencia no me tocaría nadie y llamarían directamente al 911 y no a mi médico de cabecera, decidí pedirle a una amiga americana que me recomendara a alguien. Fue peor el remedio que la enfermedad : “¿Me estás preguntando, me dijo, por un MD, un PA, un NP o tal vez por un DO?” Me quedé puesta.

Resulta que Estados Unidos tiene muy pocos médicos dedicados a la atención primaria, que suelen ganar menos que los especialistas. Una organización de consumidores denunciaba hace un tiempo que en este país hay 0,3 doctores por cada 1000 habitantes mientras en Canadá hay 1,2 (para que os hagáis una idea, en España en el año 2015 había 3,8 médicos por cada 1000 habitantes). Como hay muy pocos médicos de cabecera, si eres un nuevo paciente tardas una media de 29 días en conseguir una cita y hay muchos doctores que ni siquiera admiten nuevos pacientes. Por ello la gente cada vez acude más a otra serie de trabajadores de la salud que no llegan al grado de preparación de un Medicinae Doctor (MD), alguien que pasó 4 años estudiando en una facultad de medicina y luego un mínimo de 3 años de práctica, normalmente en un hospital. Lo que vendría a ser en España “el médico”.

Pero a partir de aquí empieza el lío. Puedes también pedir cita con un nurse practitioner (NP)  o con un physician assistant (PA), que aunque no tienen tantos años de prácticas como los doctores, cuentan con licencias para hacer (casi) el mismo trabajo, especialmente en los controles de enfermedades crónicas como la diabetes o la hipertensión o en enfermedades comunes como las infecciones respiratorias. Pueden también extender recetas. Digamos que es como si pidieras cita directamente con la enfermera o con la comadrona.  Y, además, están los doctors of osteopathic medicine (DO), o doctores en osteopatía, que con una formación y unas prácticas similares a los MD están más especializados en cuestiones musculares y del esqueleto. Y ya el embrollo es total porque yo siempre había pensado en la osteopatía como una medicina alternativa (en España no está reconocida como una actividad médica profesional) y resulta que aquí pueden hasta hacer cirugías.

La semana pasada busqué un dermatólogo para mi hija en el cuadro médico de nuestro seguro americano. Tras llamar a varios que, en efecto, me dijeron que no aceptaban nuevos pacientes, encontré una doctora relativamente cerca de casa. Vi en su currículo que es una MD (que ya sé que no quiere decir que tenga la consulta en Maryland, MD). La primera cita que me podía dar era para el 15 de noviembre. Por supuesto, la cogí. Esperaremos tranquilamente. No me apetece mucho poner su acné adolescente en manos de un NP, un PA o un DO. Demasiada novedad para mi gusto que, si bien no espera un médico de toda vida, sí que, al menos, sea médico.

Imágenes: Freepik 

lunes, 24 de septiembre de 2018

Esquelas vs death notices.


Ojeo y hojeo el periódico todas las mañanas.  A veces domina el verbo ojear y son mis ojos los que van marcando el ritmo con el que paso las hojas, según se posan en una o en otra noticia. En otras ocasiones la inercia de una actividad que repito desde hace años frente a una taza de café hace que se imponga la acción de hojear y es la velocidad con la que muevo las hojas la que marca el tiempo que mis ojos tienen para detenerse en las columnas. En España siempre empiezo el periódico por la última página, aquí lo hago por la primera; la sección de deportes me la salto siempre y las páginas culturales son las que leo con más atención, aunque últimamente me he dado cuenta de que paso un tiempo inusualmente largo en las páginas de decesos, que aquí llaman “death notice” (no confundir con los obituarios, otro género en sí mismo, y que escriben los redactores de los periódicos).

Modelo de esquela del diario La Vanguardia
Antes de que empecéis a pensar que he llegado a una edad en la que pienso más en el “hoyo” que en el “bollo”, quiero dejar claro que la sección de necrológicas de The Washington Post no tiene nada que ver con la de un periódico español, ni siquiera con la de un periódico local de un pueblo en el que todos se conocen. Las esquelas españolas son todas iguales, con su cruz negra en la parte superior, el nombre y los apellidos del difunto, la fecha y el lugar de defunción, el clásico DEP y el breve mensaje con los nombres de los familiares y fecha-lugar-hora del sepelio. Una información aséptica que no demuestra sentimiento alguno de quienes han pagado su publicación y que,  a no ser que un apellido conocido capte mi atención, pasa por mi cerebro sin pena ni gloria, como la vida de aquellos a la que hacen referencia.

Las de mi periódico matutino de aquí son otra cosa. En primer lugar, muchas tienen foto. En color o en blanco y negro. Retratos actuales o de la época en que el finado estaba más favorecido. Ves a una anciana primorosamente peinada o a una jovencita en una foto de los años 50 cuyo rostro podría perfectamente ser el de un anuncio de lavadoras de la época del “American way of life”. Te sonríe un doctor con su estetoscopio al cuello, un apuesto oficial del ejército o un aficionado al beisbol con la gorra de su equipo favorito. Me gusta especialmente ver las fotos de las mujeres de color, la mayoría con sombreros y vestidas de domingo, como si acabaran de dejar el libro de los Evangelios en el banco de la iglesia.

Los textos son ya el delirio. Es verdad que el minúsculo tamaño de la letra es un disuasorio pero merece la pena ponerse un poco bizca, alejar la página para compensar la presbicia o subir directamente al piso de arriba a buscar unas gafas. Largos párrafos que describen con todo lujo de detalles a quien acaba de dejar este mundo y palabras que traslucen el cariño, el hastío o la indiferencia de quien ha tenido que escribirlos. Esta semana descubrí a Peggy, que vivió casi 100 años. Supe dónde había nacido, el nombre y profesión de sus padres y de todos sus familiares, que su marido trabajaba para la CIA, los países donde había vivido, dónde y cómo construyó su casa, lo que cultivaba en su huerto, las reuniones de la iglesia a las que asistía, que su gato se llama Marmelade, sus programas de televisión favoritos…  No conseguí descubrir qué relación tenía con ella el autor de tales líneas, pero la quería.

Tras ella estaba Robert, al que una noche cenando su hermana Susan y su marido Eric le propusieron que buscara un trabajo relacionado con la informática y lo consiguió. Descubrí dónde estaban las casas de las que se fue mudando y cómo arreglaba, ya retirado, los ordenadores de sus vecinos sin cobrarles. Y también supe que, en esa época “desafortunadamente cayó en la negativa influencia de ciertos gurús de medicina alternativa, desoyendo a los médicos tradicionales, lo que le llevó a su muerte”. Su hermana sigue viva. A lo mejor es la autora.

Pero el que más puesta me dejó fue el panegírico de Porter que, cito textualmente, era “un hombre notable por su apasionada indiferencia hacia cualquier cosa que no fueran sus mascotas, el equipo de beisbol de los Washington Nationals y la cantante Alison Krausss”. Campeón de ajedrez en el instituto, decepcionó mucho a su padre (que quería que fuera conductor de camión) cuando aceptó una beca para ir a la prestigiosa universidad MIT donde se graduó de matemáticas. Fue un “laissez faire father of three”, lo que interpreto como que no hizo mucho caso a sus hijos. Su funeral es mañana. No sé si ir. Me pica la curiosidad saber si estará allí quién es capaz de hablar de su "apasionada indiferencia". Esto sí que es un buen oxímoron y no lo de la semana pasada (ver post Stay safe).

Post-post:
A Gabriel también le gusta mucho Alison Krauss, una guapa y virtuosa violinista de bluegrass y country con voz angelical y la cantante más galardonada de la historia de los Grammy. Aquí os dejo una pequeña muestra por si también os pica la curiosidad.

lunes, 17 de septiembre de 2018

Stay safe!*


Mi abuela siempre decía que vaya suerte que teníamos viviendo en Asturias, donde nunca hacía mucho frío ni mucho calor, ni había esas riadas tremendas de la “gota fría”, ni los huracanes, tornados o terremotos sacudían los cimientos de nuestra casa. Obviamente, a ella le encantaba Gijón, no le gustaba mucho el sol y estaba acostumbrada a salir de casa todo el año con el paraguas.

Desde que estoy en Estados Unidos recuerdo muy a menudo sus palabras, especialmente cuando me llegan las incesantes alertas de fenómenos atmosféricos. El teléfono avisa con mensajes de texto de lluvias intensas e inundaciones en tu área, de vientos fuertes que pueden hacer caer los postes eléctricos de tu vecindario y, con un sonido muy desagradable propio de alarma aérea de la época del blitz londinense, te conmina a que busques refugio seguro inmediatamente si estás en la, aunque sea remota, ruta de un tornado. Ya estoy acostumbrada y no les suelo hacer mucho caso porque tienden a ser bastante alarmistas, pero los leo y creo que valoro responsablemente la información que envían.

Pero ahora empiezan a atacarme por otros frentes. La semana pasada me llegó un correo electrónico de la compañía de seguros del coche y de la casa. Esperaba que estuviera tomando las medidas necesarias para que Florence no ocasionara ningún daño en mis propiedades pero me recordaba que, en caso contrario, ellos estaban desplegando equipos extras para atender las posibles reclamaciones en las zonas por las que estaba previsto su recorrido. Me incluían un enlace a un centro de atención en línea y me proporcionaban un número telefónico gratuito disponible 24/7. En ese momento me enteré de que venía un huracán.

Dos días después, la compañía de televisión por cable e internet se ponía en contacto conmigo para aconsejarme que me preparara mientras se acercaba la tormenta. Me daba instrucciones en caso de que el router se desprogramara y me indicaba cómo resetear la terminal de red óptica si era necesario. El Estado de Maryland, en donde vivimos, y el Distrito de Columbia, a donde vamos cada día, declararon el estado de emergencia y yo reconozco que no hice el menor acopio de nada. Aún tengo sin abrir los botellones de agua de la “terrible” tormenta de nieve de hace tres años. Seguro que su actual grado de estancamiento debe de haberlos convertido en un buen caldo de cultivo para enfermedades infecciosas.

La erupción del volcán Pichincha, en cuyas laderas estaba nuestra casa cuando vivíamos en Quito, nos pilló durmiendo a pierna suelta tras apenas haber tomado unas mínimas medidas de precaución, como tener localizados los pasaportes y haber puesto cintas de embalar en las ventanas para que en caso de explosión no se rompieran en mil pedazos. En México nos enterábamos de los temblores porque empezábamos a notar una sensación de mareo y de los huracanes cuando ya estaban causando estragos.

Pero cuando llegamos a vivir a Omán, un país desértico donde los haya, lo primero que hicieron en el colegio anglosajón de los niños fue poner nuestro número de teléfono en un “Emergency phone tree”. Era un sistema de organización que dividía la responsabilidad de las llamadas telefónicas entre el grupo de padres para cuando surgiera una emergencia o la necesidad de difundir con urgencia algún mensaje. Tras tantos años de “apáñatelas como puedas”, que pusieran tanto empeño en incluirnos en la red de emergencia me dejó puesta.

La responsabilidad de activar el “árbol de emergencia” recaía en la directora del colegio y estuvo mucho tiempo inactivo hasta que un buen día sonó a las 6 de la mañana y la voz tras el teléfono nos dijo que ni se nos ocurriera salir de casa por riesgo de riadas. El cielo estaba radiante  y vivíamos en el desierto. Pero media hora después se oscureció, empezó a llover en las rocosas montañas de los alrededores de nuestra casa y, sin árboles, arbustos o vegetación alguna que frenara el agua, los “wadis” se llenaron y ríos que antes no existían arrasaron cuanto se les ponía por delante. Cuando el huracán Gonu, la mayor tormenta superciclónica registrada en el Golfo Pérsico hasta aquella fecha, alcanzó Omán de pleno, pocos instrumentos resultaron tan rápidos y eficientes como el “emergency tree”. El resultado de su paso fue devastador para el entrañable país arábigo y las precauciones tomadas por el colegio evitaron que cientos de niños corrieran riesgos innecesarios.

Reconozco que en muchas ocasiones pienso que el avance exponencial de las comunicaciones me satura de información y me traslada responsabilidades que antes ni siquiera había considerado. Y aunque vivía mucho más tranquila en la ignorancia, me produce más tranquilidad estar al tanto de lo que ocurre. Esto último no sé si es un oxímoron, una paradoja o, simplemente, una forma de terminar mi entrada de esta semana pero, en cualquier caso, stay safe!

* ¡Mantente a salvo!

Fotos: Ciencia 1

lunes, 10 de septiembre de 2018

Welcome back!

No, no es nuestra casa, pero ¿a que es bonita?
Llegamos a casa tras nuestras vacaciones y todo estaba en orden. Mejor que bien. Unos amigos que venían a vivir a Estados Unidos la habían ocupado en tanto alquilaban su propia vivienda y les llegaba su mudanza y la casa no había estado en ningún momento desocupada. No tuvimos que tomar las medidas de seguridad de otras veces como dejar temporizadores para que las luces se encendieran a ciertas horas o suspender durante nuestra ausencia la suscripción al periódico matutino. La casa había seguido su rutina habitual y hasta vino un jardinero a cortar el césped para que el jardín no diera sensación de abandono.

Vivimos en un barrio muy seguro donde nunca pasa nada, donde las puertas de los garajes se dejan abiertas buena parte del día franqueando el acceso a la vivienda y a su contenido, donde las bicicletas de los niños duermen apoyadas en los árboles y donde a las puertas de las casas no se les echa el cierre. Las casas de los barrios residenciales americanos no tienen vallas ni muros que delimiten la propiedad y hagan de barreras. Las puertas del exterior de las viviendas no son blindadas (casi son puertas como de cuarto de baño) y suelen tener a cada lado unas ventanas alargadas verticalmente que dan luz al recibidor pero que se pueden romper con un puñetazo no muy fuerte permitiendo meter la mano y acceder tranquilamente a la manilla interior.

Todo ello crea una sensación de seguridad que hace parecer superfluo el tomar medidas disuasorias para los ladrones. Pero líbrete el cielo de no hacerlo: la asociación de propietarios, la HOA, no tardará en ponerse en contacto contigo y amonestarte, porque la seguridad de todos depende de lo que haga cada vecino y de su actitud vigilante. En muchos barrios, de hecho, se cuelgan unos carteles que me encantan para avisar a los forasteros, al más puro estilo de las películas de espías. Es obligación de todos evitar que pasen sucesos desafortunados y entre vecinos hay que ayudarse. Si ves un coche extraño al vecindario parado por un tiempo poco normal ante una casa deberías averiguar qué pasa. A una amiga a la que le gusta hacer las despedidas largas  su marido le ha dicho que no vuelve a ir a buscarla a ningún sitio porque está harto de esperar en el exterior y que los vecinos salgan en actitud intimidante a averiguar quién es y por qué está ahí aparcado.

Como el alumbrado público es muy insuficiente en estas zonas residenciales, al anochecer hay que encender las luces del exterior de las viviendas para evitar áreas de penumbra. Los que van a pasear por la noche o a sacar a los perros a hacer sus necesidades antes de acostarse  lo agradecen y el no hacerlo ciertamente no te granjea las simpatías de tus vecinos. Si, además, las tienes encendidas, cualquier vecino puede ver si hay algún movimiento extraño en tu propiedad y actuar en consecuencia. Las casas de tu calle, que parecen vacías y que no dan la impresión de movimiento interior alguno, resulta que tienen cientos de ojos que velan por tu seguridad.

La primera vez que nos fuimos de viaje durante una semana nos fuimos tan tranquilos. A nuestro regreso nuestra vecina nos avisó muy correctamente de que no habíamos puesto el correo en “hold”, se nos había llenado el buzón de cartas y eso podía atraer a ladrones al vecindario. ¿Que no había puesto el correo en dónde? Me quedé puesta. Ahí me enteré de que si vas a estar más de tres días ausente de tu casa es tu obligación como vecino ponerte en contacto con el servicio postal de Estados Unidos y programar un USPS Hold Service, es decir, que el servicio de correos retenga toda tu correspondencia durante el tiempo que vayas a estar fuera y la entregue toda junta a tu regreso. Un servicio totalmente gratuito que puedes hacer telefónicamente o por internet.

Esta vez no me hizo falta programarlo. Nuestros amigos recogieron a diario el correo y el buzón no se desbordó. Creo que mi vecina está contenta. Al menos, cuando la saludé al día siguiente de nuestra llegada, fue muy afectuosa cuando nos dijo “Welcome back!”

lunes, 25 de junio de 2018

Lecturas de verano.

Esta mañana entré en crisis. No fue porque un año más el verano me haya ganado la carrera y los 30º de temperatura con un 87% de humedad que ya tenemos en el exterior me hayan sorprendido sin haber hecho el cambio de armario. No. Eso me pasa todos los años y de una manera u otra consigo encontrar entre los jerseys de lana alguna camiseta que ponerme y salvar la situación. Es mucho peor. Ya estoy casi haciendo la maleta para irme de vacaciones y no tengo material de lectura para el verano.

Así que fui in extremis a una de las pocas librerías que siguen existiendo para buscar alguna obra que me atrajera por su título, por el diseño de su portada, por la temática, en fin, por cualquier cosa. Iba a dispuesta a dejarme seducir fácilmente; las situaciones de crisis tienen eso, que no te permiten ser muy exigente. Fracasé estrepitosamente y volví a casa con las manos vacías.  De vuelta en el coche me dio por pensar que el teléfono e internet me habían sorbido completamente la sesera, que habían modificado de manera terrible mis hábitos de lectura y que me hacían repeler todo aquello cuya extensión superara un tweet o cuyo contenido no me permitiera leerlo en diagonal y darme la falsa impresión de estar informada. Como el verano está aquí me dio por pensar que mis lecturas se parecen cada día más a esos bronceados instantáneos con azúcar de caña que te permiten lucir un moreno artificial y que a los pocos días se esfuman sin dejar rastro en tu cuerpo: una capa superficial de información que no deja poso en el cerebro y que se va tal cual ha venido, sin esfuerzo, sin constancia, sin horas invertidas en la lectura.

Soy dramática en mis pensamientos y me dejo llevar hasta terrenos que bordean el absurdo pero recupero la cordura fácilmente. Algo hay de adicción a internet, es cierto, pero creo que aún no soy un caso perdido. No es eso lo que me está pasando sino que aún no he conseguido ponerme en “formato vacaciones” y, sobre todo, no he conseguido separar el “formato A” del “formato B”. Dejadme que me explique.

Mis lecturas de verano han de adaptarse a dos escenarios completamente diferentes, el norte y el levante españoles. No es lo mismo leer a la hora de la siesta, tumbada sobre la cama, tapada con una colchita, mientras una lluvia incesante martillea los cristales de las ventanas que dan al mar Cantábrico o a las laderas donde pastan las vacas asturianas, que leer en una playa del Mediterráneo sin mareas, bajo la sombrilla, intentando cubrirte los pies con arena para evitar que el sol ardiente te los calcine. El primer escenario me permitió en veranos pasados disfrutar largos tomos de autores rusos del siglo XIX o sagas familiares de la literatura de nuestra época, mientras el segundo escenario lo he entretenido con literatura ligera que aguantaba los embites de la arena y del bronceador mientras me refocilaba con la holganza y la molicie estival.

Ninguno de los libros que ojeé y hojeé en la librería esta mañana me anticipaban horas de deleite en esas circunstancias. La trama de un presidente desaparecido, un viaje espiritual en un paisaje helado en la frontera con Canadá o la adaptación de una familia china a la vida en San Francisco pueden ser lecturas interesantes cuando regrese a Estados Unidos después del verano pero no invitaban a meterlas en  mi maleta rumbo a España. Ahí se quedaron.  Tras los oscuros pensamientos en el coche decidí ser positiva. Ya encontraré alguna joya este verano en una balda de una librería clásica de Gijón o en la mesita de noche de mi madre. A mi regreso os contaré. Mientras tanto, feliz verano a todos. En septiembre me volveréis a encontrar en este Puesto traspuesto.

Post-post:
The Vacationers”, de Emma Straub, y “The Rocks”, de Peter Nichols, me acompañaron una parte de los veranos anteriores. Desarrolladas ambas en Mallorca, para mí tuvieron el interés de descubrir cómo reflejaban sus autores la vida en la isla, su gente, su comida y sus costumbres. Veraneantes como yo que no veían lo mismo que yo o que lo interpretaban de otra manera porque nuestras referencias culturales son totalmente distintas. Cuando menos, curioso.