lunes, 25 de febrero de 2019

El San Petersburgo más surrealista

El Hotel Detroit, en San Petersburgo, Florida
No fui a Rusia pero entré en el museo más famoso de San Petersburgo. Allí visité la mayor colección de obras de Dalí fuera de España. No salí de Estados Unidos. ¿Dónde estuve?

San Petersburgo, en la costa oeste de la península de Florida, se llama así y no Detroit por culpa de una moneda. John Williams compró esa tierra en 1888 y Peter Demens (originalmente Pieter Dementyev) construyó la línea de ferrocarril que llegaba hasta allí. Cada uno quería llamarla como su ciudad natal y, al no ponerse de acuerdo, lo echaron a suertes. Ganó el segundo y, como Pedro el Grande con quien compartía nombre y procedencia, fundó una hermosa ciudad a orillas del mar, aunque en el golfo de México y no en el mar Báltico. John Wiliams hubo de conformarse con ponerle el nombre de Detroit al primer hotel de la localidad.

Y es ahí, a orillas de un mar tan azul como el que baña Cadaqués, donde está el Museo Dalí de Florida, una colección impresionante de más de 1.200 óleos, dibujos, bocetos, impresiones, esculturas, fotografías, manuscritos… de uno de los artistas más creativos, provocadores y prolíficos del arte español. “¿Cómo ha venido a parar todo esto aquí?”, fue lo primero que me pregunté. Me había quedado puesta.

En 1940, en plena segunda Guerra Mundial, Dalí y Gala se trasladaron a Estados Unidos. Aquí vivieron ocho años especialmente productivos para el artista: el Museo de Arte Moderno de Nueva York le dedicó una exposición retrospectiva, entró de lleno en su época del “misticismo nuclear” tras la profunda impresión que le produjo la explosión de las bombas atómicas, publicó su primera autobiografía, colaboró con Hitchcock en las escenas más oníricas y surrealistas de la película Spellbound, fue contratado por Disney para hacer los dibujos del cortometraje Destino… 

En 1942, los Morse, unos adinerados recién casados, empresarios y coleccionistas de arte fueron a una exposición itinerante de Dalí en el Museo de Arte de Cleveland y quedaron fascinados. En 1943 compraron su primera obra y con los años forjarían una impresionante colección y una larguísima amistad con Dalí y Gala. En los años 70 decidieron donar la colección, que terminó en San Petersburgo, en un pequeño museo primero y, posteriormente, en el magnífico edificio que la aloja en la actualidad. Dijeron que el paisaje les recordaba la Costa Brava que habían visitado con sus amigos.

El exterior del nuevo museo es un simple rectángulo con muros de cemento de casi medio metro de grosor a prueba de huracanes de donde surge una burbuja de cristal geodésica a la que llaman “El Enigma”. El folleto del museo dice que es una especie de homenaje del siglo XXI al domo que adorna el Museo Dalí en Figueras. El interior está marcado por una magnífica escalera helicoidal, inspirada en la obsesión de Dalí por las espirales y por la doble hélice de la molécula del ADN. Los noventa y seis óleos y el resto de la colección permanente que se visitan en la tercera planta permiten hacer un completo recorrido por la obra del genio y comprender ciertos entresijos de su personalidad.
 
El museo estaba atestado de gente. Los narradores de la audioguía iban contando anécdotas y desgranando las piezas expuestas en un español un tanto antiguo y con exagerado acento peninsular, añadiendo a la visita un toque surrealista que no desentonaba con el entorno. De vez en cuando, las carcajadas y los aplausos que suscitaba el guía de un nutrido grupo ahogaban el sonido de mis auriculares. No sé qué estaría contando, pero hacía pasar un buen rato a un público agradecido y asombrado. Dalí tiene eso, que su virtuosismo técnico se une a la profundidad y complejidad de su pensamiento y a una infinidad de historias, anécdotas y excentricidades que no dejan a nadie indiferente. 


Post-post:
Dalí conoció a Walt Disney en 1945 en una fiesta en casa de uno de los Warner Brothers, cuando estaba trabajando en la secuencia de sueño para la película Spellbound, de Alfred Hitchcock. Congeniaron de inmediato y poco después ya había firmado un contrato con el rey de la animación para hacer los dibujos de un cortometraje que llevaría el nombre de Destino. En la presentación ante la prensa Dalí declaró que sería “una exposición mágica del problema de la vida en el laberinto del tiempo”; Disney dijo que simplemente sería “la historia de una chica en la búsqueda de su verdadero amor”. Tras ocho meses de trabajo, fuera porque Dalí resultaba demasiado caro para un productor que estaba muy endeudado en ese momento, porque pensara que no era el momento de una historia así, porque la película no tenía trazas de responder a las expectativas ni del uno ni del otro, o por un choque de egos, el proyecto fue aparcado y nunca retomado. En el año 2000, con el lanzamiento de Fantasía, el sobrino de Disney decidió rescatar ese trabajo, contrató al director y a un equipo de animadores, recortó el final y creó un corto de seis minutos que terminó consiguiendo una nominación a los Oscars de 2003 como mejor cortometraje de animación. Aquí podéis verlo. Disfrutad.

lunes, 18 de febrero de 2019

Kee-ho-tay

Siempre he oído decir que el español es una lengua fonética, es decir, que se pronuncia como se escribe, que cada letra tiene un sonido atribuido que permanece inalterable. Durante mucho tiempo lo asumí como un axioma y no le di más vueltas. Un día, en la época en que mi hija empezaba a leer y teníamos la casa llena de libros de llamativos colores con muchos dibujos y grandes letras, una amiguita inglesa tomó uno y dijo convencida: “yo también puedo leer en español”. Y empezó: “Lei Sinaisaientei. Ireisi iunai vis iun paidri…” (La Cenicienta. Erase una vez un padre…). Tanto mi hija como yo nos quedamos puestas. Lo leía con los sonidos ingleses que le habían enseñado para cada letra y en español no tenía ningún sentido. El español sería muy fonético para mi fonética, que no tenía nada que ver con la fonética de nuestra visitante.

No hace mucho mi hija pequeña tenía que hablar de las artes escénicas en el colegio y le sugerimos que tomara como ejemplo el ballet Don Quijote, que justamente se estaba representando en un conocido teatro, para hablar de danza, música y de la obra más famosa de nuestra literatura. “¿Y cómo lo pronuncio?”, preguntó preocupada. Me metí rápidamente en internet y cuando vi la cantidad de artículos, entradas, comentarios e incluso vídeos tutoriales sobre cómo pronunciar en inglés el nombre de nuestro caballero más internacional me quedé nuevamente puesta. Resulta que Don Quixote es el personaje literario que los angloparlantes pronuncian más habitualmente de manera incorrecta. Se ha llegado incluso a realizar un estudio que concluyó que el 44% de los entrevistados no sabía decir el nombre del protagonista cervantino. Tras consultar varios foros que nos asesoraran al respecto, y con mi hija cada vez más convencida de no poner ningún ejemplo en su disertación y hablar del teatro en general, acabamos con varias opciones: quick-sotedonkey shotki-hot-eh, kwix-oh-tee o, la de más éxito, kee-ho-tay.

No es raro que la gente con la que hablo en Estados Unidos (no necesariamente angloparlantes) haga alguna mueca extraña cuando pronuncio una palabra o que directamente me digan “say it again, please” (repita, por favor). Mi inglés dista mucho de ser perfecto, pero también me he dado cuenta de que hay muchos que no hacen el más mínimo esfuerzo para aceptar o acercarse a otros esquemas, ya se trate de la pronunciación de una palabra o de cualquier comportamiento cotidiano. Esa suerte de soberbia de creernos que solo nuestra forma de hacer las cosas es la adecuada o el desinterés por todo lo que no sea lo nuestro son más habituales de lo que pensamos. Es algo que he encontrado en los suegros de mi amiga que nunca se han sacado el pasaporte porque para qué, qué necesidad tienen de salir de Estados Unidos si lo tienen todo aquí. O en el presidente Trump, que se precia de comer siempre lo mismo en su cadena de restaurantes favorita no vaya a ser que le sirvan algo vomitivo en otro sitio. O en el hecho de que en nuestro Estado de Maryland no se enseñe a los escolares ninguna lengua extranjera hasta que no entran en Middle School a partir de 6º curso y como asignatura opcional, porque, total, todo el mundo habla inglés.

Pero ese es otro tema. Mi hija pequeña, finalmente, decidió hacer gala de su procedencia hispana y habló de Don Quijote, a la española, llevó una foto del ingenioso hidalgo para que todo el mundo lo reconociera y además de hablar de artes escénicas pasó un rato muy divertido intentando enseñar a sus compañeros a pronunciar bien la palabra en su versión original.

Post-post:
Y si queréis ver otros ejemplos de americanos tratando de pronunciar palabras nuestras y echaros unas risas sanas, pulsad aquí. Como aclaración para quien la pueda precisar, la palabra que ninguno quiere leer es porque para ellos es tremendamente ofensiva desde el punto de vista racial.

lunes, 11 de febrero de 2019

DUMBO, que no Dumbo

Sabía que iban a saltar como resortes. “Hoy vamos a ver DUMBO”. Tanto mi hubby como los tres adolescentes que tengo en casa dejaron sus pantallas electrónicas y me miraron horrorizados. Disfruté esos segundos.

Potomac, Maryland, está a escasas cuatro horas de viaje de Nueva York y cuando extrañamos el bullicio, las luces de neón y la actividad frenética de una gran ciudad basta con que nos levantemos a nuestra hora normal y antes de mediodía ya podemos estar entrando por la puerta de un restaurante en Chinatown.

En esta ocasión, para acallar las críticas de la prole a nuestra forma dictatorial de organizar los viajes, decidimos que con unos días de antelación cada uno propondría una actividad y que procuraríamos hacerlas todas. Hicimos nuestras pesquisas y el sábado por la mañana salimos con una lista que incluía una visita a un museo, un concierto de jazz, una tienda coreana de personajes de ficción, un obrador de pastelería de un programa de televisión y una antigua fábrica reconvertida en galería gastronómica. Un plan variado en barrios muy distintos de Manhattan, que conseguimos cumplir para satisfacción de todos y que incluso permitió que soltara la frase que los dejó puestos: “Hoy vamos a ver DUMBO”.

“¿Una matinée de dibujos animados? Ni hablar”, fue lo más suave que escuché. “Un momento, haya paz. Iremos a ver DUMBO, que no Dumbo”. Down Under the Manhattan Bridge Overpass (DUMBO) es una zona de Brooklyn situada debajo del puente que lleva a Manhattan cruzando el East River. Es un barrio que se ha recuperado de su pasado industrial para convertirse en una de las zonas más alternativas y de moda de la ciudad. Sus estrechas calles de adoquines, las antiguas fábricas reconvertidas en lofts, galerías de arte o tiendas de moda, el carrusel de 1920, los comercios y restaurantes junto al río fueron un descubrimiento para todos. 

La mejor forma de llegar a DUMBO es cruzando el puente de Brooklyn, una de las mejores experiencias de Nueva York. Recorrer sus 1,8 kilómetros a pie, en bicileta o en coche (por un paso inferior) permite tener las mejores vistas y fotografías del característico perfil de Manhattan.

Inmortalizado por el cine en innumerables ocasiones, el puente de Brooklyn es un símbolo histórico de Nueva York y uno de los puentes más famosos del mundo. Películas como Manhattan, Tarzán en Nueva York, Los caballeros las prefieren rubias, Fiebre del sábado noche, Taxi Driver, Godzilla, Erase una vez en América… han contribuido a su mayor gloria. Pero si hay un director de cine maestro en retratar Manhattan es Woody Allen y si hay una película que tenga el puente de Brooklyn como referencia espacial, temporal o emocional esa es Annie Hall, su primer gran éxito cinematográfico con la que consiguió 4 Oscars en 1977.

Pero muchos años antes nuestro Federico García Lorca tampoco pudo resistirse a la poderosa presencia del puente de Brooklyn y le dedicó su poema “Ciudad sin sueño (Nocturno del Brooklyn Bridge)", del libro Poeta en Nueva York.  Aquí os dejo un link para que lo podáis leer, un poema oscuro con una fuerza abrumadora de la época más desconocida de un autor que nos dejó demasiado pronto.

lunes, 4 de febrero de 2019

El día de la marmota

Phil salió de la madriguera, no vio su propia sombra y unos cuantos hombres disfrazados de personajes del siglo XIX dictaminaron, ante una abundante multitud, que una maravillosa primavera está a punto de llegar. El día de la marmota fue anteayer, el 2 de febrero. Reconozco que no me levanté a las 7 de la mañana para ver la réplica del espectáculo que organizaban en el centro de Washington (DC) ni me desplacé al pueblo con el impronunciable nombre de Punxsutawney, en Pennsylvania, donde desde 1886 se celebra el ya tradicional y mundialmente conocido evento (y eso que tampoco me quedaba tan lejos, a unas cuatro horas, nada para este país). Pero vi los vídeos, seguí la historia y me quedé puesta con cómo la gente desafiaba las temperaturas más gélidas de los últimos años para ser testigo de la mítica capacidad de una marmota de predecir un largo invierno o una primavera temprana. No sé cómo me lo pude perder y desperdiciar la oportunidad de ver a Phil, la marmota inmortal, a la que llevan 133 años despertando de su hibernación para buscar su sombra. Porque aseguran que es el mismo animal que, gracias al ponche mágico que le dan a beber cada verano durante el “picnic de la marmota”, ha conseguido superar la esperanza de vida media de 6 a 8 años del resto de ejemplares de su especie.

La verdad, el tiempo no animaba mucho a salir de casa. En el área metropolitana de Washington DC no hemos llegado a las temperaturas del medio oeste norteamericano, pero estuvimos en la zona de influencia del vórtice polar con mínimas de -15ºC y máximas de -8ºC. Me sorprendí, de nuevo, como cuando estábamos en Kuwait con calores que llegaban a los 52ºC, consultando cada dos por tres el termómetro con la curiosidad morbosa de ver si las temperaturas se extremaban un poco más. 

Yo no asomé ni la nariz al exterior, calentita en mi madriguera como la pobre marmota Phil hasta que llegaron esos desaprensivos, como todos los años, a sacarla de allí el 2 de febrero. El mismo día en el que, en México, celebran el día de la Candelaria y aquel a quien le ha tocado el haba del Roscón de Reyes tiene que pagar los tamales para los mismos convidados del 6 de enero. Unos se juntan por la mañana a pasar un frío horroroso para ver cómo sacan a un roedor de una caja y organizan un circo a su alrededor mientras otros se reúnen por la tarde a disfrutar de un delicioso tamal con un rico chocolatito y un puñado de familiares y amigos. No tengo dudas de con qué tradición quedarme. Pero estamos en Estados Unidos y aquí toca marmota.

Post-post:
En el año 1993, tras el estreno de la película “El día de la marmota”, protagonizada por Bill Murray y escrita y dirigida por Harold Ramis, la expresión “groundhog day” (“día de la marmota”) entró en la cultura popular americana para implicar que algo se repite muchas veces. En la película, el protagonista, un meteorólogo, se encuentra inexplicablemente aprisionado en el tiempo despertándose todos los días con la misma canción de Sonny & Cher (“I Got You Baby”) y en la misma fecha, un 2 de febrero. Yo casi hubiera preferido que sonara  alguna versión de la conocida melodía “Ground Hog”, del folclore del sur de los Apalaches, que cuenta la historia de un grupo de cazadores que trata de capturar a la marmota que da título a la canción, como ésta de The Watson Family.

lunes, 28 de enero de 2019

El “momento Mona Lisa” y el “slow art movement”.

Cuando lo vi en el periódico en el mes de septiembre me gustó inmediatamente. En unos días se iba a inaugurar un museo de arte contemporáneo en una inmensa propiedad en Potomac, Maryland, a diez minutos de mi casa. Una impresionante colección de obras posteriores a la II Guerra Mundial con 1.300 piezas icónicas que" han cambiado la concepción del arte". Un espacio que busca, según sus propietarios, “crear un estado mental mediante la energía de la arquitectura, la fuerza del arte y las cualidades restauradoras de la naturaleza”. Un proyecto diseñado pensando más en la experiencia del visitante que en el número de ellos que cruzan sus puertas y que, por eso, limita el acceso a 400 personas diarias. La entrada, gratuita, solo se podía conseguir previa reserva por internet en la página del museo. Me conecté en ese mismo momento e hice mi reserva. El fin de semana pasado, cuatro meses después, conseguí entrar. Acabo de descubrir el “slow art movement” y ya soy fan entregada. 

El riachuelo marca el camino
El verano pasado fui al British Museum en Londres. Sólo conseguí ver un pedacito de la piedra de Rosetta entre las decenas de cabezas de los turistas y sus teléfonos móviles que buscaban captar una imagen para colgarla inmediatamente en Instagram. La última vez que vi El Jardín de las Delicias en el Museo del Prado apenas pude deleitarme en la maestría de los detalles de El Bosco. Leo en el periódico que cada día se asoman más de 200.000 personas a la sala del Louvre donde cuelga La Gioconda. Es más, parece ser que en el mundo del arte hay un fenómeno que se conoce como “el momento Mona Lisa”, que toma su nombre de la sensación que produce en muchos la atestada sala dedicada a esta obra en el Louvre, un puro caos donde los turistas se arremolinan y se empujan para acercarse lo suficiente y conseguir sacar una foto del cuadro más famoso del mundo.

Por este bosque se pasea 9 minutos para llegar al pabellón
El Museo Glenstone no tiene nada de eso y se basa enteramente en la idea de que para disfrutar del arte se necesita una experiencia tranquila y silenciosa. Mientras el Guggenheim de Nueva York calcula una media de 3 metros cuadrados por visitante para moverse por el espacio, ellos han destinado 30. En sus galerías no hay barreras entre el público y la obra, lo que implica limitar el número de personas en la sala para que la multitud no tropiece involuntariamente con las piezas y las dañe. Y, finalmente, no permite sacar ninguna foto en el interior del museo y, en su lugar, invita a los visitantes a hablar con los guías que hay en cada sala, a buscar más información cuando lleguen a sus casas o a comprar un catálogo en la librería.

El acogedor restaurante
Hacía tiempo que no disfrutaba tanto en un museo. La escultura que te saluda desde lo alto de una colina; el paseo hasta el pabellón gris mimetizado con la nieve y el cielo de uno de los días más fríos del año; la calidez, tranquilidad y belleza arquitectónica de los edificios y la cuidadosa selección de las obras expuestas; la caminata junto al río para experimentar una obra acústica en pleno bosque o para llegar al estanque helado y visitar las tres Casas de Arcilla; incluso el acogedor e informal restaurante en un edificio exento en mitad del camino. Sin prisa, sin agobios, sin gente alrededor. No sé si con la lentitud que preconiza el “slow art movement” pero sí, ciertamente, a mi ritmo. Una delicia. 

Post-post:
Aquí os dejo el link al Museo Glenstone. He tenido que investigar el nombre de sus propietarios, un adinerado matrimonio coleccionista de arte que lleva el apellido Rales. Comenzó su andadura en el año 2006 pero en octubre de 2018 abrió sus puertas tras la remodelación y ampliación que ha permitido esta completa experiencia sensorial. Totalmente gratuito. Arte para todo el mundo en un entorno que deja en el visitante la sensación de haber vivido una experiencia profundamente elitista.

lunes, 21 de enero de 2019

Savannah. Domingo. Mediodía.

Estábamos en Savannah, Georgia, una de las 13 colonias originales de Estados Unidos y una de las ciudades más bonitas del viejo Sur. Habíamos pasado la noche en el centro histórico, el corazón de esta pequeña localidad característica por su trazado de cuadrícula, sus numerosas plazas y sus magníficas casas antebellum, a cada cual más espectacular. Habíamos bromeado con el Spanish moss, esa planta que, a pesar de su nombre, ni es musgo ni es habitual en España y que cuelga de la mayoría de los árboles de la ciudad. Los chicos se habían hecho la consabida foto en el parque Chippewa, en el lugar donde Forrest Gump esperaba sentado en un banco y decía “la vida es como una caja de bombones; nunca sabes lo que te va a tocar”.

Eran las once de la mañana de un precioso domingo soleado y decidí entrar un momento a un supermercado a comprar agua. Estaba muy bien surtido y mejor puesto. Había una isleta con platos preparados y bebidas locales. Como no soy capaz de salir de un súper con una sola cosa y como a Gabriel le gusta mucho probar las cervezas de los lugares que visitamos, cogí un par de IPAs elaboradas en la misma Savannah y me dirigí a la caja imaginando su alegría al verlas. Según me aproximaba a la cajera, ésta empezó a decir: “No, no no…”. Estaba cobrándoles a dos señoras, pero me miraba a mí. “Hasta las doce treinta y uno, no. No, no, no”, añadió. Al ver mi cara atónita las clientas señalaron las latas de cerveza. “Es domingo”, dijeron. “No se puede vender alcohol hasta después de las 12:30”. Me quedé puesta.

Ochenta y cinco años después de la Prohibition (la Ley Seca) en numerosas zonas de Estados Unidos todavía restringen cuándo y dónde los adultos pueden comprar alcohol. Y especifico los adultos porque en todo el país has de tener más de 21 años para poder comprar o consumir bebidas alcohólicas y, aunque peines canas, en muchos sitios te siguen pidiendo un documento que acredite tu edad antes de dispensarlo. En el condado donde yo vivo en Maryland, por ejemplo, los supermercados no venden bebidas alcohólicas de ningún tipo y hay que ir a tiendas de licores especializadas, aunque sí abren los domingos. En Indiana no se puede comprar alcohol de ningún tipo los domingos y numerosos Estados permiten la venta de vino y cerveza en ese día, pero no de destilados. En Kentucky y Carolina del Sur no hay local alguno que venda alcohol en Election´s Day (el día de las elecciones), ni siquiera un bar o restaurante, lo que dificulta considerablemente brindar por el ganador o ahogar las penas ante los resultados. 

En Utah, si quieres pedir una bebida alcohólica en algún establecimiento, tienes que ordenar obligatoriamente algún tipo de comida, lo que sea, aunque se trate de algo mínimo para compartir. Además, tanto en este Estado como en Pennsylvania solo puedes comprar alcohol en tiendas estatales porque el gobierno tiene el monopolio de la venta al por mayor y al por menor. En Utah no sorprende tanto ya que la mayoría de sus habitantes son mormones y su religión prohíbe el consumo de alcohol (ver entrada De ángeles y mormones). Pero, ¿en Pennsylvania?

Todas estas restricciones no parecen ser sino reminiscencias de la Ley Seca, que estuvo en vigor en los años 20, y de las llamadas Blue Laws, que buscaban mantener los domingos como día sagrado. Hoy en día los Estados o los gobiernos locales ya no pueden argüir motivos religiosos para prohibir la venta de alcohol en el séptimo día por lo que las restricciones tienen que basarse en otros argumentos como la salud pública, la seguridad o la reducción de un consumo excesivo de alcohol y de sus efectos negativos. Pero que, en un país como éste, que facilita que se venda de todo, incluso armas de fuego, sigan existiendo estas limitaciones con respecto al alcohol me deja puesta. Es más, que con 18 años puedas comprarte una pistola en Estados Unidos pero que tengas que esperar a cumplir 21 para tomarte o comprar una cerveza, no deja de resultarme alucinante.

La Ley Seca fue un capítulo relativamente corto en la historia de Estados Unidos. Duró 13 años, desde 1920 a 1933, pero sirvió de inspiración para numerosas películas que recreaban aquella época de tráfico de bebidas, gánsteres y jazz, y, de una manera o de otra, la estela de esa prohibición permanece hoy en día.

Post-post:
"La vida es como una caja de bombones"

La hermosa Savannah ha servido de escenario para numerosas películas. Seguro que habéis visto alguna:
-      The Longest Yard (1974): la primera versión protagonizada por Burt Reynolds fue parcialmente rodada en Savannah, resultó nominada para un Oscar y ganó un Globo de Oro.
-      Glory (1989): Mathew Broderick, Denzel Washington y Morgan Freeman son tres de las estrellas que actúan en esta película ganadora de 3 Oscars.
-      Forrest Gump (1994): una de mis favoritas. Cuanto más la veo más me gusta. Ganó seis Oscars en su momento. El banco donde estaba sentado Forrest Gump con la caja de bombones, nunca estuvo en el parque Chippawa. Fue creado ex profeso para la película y se puede ver en el Museo de Historia de la Ciudad.
-      Now and Then (1995): muchas de las plazas, de la cuadrícula de la ciudad y el cementerio Bonaventure aparecen en esta película rodada mayoritariamente en Savannah. Jovencísimas Christina Ricci, Melanie Griffith, Demi Moore, Lolita Davidovich…
-      Something to Talk About (1995): ¿recordáis la escena en la que Julia Roberts discute con su marido Dennis Quaid? Transcurre en la calle Bull.
-      Midnight in the Garden of Good and Evil (1997): dirigida por Clint Eastwood y protagonizada por Kevin Spacey y John Cusack se ha convertido en un símbolo de esta ciudad. Esta película y la novela que la inspiró, de John Berendt, atraen a montones de visitantes.
-      The General´s Daughter (1999): John Travolta investiga un asesinato.
-      The Conspirator (2010): dirigida por Robert Redford, esta película histórica fue enteramente rodada en Savannah aunque se nos hace creer que es el Washington del año 1865, cuando asesinaron al presidente Lincoln.

lunes, 14 de enero de 2019

On the road again

Roadtrippers, todo un descubrimiento
Cuatro mil kilómetros, treinta y nueve horas al volante, dieciséis paradas, diez días, seis hoteles, 284 dólares de gasolina. Estas fueron nuestras vacaciones de Navidad. Así lo dice la aplicación que me descargué gratuitamente de internet para diseñar el viaje desde Potomac (Maryland) a Florida y que ha sido todo un descubrimiento. Yo no soy nada tecnológica, lo reconozco, por eso agradezco mucho que haya gente muy lista con un cerebro privilegiado para imaginar este tipo de cosas y simplificarlas de tal manera que incluso alguien como yo pueda utilizarlas. En mi particular lista de reconocimientos, comparten podio con los diseñadores de IKEA, que han posibilitado que el más inútil de los mortales sea capaz de montar un dormitorio completo sin más ayuda que una llave Allen.

Casi cuarenta horas en la carretera dan para mucho. En honor a mi héroe he de decir que yo no conduje ni media milla, pero en mi descargo añadiré que soy una “copiloto activa”, es decir, no me quedo dormida apenas arranca el motor sino que doy conversación, pongo discos, miro mapas, reservo hoteles con el teléfono, averiguo dónde está la gasolinera Exxon más cercana (algunos tienen fijación con ciertas marcas de combustible), abro bolsas de patatitas y las acerco a la mano del conductor a medida que se las va comiendo, limpio gafas, doy al botón de desempañar cristales, regulo el aire acondicionado… un sin parar agotador. Los niños, en las filas traseras, no dan trabajo alguno, embebidos como están en las pantallas de sus dispositivos o profundamente dormidos, sin importarles apenas el paisaje que se ve a través de las ventanillas.

Pero yo sí lo miro todo por las ventanillas y este viaje ha tenido mucho de eso gracias a las largas horas de autopista por la Interestatal I-95, la más larga de la costa Este de los Estados Unidos y una de las más antiguas. Discurre paralela al océano Atlántico desde Maine hasta Florida y antes de completarse hace apenas unos meses, en septiembre de 2018, absorbió muchas de las carreteras de peaje que existían anteriormente. Pero no os imaginéis nada especial, es una autopista como otra cualquiera: dos, tres o cuatro carriles según el tramo por el que vayas; numerosas salidas hacia áreas de restaurantes y de gasolineras; “Welcome centers” de los Estados que atraviesa; áreas de descanso para camiones… y muchas, muchísimas vallas publicitarias de todo tipo.

Están las habituales que anuncian el restaurante más cercano o las que con una foto de una bebida fresca y burbujeante despiertan una sed repentina y caprichosa. Hay bastantes dedicadas a los “caballeros”, del tipo “Gentlemen: re-start your engines” (“Señores, vuelvan a encender sus motores”) o “Gentlemen’s playground: lingerie, novelties, DVD’s” (“Zona de juegos para señores: lencería, novedades, DVD”). Abunda otra categoría que sólo he visto en Estados Unidos pero que no sorprende tras ver tantas películas americanas: la de los de abogados que ofrecen sus servicios para denunciar por accidentes de carretera, por daños ocasionados por conductores ebrios o para plantear una demanda de divorcio que, imagino, es algo a lo que muchos dan vueltas en su cabeza cuando llevan varias horas conduciendo, especialmente si se han parado en una de las tiendas de novedades anteriores. Pero las vallas publicitarias que dominan son las de contenido religioso: “Arrepiéntete y cree. Jesús vendrá pronto”, “Lee la Biblia”, “¿Vas al cielo o al infierno?”, “Tras morir te encontrarás con Dios”… 

Esta forma de evangelizar a través de los carteles publicitarios me deja puesta. Leía en un artículo que los anuncios referentes a la religión y a Dios han aumentado un 400% desde el año 2010, excepto en Alaska, Hawái, Maine y Vermont, donde las vallas publicitarias están prohibidas. Uno de los grupos que más invierte en este tipo de anuncios es una organización amish-menonita con base en Ohio que a finales del año 2016 tenía contratados 575 carteles en 46 Estados con mensajes que son vistos diariamente por más de ocho millones y medio de personas. Según la carretera o el Estado en el que se encuentren, el precio de alquiler de las vallas publicitarias varía. Cuatro semanas pueden costar una media de 250 $ al mes en áreas rurales, de 1.500 a 4.000 $ en mercados de tamaño medio y unos 14.000 $ en zonas de mayor mercado. La mayoría se pagan con donativos de los fieles quienes sostienen que es importante evangelizar no solo en ultramar sino también en Estados Unidos, una “nación que necesita de Jesús” ante la violencia creciente que domina esta sociedad.

Aunque me tentaba llamar al número de teléfono que acompañaba a buena parte de esos anuncios, resistí el impulso por miedo a que me dieran la tabarra posteriormente pero sí sintonizamos una emisora de radio llamada JOY FM que anunciaba una de las vallas. Se trataba de una cadena dedicada enteramente a la música contemporánea de contenido cristiano, todo un género (de gran éxito, además) en este país. Nos acompañó un buen tramo del recorrido y como no prestábamos excesiva atención a las letras se nos olvidó que la llevábamos puesta. Hasta que mi hija mayor, en un fugaz contacto con el mundo real, preguntó desde la fila de atrás del coche “¿Qué es eso que estáis escuchando?” y truncó nuestra incipiente evangelización. Para que luego digan que los anuncios de carretera no son efectivos.

Post-post:
Las mejores vallas publicitarias de este país siguen siendo las de South of the Border. Se trata de 250 carteles que desde hace más de 40 años anuncian esta “trampa” turística situada en la localidad de Dillon, en la frontera estatal entre Carolina del Norte y Carolina del Sur. La imagen para algunos políticamente incorrecta de Pedro, el mexicano sonriente que le sirve de mascota, está siendo modernizada para adaptarse a los nuevos tiempos y así lo pudimos constatar tres años después de aquel primer contacto que me dejó tan puesta que no pude evitar dedicarle la entrada Country + Campy de este blog.