lunes, 24 de junio de 2019

Pullman

Pullman. Apenas leí esa palabra me vino a la mente otra: DeluxePullman Deluxe. Recordé los coches-cama de aquellos trenes nocturnos que me llevaban a Madrid en mi época de estudiante. Los vagones compartimentados en “habitaciones” con seis literas o con dos camas debían de tener esas palabras escritas en alguna parte. Se me tuvieron que haber quedado atrapadas en algún pliegue no muy profundo de la memoria porque resurgieron de su escondite en cuanto tuvieron ocasión hace poco, en Chicago, Illinois.

Quince millas al sur del Chicago Loop, el área financiera y más turística de la Ciudad del Viento, se encuentra lo que queda de Pullman City, la primera ciudad industrial completamente planificada en Estados Unidos. Tomando el apellido del dueño de la empresa Pullman Palace Car, la mayor parte de la ciudad fue construida entre 1880 y 1884 alrededor de la fábrica de coches-cama y al mes de entrar en funcionamiento más de 350 personas vivían allí. Pronto serían miles. Llegó a tener 531 casas de distintos tamaños y precios: el alquiler de los apartamentos de 3 habitaciones costaba una media de 8 dólares mensuales; el de una casa adosada de cinco dormitorios, unos 18 dólares, y el de las casas de mayor tamaño, para los trabajadores profesionales y directivos, entre 25 y 50 dólares.

Por increíble que parezca hoy en día, vivir en Pullman era algo más caro que en otras zonas, pero la calidad de las viviendas era muy superior: todas tenían gas, agua corriente y baño en su interior, patio privado, cobertizo de madera, acceso pavimentado, y la compañía hacía el mantenimiento íntegro; la basura se recogía a diario; había más de 30.000 árboles plantados, tiendas, banco, teatro, edificio de correos, biblioteca, iglesia, parques infantiles, espacios de recreo, colegio, hotel, hospital… Fue considerada casi de inmediato una ciudad modélica y en 1886 ganó un premio como “la ciudad más perfecta del mundo”.

La idea de Mr. Pullman era que unos trabajadores felices, viviendo en buenas condiciones, producirían mejores resultados. Sin embargo, todo era muy paternalista, autocrático y excesivamente controlado: únicamente podía consumirse alcohol en el bar del hotel, solo había una iglesia con un credo, los hijos de los trabajadores tenían que ir a la misma escuela, todo tenía que ser comprado en las tiendas de la compañía… 

Cuando llegó la recesión económica en 1894 y el capitalista decidió reducir los salarios de los trabajadores, pero mantener el precio de los alquileres, los ánimos se caldearon. Pullman pasó a ser sinónimo de la mayor huelga de la historia norteamericana: el míster sacó su lado déspota negándose incluso a hablar con los huelguistas y a buscar una salida negociada a la crisis, los sindicalistas declararon un boicot contra la compañía, el boicot se extendió por todo el país, empezaron los motines y las revueltas… Se armó la marimorena y el presidente Cleveland ordenó restaurar el orden, encarcelar a los cabecillas, someter a los alborotadores y enterrar a los más de 40 muertos.

La ciudad nunca volvió a ser lo mismo. Porque si bien tras la huelga nada cambió para los trabajadores, el gobierno declaró que era ilegal que una compañía fuera la dueña de una ciudad y forzó a que se vendieran todas las propiedades a partir de 1897. Pullman fue desmantelada y la utopía se desvaneció. Hace unos años, la delincuencia, la drogadicción y la marginalidad arraigaron en la antigua ciudadela ideal. En 1991 el Estado de Illinois se hizo cargo del lugar y una agencia de preservación histórica ha diseñado un plan para rehabilitarlo y que sirva de testimonio de la sociedad industrial norteamericana del siglo XIX. Aún tienen mucho trabajo por delante y cuando lo visitamos esta primavera estaba bastante destartalado. Cosa rara en un país que tanto explota turísticamente su corta historia. Tal vez una historia de revueltas sociales que empaña el sueño americano no sea la más adecuada para airear en un país donde palabras como socialismo, comunismo o sindicatos levantan demasiadas suspicacias.
 

Post-post:
La huelga contra Pullman es, significativamente, uno de los primeros capítulos del cómic “Una historia popular del imperio americano”. Se trata de una adaptación gráfica realizada por Mike Konopacki de la obra “La otra historia de los Estados Unidos” del historiador, politólogo y anarquista estadounidense Howard Zinn. Una visión crítica y de izquierdas de la historia de este país adoptando el punto de vista de los trabajadores, los negros, los extranjeros, los indios, las mujeres… en vez de la perspectiva oficial de los presidentes o los héroes. Un libro, en muchos aspectos, demoledor.

lunes, 17 de junio de 2019

Bretton Woods

El otro día nos invitaron unos amigos a Bretton Woods. Es un club de recreo con piscinas, instalaciones deportivas y campo de golf que se encuentra en Maryland, no muy lejos de mi casa, al que solo puedes entrar con algún socio. Me hizo especial ilusión porque recuerdo perfectamente haber estudiado en mi época universitaria el Acuerdo de Bretton Woods. Con él, nada más terminarse la Segunda Guerra Mundial, los países vencedores establecían un nuevo sistema monetario mundial que reemplazaba el tipo de cambio basado en el oro por otro establecido conforme al dólar americano. Constituía a Estados Unidos como la mayor potencia económica mundial y creaba dos instituciones multilaterales para resguardar y respaldar el sistema, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI).

Cuando estudiaba mis apuntes a la luz del flexo de mi habitación en España, el Banco Mundial, el FMI y otros organismos financieros multilaterales como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) no dejaban de ser conceptos abstractos que había que memorizar para un examen. Eran meros nombres y siglas aburridos, datos fríos imposibles de asociar a imagen o sensación alguna. Todos tienen su sede en Washington y ahora, cada vez que paso por delante de ellos, que conozco a alguien que trabaja allí o que entro en sus instalaciones no puedo evitar pensar en cuánto más fácil me hubiera resultado estudiar hoy ese tema y salir bien airosa de un examen semestral.

“Nuestro sueño es un mundo libre de pobreza”. Con esta frase y la impresionante colección de banderas de sus 189 Estados miembros te recibe el Banco Mundial. Esa imagen que veo en los últimos años cada dos por tres me recuerda que sus objetivos hoy en día son reducir la pobreza, aumentar la prosperidad compartida y promover el desarrollo sostenible. Caminar por sus inmediaciones me ha permitido descubrir que para ello se vale de otras instituciones que forman parte de su grupo, como la Asociación Internacional de Fomento (AIF), que financia, asesora y asiste a los países más pobres del mundo; el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, que se ocupa de los países en desarrollo, o la Corporación Financiera Internacional (CFI), el Organismo Multilateral de Garantía de Inversiones (MIGA) y el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), que buscan fortalecer el sector privado en los países en desarrollo.

A dos minutos andando del Banco Mundial está el FMI que, con los mismos miembros que el Banco Mundial, busca el fomento de la cooperación monetaria global, asegurar la estabilidad financiera, facilitar el comercio internacional, promover el pleno empleo y el crecimiento económico sostenible. Y a 15 minutos a pie, en un delicioso paseo que te lleva por delante de la Casa Blanca, está el BID. El movimiento de sus cerca de 2.000 trabajadores hablando español, inglés y portugués ya te deja adivinar que es la principal fuente de financiación para los países de América Latina y el Caribe en la búsqueda de soluciones para sus retos del desarrollo. 

Muchas veces, cuando paseo por el centro de Washington y recorro todos estos sitios, no puedo evitar sentir una especie de vértigo al pensar que en tan pocas manzanas de distancia se estén tomando decisiones que afectan a toda la población mundial, se estén manejando cifras tan altas de dinero, se esté planificando el desarrollo de un país o se estén diseñando proyectos que cambiarán la vida de poblaciones remotas. Me doy cuenta de que los que entran y salen de esos edificios, esa gente normal y corriente, con su pantalón arrugado o su blusa bien planchada, avanzando en sus tacones o en la bicicleta que ha dejado aparcada en la puerta; esa gente con la que te cruzas en el metro o que son los padres de los amigos de tus hijos en el colegio, son los que mueven, a mayor o menor escala, los hilos del mundo. Comprendo que Washington no es una ciudad cualquiera, que es un privilegio estar aquí. Y me quedo puesta.
 
Post-post:
Los Acuerdos de Bretton Woods de 1944 se firmaron en un área cercana a la ciudad de Carroll, en New Hampshire, cuyos principales puntos de interés son tres instalaciones deportivas y de ocio. El club recreativo del mismo nombre situado en el Estado de Maryland fue fundado por el FMI mucho más tarde, en 1968, con el fin de brindar un espacio atractivo y no discriminatorio para sus trabajadores, su personal jubilado y sus familiares, procedentes de todas partes del mundo. Algo no tan fácil de conseguir en aquellos años en Washington, donde existía segregación racial y a las personas de color no les estaba permitido compartir espacios, y mucho menos piscinas, con el resto de la población.

lunes, 10 de junio de 2019

Graduation Day

Impresionante. Y muy emocionante. Yo era madre, una simple espectadora, y aluciné, así que puedo comprender la felicidad de los graduandos de High School que recibieron su diploma el jueves pasado. Ellos fueron los absolutos protagonistas de una ceremonia magnífica, emotiva y divertida, como solo los americanos saben hacerlas. Un acto que fue todo “pompa y circunstancia”, como la Marcha nº 1 de Edward Elgar que tradicionalmente se utiliza en Estados Unidos en las ceremonias de graduación. Fue interpretada por la orquesta del colegio dando solemnidad a la entrada de los alumnos en el recinto, todos ataviados con sus togas y birretes negros.

Un recinto que no era otro que el Constitution Hall de la sociedad Daughter’s of the American Revolution (Hijas de la Revolución Americana) o DAR, un edificio neoclásico situado en Washington DC, a unos pasos de la Casa Blanca y con el tamaño suficiente para albergar a los más de tres mil participantes en el evento. Todo perfectamente organizado, sin salirse de un guion que, de tan ensayado, parece fácil de desarrollar. Pero no lo es. Es un día declarado no lectivo expresamente para la ocasión con el fin de permitir que todo el profesorado, vestido con las togas y birretes de sus universidades, participe y acompañe a sus alumnos en el día más importante de sus vidas académicas.

El programa de los “commencement exercises”, como también denominan a la ceremonia de graduación, proporciona, además de información sobre la secuencia del acto, instrucciones para los asistentes: “El público debe, por favor, levantarse al principio de “Pompa y circunstancia” y permanecer de pie hasta el final de “The Whitman Alma Mater”, el himno del colegio interpretado por el coro estudiantil" (numerosísimo y de una calidad extraordinaria), que ningún alumno se sabe pero que exalta el espíritu colegial y los colores identificativos del instituto.

Tres estudiantes pronunciaron sendos discursos que arrancaron del auditorio carcajadas, lágrimas, cabeceos de asentimiento y sonoras ovaciones. No me cabe la menor duda de que algún profesor había trabajado desde hacía meses en ese momento, motivando a los chavales para que escribieran borradores y se presentaran a las pruebas de selección, buscando el equilibrio entre las numerosas piezas a concurso para reflejar al máximo el pensar y sentir de esa promoción de estudiantes, y trabajando con ellos el estilo y la oratoria para que no dejaran a nadie indiferente. Por supuesto, los padres ya moqueábamos de lo lindo y los compañeros aplaudían a rabiar.

Posteriormente, una pareja de estudiantes, barítono uno, guitarrista el otro, interpretaron una nostálgica canción, Where does the time go? (podéis escucharla aquí), que desde que la sacara en el año 2015 el dúo estadounidense A Great Big World es habitual en estas ceremonias de graduación. Como yo no la conocía, me conmovió todavía más y tuve que andar enredando en busca de pañuelos con los que evitar que se me corriera el maquillaje. No era la única, muchos, ya fuera con un dedo índice bajo la nariz o soplando hacia arriba, trataban de contener los efectos de sus emociones desbordadas.

El director del colegio, simpático y cariñoso, y una autoridad del Condado que treinta años antes se había graduado en ese mismo lugar y del mismo colegio, pusieron el punto de vista de los adultos en una ceremonia que hasta ese momento había sido llevada a cabo por los estudiantes. Coincidieron en resaltar el orgullo que debían sentir por haber llegado hasta ahí y la excelente preparación que llevaban en sus alforjas para enfrentarse a un mundo necesitado de jóvenes como ellos. Inmediatamente, con una precisión matemática, sin atascos ni aglomeraciones, sino en un orden perfectamente calculado, fueron subiendo uno tras otro al escenario, a medida que se pronunciaban sus nombres, los quinientos estudiantes que forman la Class of 2019 del Walt Whitman High School.

Y no fue hasta terminado ese momento que el director del colegio retomó la palabra para decir “Y ahora, como graduados, por favor, levántense y, todos a la vez, como símbolo del gran paso que acaban de dar, muevan las borlas de sus birretes del lado izquierdo al derecho. ¡Felicidades, Promoción de 2019!”. Y una bandera americana descomunal bajó desde el techo y ondeó un rato sobre las cabezas de los estudiantes que, lanzaron al aire sus birretes como tantas veces hemos visto hacer en las películas norteamericanas. Los vítores y aplausos eran tales que consiguieron mitigar mis hipidos, ya incontrolables.

Post-post:
Daughter’s of the American Revolution o DAR es una asociación estadounidense reservada exclusivamente para mujeres que, de alguna manera, descienden de participantes en la guerra de independencia de los Estados Unidos. Su lema es “Dios, Hogar y Patria” y busca promover el patriotismo, preservar la historia del país y asegurar el futuro de Estados Unidos a través de una mejor educación, que financia con generosas becas. Cualquier mujer mayor de 18 años, con independencia de su raza o religión y que sea capaz de demostrar ser descendiente de un patriota, puede ser miembro de esta asociación de voluntarias. Son 185.000 distribuidas en unos 3.000 capítulos, tanto en Estados Unidos como en el extranjero y hay uno en España. De hecho, las integrantes de DAR han rastreado sus ancestros hasta encontrar más de 400 españoles participantes en la Revolución Americana. Eran residentes de la Louisiana española o de la Nueva España, que incluía porciones de los Estados actuales de Tejas, California, Nuevo México, Colorado, Arizona, así como México. La mayoría de ellos tuvo que hacer una donación monetaria de uno o dos pesos impuesta en 1780 por Carlos III para la Revolución Americana, algunos participaron en batallas a las órdenes del General Bernardo de Gálvez o, tal vez, fueron algunos de los que pusieron a disposición de la causa unas 10.000 cabezas de ganado tejano. Todos ellos son considerados “patriotas” y sus descendientes pueden optar a pertenecer a tan rancia institución.

lunes, 3 de junio de 2019

Piscineando

He vuelto a nadar. Es lo que tiene el verano, que las piscinas abren, hace calor y una termina sustituyendo las caminatas por los largos de veinticinco metros en el agua clorada. Treinta largos el primer día, cuarenta el segundo, cincuenta el tercero… poco a poco, a ver si voy encontrando el fondo perdido y perdiendo los kilos encontrados durante los largos meses de invierno. Me gusta esa repetición de movimientos, sacar la cabeza cada cuatro brazadas para tomar aire, ir contando mentalmente las piscinas recorridas en una especie de canto tántrico que me impide pensar en nada más. Cuarenta y cinco minutos con la mente vacía y bajo el agua. Ajena a todo.

Este año hemos tenido que cambiar de piscina porque la de nuestro barrio cerró debido a problemas financieros. Tras casi medio siglo sirviendo de oasis a nuestros vecinos y pese a los múltiples esfuerzos por salvarla, en el mes de marzo nos comunicaron que era imposible sanear las cuentas y que “se acabó”. Así que nos hemos tenido que ir a otra.

Hasta que no te pones a buscar piscinas de barrio no te das cuenta de todas las que hay. Están perfectamente camufladas en el entorno y donde pensabas que solo ibas a encontrar casas y jardines resulta que aparece un “club recreacional”. Son todas iguales y cortadas por el mismo patrón, como casi todo lo que hay en este país al que le encanta la producción a escala. Idéntica distribución de los espacios, misma estructura de la cubeta, escaleras clónicas y colocadas en el mismo sitio, la canasta de baloncesto acuático siempre en la esquina derecha donde se une la piscina profunda con la de los niños, la calle para nadadores a la izquierda… En fin, que si no fuera porque ésta tiene un escáner para pasar la tarjeta identificativa y porque está un poco más lejos, casi que ni me hubiera dado cuenta del cambio.

El fin de semana pasado, tras mi sesión de largos, me dejé secar por el sol en una tumbona junto al “pozo” de los saltos, el característico cuadrado de mayor profundidad donde están situados los dos trampolines. Allí está permanentemente un salvavidas, en una suerte de escalera con asiento en lo alto, en diagonal con el otro socorrista que vigila el área de menos profundidad, más concurrida por los niños pequeños. Los socorristas hacen turnos cada hora y siempre hay 5 o seis en la piscina. Suelen ser chavales que ya han cumplido los 16 años y que tras hacer un curso oficial de formación pueden sacarse un sueldecito estival.

A pesar de su juventud, están ungidos de una autoridad que ya la quisieran muchos directivos adultos para sí, sobre todo en otras partes del mundo, entre ellas España. Sus toques de silbato han de ser obedecidos al instante y nadie los discute y si tienen que amonestar a alguien de palabra todo el mundo dirige a la persona en cuestión una mirada reprobatoria. Nadie osa llevarles la contraria o hacer caso omiso de sus órdenes.

El socorrista es quien decide cuándo se puede usar el “pozo” de trampolines para saltos. Lo hace en función de la cantidad de gente que vaya a saltar y forme una fila. Su toque de silbato, seguido de la expresión “Open well!” es el indicativo para que todos los bañistas abandonen ese espacio profundo y dejen paso a los saltadores. Solo pueden saltar dos personas a la vez, una por cada trampolín, han de hacerlo al unísono y bifurcarse para salir por la escalerilla más próxima sin cruzar nunca el área de saltos. En cualquier caso, hasta que no hayan salido del agua nadie puede lanzarse de nuevo.

Mientras yo me dejaba secar y me entretenía observando a mi alrededor, un niño de unos 8 años que andaba despistado se acercó corriendo al área profunda dispuesto a lanzarse. El socorrista se irguió ante la amenaza y sopló su pito con suavidad. El niño, que seguro que andaba con la cabeza en otras cosas, oyó, sin embargo, el toque de silbato, se paró en seco y miró al socorrista, quien le dijo casi sin alzar la voz: “Well is open” (el pozo está abierto). Y el niño, se puso en posición de firmes y dijo. Oh, I am sorry, Sir. I apologize, Sir” (Oh, lo siento, señor. Pido disculpas, señor). Con esas palabras. Me quedé puesta. El “señor” tenía 16 años y pinta de tener 12. Y la actitud del niño era sincera.

No sé cómo lo hacen estos americanos para establecer unas normas, dar autoridad a quien las tiene que hacer cumplir y conseguir que todos las obedezcan. Sin gritos, sin amenazas y sin necesidad de repetirlas. Pero lo consiguen. En mi casa (y en mi país) al menos, tenemos mucho que aprender. 

lunes, 27 de mayo de 2019

¡Empezó el verano!


 Hoy es Memorial Day, una fiesta federal en Estados Unidos que recuerda y honra a los que han dado su vida en el ejército sirviendo a la patria. Es siempre el último lunes de mayo y marca de manera extraoficial el inicio del verano que, a su vez, terminará el primer lunes de septiembre con otra festividad federal, Labor Day. Es el fin de semana en el que abren las piscinas y se llenan de cuerpos translúcidos tras un largo invierno, buscando solazarse con los rayos solares (ver entrada ¡Abrió la piscina!). Es también el fin de semana del Rolling Thunder (ver entrada Rolling Thunder), el impresionante desfile de motocicletas que desde 1988 recorre Washington DC para reclamar al gobierno el reconocimiento y la protección de los prisioneros de guerra (POWs: Prisoners of War) y de los desaparecidos en combate (MIAs: Missing in Action).

Desde que llegamos a Estados Unidos no nos hemos perdido ni un evento ni el otro: hemos saltado entusiasmados al agua el último sábado de mayo con el resto del vecindario y hemos vibrado el domingo con los rugidos de las Harley Davidson junto al millón de participantes en el desfile patriótico. Pero este año, en el que además corren los rumores de que será el último en el que las motos se concentren en la capital, nos hemos perdido el desfile. Otra gran responsabilidad nos llamaba: llevar a nuestra hija mayor y sus compañeros de colegio a la playa. Porque este fin de semana marca también el inicio de la Beach Week, o la semana de playa, el viaje de fin de curso de los chavales que se gradúan de High School.

Senior Week, Beach Week o Grad Week es la semana en la que los recién graduados de, principalmente, la costa Este y el sur de los Estados Unidos se van a la playa a pasar unos días con sus amigos. Las clases y los exámenes terminaron el viernes y la graduación será el 6 de junio con lo que tienen unos días libres para lo que, en el caso de mi hija, será su primer viaje con amigos.

Por supuesto, como su nombre indica, en la Beach Week los chavales van a la playa y para los que vivimos en la zona de DC la zona más habitual es el Estado de Delaware, cuajado de balnearios de largas playas, con el clásico paseo de madera atiborrado de sitios de comida rápida con cuanta porquería te puedas meter al estómago. Dos horas y media se tarda en llegar desde nuestra casa hasta la entrada de Rehoboth Beach y una hora de atasco en el último tramo que lleva a la playa, tal es follón de gente y veraneantes en un pueblo que, en invierno, está desierto.

Habíamos paseado por esa playa unas Navidades, de vuelta de uno de nuestros viajes, y era un pueblo fantasma. El viento nos azotaba con fuerza y las olas eran descomunales. No aguantamos mucho tiempo pero se veía que había infraestructura para albergar a mucha gente. Nunca pensé que en verano pudiera estar tan abarrotado. Si nos costó una hora llegar a la playa, encontrar donde aparcar fue otra odisea. Sin embargo, como mi hubby y yo somos españoles y estamos acostumbrados a estar apretaditos en la playa, no tuvimos mucho problema en hacernos un sitio entre un grupo de amigos afroamericanos con música rap a todo volumen, una bien nutrida familia latina de 20 miembros y un grupo de parejas americanas de mediana edad que bebía vino en vasos de plástico y hacían planes a gritos para la cena. De lo más relajante. Las olas seguían siendo igual de salvajes y el agua estaba helada, lo que me recordó a mi Gijón del alma pero no había nada más en común. ¡Qué distintos somos incluso haciendo lo mismo!

A las cinco de la tarde, cuando estabamos en lo mejor, vi que un muchacho rubio y guapo se afanaba de un lugar a otro. Cogía las sombrillas, las cerraba y las iba clavando en la arena. En un principio pensé que estaba redistribuyendo las que no estaban alquiladas pero pronto me di cuenta de que no, las estaba retirando y no tenía ningún pudor en meterse en mitad del grupo que disfrutaba de la sombra para privarles de tal beneficio. Cinco minutos después vi que los salvavidas, que se encontraban en unas sillas altas de madera espaciadas unos cien metros, se pusieron todos de pie, y empezaron a agitar banderas rojas con movimientos circulares y a soplar el silbato con fuerza. Estaban mandando salir a todo el mundo del agua. Se miraban entre ellos, pitaban al unísono y formaban un gran revuelo. Lo primero que pensé es que había un gran tiburón blanco (ya sé que la película Shark, “Tiburón”, me dejó un poco traumatizada en mi niñez) pero como no veía ninguna aleta entre las olas opté por creer que había alguien ahogándose en ese mar furibundo.

Corrí hacia la orilla atraida por el morbo del momento. Me acerqué a los salvavidas y escuché cómo un niño les preguntaba: “¿Entonces ya no nos podemos bañar más?” El socorrista respondió: “Solo después de que nos hayamos marchado”. No había ningún peligro, simplemente se terminaba la vigilancia oficial de la playa y el mar tenía que quedar libre de gente. En diez minutos podrías volver al agua pero bajo tu entera responsabilidad. Eran las 5:30 de la tarde en punto y el sol brillaba en lo alto. Me quedé puesta.

lunes, 20 de mayo de 2019

Cumpleaños

Hoy es mi cumpleaños. Estoy en esa fantástica franja de edad indefinida en la que la gente se da perfecta cuenta de que no eres joven pero tampoco vieja, así que ya no te pregunta cuántos años cumples. Para los niños y los ancianos un año más es un grado y no suelen tener problema en decir su edad porque cuando la dicen escuchan frases del tipo “¡qué mayor!”, los primeros, o “¡qué bien estás!, los segundos. A mí, de momento, no me pueden soltar ninguno de esos dos comentarios sin pretender ofenderme así que normalmente no me preguntan y cuando lo hacen no comentan, cosas, ambas, que agradezco. 

Todos los años celebro mi cumpleaños y en esta ocasión lo hice por adelantado. Leía no hace mucho, cuando estaba diseñando el menú de mi celebración, que el cumpleaños es una festividad eminentemente femenina. El artículo citaba a un psicólogo francés que aseguraba que las mujeres sienten una mayor necesidad de celebrar los cumpleaños porque es una referencia a la procreación, a los encuentros familiares y a las fechas que se repiten de manera periódica al igual que el ciclo menstrual. Me quedé puesta. Luego recomendaba celebrar los cumpleaños porque ayudan a envejecer mejor y a acercar la edad subjetiva (la que sentimos) a la edad cronológica (la del registro). Me sentí tan poco identificada que casi se me quitaron las ganas de hacer la fiesta. ¿Ese señor se ganará realmente la vida diciendo esas tonterías?

A mí me encanta celebrar mi cumpleaños pero no creo que sea una cuestión de género, que tenga nada que ver con el hecho de ser madre, con mi menstruación ni con una descompensación entre mi edad física y mi edad subjetiva. Eso sí, nunca me ha gustado decir el motivo de la celebración. Me turba que me canten el cumpleaños feliz o que me hagan soplar unas velas y me da vergüenza recibir los regalos. Agradezco más unas felicitaciones susurradas al oído que la gran alharaca que me convierta en el centro de atención. Sin embargo, me encanta recibir mensajes en el día en cuestión, sentirme querida y darme cuenta de que tengo una red afectiva y de amistades con quienes puedo contar. Ese es mi mejor regalo. No necesito nada más. Y no es poco. 

lunes, 13 de mayo de 2019

Miami

Cuando me enteré de que Miami (Florida) prácticamente no existía a principios del siglo XX, me quedé puesta. Tengo que reconocer que  yo supe de esa ciudad  por la serie de televisión Miami Vice donde los siempre estilosos detectives “Sonny” Croquet y “Rico” Tubbs investigaban, de paisano, los circuitos de la cocaína en pleno boom de los años 80. Ese programa me encantaba no solo por la trama sino por la música, la moda y el ambiente. Me parecía el colmo de la modernidad, pero ni me planteé que la ciudad acabara casi de construirse.  

Posiblemente ya había estudiado que Ponce de León navegó por esa zona con tres naves un día de Pascua Florida, en abril de 1513, y que por eso llamó a esa península Florida; que esas tierras estaban habitadas por los indios miami que dieron el nombre al río Miami y posteriormente a la ciudad; y que los sucesivos intentos de conquistar la zona fracasaron hasta que mi paisano Pedro Menéndez de Avilés fundó por allí la primera ciudad de Estados Unidos, San Agustín, en 1565. Pero en mis clases de historia en el colegio nunca llegábamos a la época contemporánea y, aunque hubiéramos llegado, no estudiabamos nada del nuevo mundo, así que nadie me sacó nunca de mi idea errónea de que Miami había estado allí desde, por lo menos, la conquista de la Florida.

En unas vacaciones fui, leí la guía de viajes y me enteré de que el ferrocarril llegó a Miami en 1896. No fue hasta ese momento que comenzaron los planes para levantar en esas tierras un hotel y construir una ciudad. Y el cerebro me crujió un poco porque yo siempre había pensado que las ciudades ya estaban, luego adquirían la importancia suficiente para que necesitaran comunicarse con otros lugares y después los gobernantes decidían si dotarlas de infraestructuras de transporte, sean caminos, carreteras, vías de tren o aeropuertos. Y resulta que aquí todo es al revés. Primero convencen a alguien para que invierta su capital privado en una línea de ferrocarril que llegue hasta un sitio, luego se pelean por ver qué nombre le ponen al primer hotel (ver entrada El San Petersburgo más surrealista), después constituyen un gobierno y finalmente fundan una ciudad. Sí señor, tal cual. Extrapolado al ambiente fiestas de graduación en que nos encontramos (ver entrada de la semana pasada), no es que me compre un vestido porque tengo la prom en un hotel, sino que voy a construir un hotel y comprarme un vestido para que alguien se anime a organizar la fiesta.

El caso es que lo hicieron muy bien y a comienzos del siglo pasado, gracias a políticas muy laxas en lo referente a las apuestas y al consumo de alcohol en plena Ley Seca, la ciudad prosperó exponencialmente en población e infraestructuras. Un huracán la asoló en 1926,  la Gran Depresión causó estragos dejando miles de desempleados y sin techo e, incluso, el presidente Roosevelt  sufrió allí un intento de asesinato en 1933. Pero a mediados de los años 30 el barrio Art-Decó de Miami Beach estaba prácticamente desarrollado y no se vio afectada por la Segunda Guerra Mundial, que dejó a muchas otras ciudades de Florida en la ruina. Al final de la guerra el número de habitantes de Miami no dejó de crecer y la llegada de Fidel Castro al poder en Cuba en 1959 la convirtió en el destino favorito del exilio cubano lo que hizo que siguiera aumentando su población.

Hoy en día, su puerto es el que alberga el mayor número de cruceros del mundo, su aeropuerto es el segundo de Estados Unidos en número de viajeros, tiene la mayor concentración de bancos internacionales de todo el país y es un importantísimo centro financiero, comercial, turístico y de entretenimiento. Pero Miami no es la capital de Florida y ni siquiera la ciudad con más habitantes del “Estado del Sol”. Tallahassee y Jacksonville ostentan, respectivamente, dichos títulos. La primera porque se proclamó capital en 1824, cuando Miami no existía,  por estar a mitad de camino entre las dos principales ciudades de aquella época, San Agustín y Pensacola. La segunda porque sus límites administrativos son más extensos. Sin embargo, no muchos podrían situar a estas otras localidades en un mapa. Claro, es que por ninguna de las dos paseaban en descapotable los protagonistas de “Miami Vice”, con sus trajes blancos, pantalones sin cinturón, camisetas pastel, mocasines sin calcetines, gafas Rayban y barba de cuatro días.  Y con eso no se puede competir.

Post-post:

Miami fue también la cuna de una película que traspasó los criterios cinematográficos para convertirse desde su estreno en un baluarte de la libertad sexual frente al conservadurismo y la mojigatería norteamericanas: Garganta Profunda, tal vez la película pornográfica más conocida de la historia del cine.  Rodada en apenas seis días en un hotel de Miami con un presupuesto de 25.000 dólares, fue una de las cintas más rentables de la historia del cine para adultos.  Contaba la historia de una chica con una anomalía sexual: tenía el clítoris en la garganta y no encontraba placer en las relaciones convencionales. La película se convirtió inesperadamente en el centro de una tormenta política y social y en el objeto de una auténtica cruzada por parte del presidente Richard Nixon y del FBI. No consiguieron acabar con ella, más bien al contrario ya que el título de la película sirvió para designar al denunciante sin rostro del escándalo Watergate que terminó con la presidencia del propio Nixon.

Nota: Foto Miami Vice: No copyright infringement is intended