lunes, 27 de noviembre de 2017

Cazada por un señuelo

La primera vez que los vi fue en St Michaels, uno de los primeros pueblos que te encuentras cuando desde Annapolis cruzas la bahía de Chesapeake y te adentras en la península. Me encantaron. Lamenté que la tienda estuviera cerrada y no pudiera hacerme con uno de ellos. En aquel momento no tenía ni idea de que eran piezas preciadas para los coleccionistas y que podían llegar a costar cientos de miles de dólares.

Dos años después, he vuelto a cruzar la bahía a pasar uno de los fines de semana más bonitos de mi estancia en Estados Unidos y en el pequeño pueblo donde nos alojamos había una tienda especializada en señuelos. Unas simples letras rojas pintadas sobre madera leían “Decoys Decoys Decoys” y los dos escaparates exhibían sin pretensión alguna una muestra de las distintas tallas que se apiñaban en las estanterías polvorientas del interior. Pero la tienda estaba cerrada. Habría de volver tres veces para conseguir traspasar ese anhelado umbral.

En primer plano un magnífico Redhead (Aythya americana)
Los señuelos han sido descritos por algunos como la forma de arte popular más auténtica de la costa Este de Estados Unidos. Lo que empezó como una manera de atraer a las aves para la caza se ha desarrollado y refinado de tal manera que estos pájaros de madera tallada y pintada acaban atrayendo a muchos más que a cazadores. Y la península de Chesapeake, también llamada la península Demarva (por combinación de las letras de los tres estados que la comparten: DElaware, MARylanda y VirginiA) es el lugar ideal para encontrarlos. Es la segunda península más grande de Estados Unidos, superada apenas por la península de Florida, y es el mayor estuario de este país. Cada otoño miles de aves de cientos de especies la cruzan o reponen fuerzas aquí en su viaje hacia las zonas más cálidas de Florida, el Caribe o Sudamérica. Otras muchas simplemente se quedan a este lado de la bahía donde parece que las lluvias y las nieves invernales no se atreven a penetrar. Por ello es el paraíso de los cazadores y de los observadores de aves que cada otoño y cada primavera aguardan ansiosos su paso.

Si en Omán las señales de la carretera indicaban precaución por los camellos, en Asturias por los ciervos y en Namibia por los ñus, en la isla de Chincoteague hay que tener cuidado con los patos. Ya en el parking del hotel nos dieron un sonoro recibimiento. En la terraza de la habitación se apiñaron por decenas para dar buena cuenta de los restos de los bocadillos del camino. En las dársenas de madera había que caminar con cuidado para no pisar alguna de las “minas terrestres” que iban dejando a su paso y en la calle principal del pueblo, sin ningún miramiento, paraban el tráfico al cruzar.

Una pieza antigua
Voy a ser sincera y reconocer que no tenía ni idea de que existiera tal variedad de patos salvajes, ni de que fueran tan diferentes los machos de las hembras. La dueña de la tienda de señuelos, empezó respondiendo a mis preguntas de principiante con tosca amabilidad para enseguida dar rienda suelta a su calidez sureña y darme todo tipo de explicaciones: cuáles eran las parejas de la misma especie, en qué se diferenciaban los señuelos, por qué los había muchísimo más caros (aunque la calidad del trabajo saltaba a la vista), cuáles eran los más antiguos y de dónde procedían, por qué tiene mucho más valor para un coleccionista tenerlos por parejas. Había señuelos de 99 artistas diferentes, todos firmados en la base, y me encantó ver cómo la personalidad de cada uno se reflejaba en la talla y pintado que hacían de la misma especie de ave.

Ya tengo la parejita
Los señuelos empezaron como una forma de poner comida sobre la mesa, una manera de atraer aves vivas. Pero, al parecer, en los años 50 del siglo pasado la cosa empezó a cambiar con la producción en masa de reclamos de plástico o de madera baratos y los cazadores ya no tenían que seguir haciéndolos por sí mismos. Esto, unido a un creciente mercado de coleccionistas que se quedaban con las piezas talladas a mano, los ha convertido en objetos decorativos. Un viejo cazador decía que antiguamente con sólo pintar de color negro una lata de 1 galón podías atraer un pato. Hoy en día, los reclamos se hacen para el cazador, no para los patos; cuanto más bonito es el señuelo más atrae al cazador. Lo que no quiere decir que atraiga al pato hacia el señuelo. Me quedé puesta. Eso fue justo lo que me pasó a mí. Cuando salí de la tienda con mi pareja de ánades reales (Anas platyrhynchos) me dí cuenta de que acababa de ser cazada por un señuelo.

Post-post:
Chincoteague es un pueblecito en la isla del mismo nombre donde hay mucho más que patos. Es la puerta de entrada al Refugio Nacional de Vida Salvaje, un parque natural con numerosas rutas para hacer a pie o en bicicleta y poder ver no solo las aves sino los caballos salvajes de Chincoteague, una manada de unos 150 animales que se han adaptado al terreno comiendo hierba de las dunas y de los pantanos y bebiendo agua de los charcos. Parecen mansos y no huyen cuando te acercas, pero te avisan de que pueden pegar buenas coces. Por la noche, las conversaciones entre locales y turistas en los restaurantes del pueblo tratan sobre quién vio a cuál caballo en qué parte del parque. Los llaman por su nombre: Legacy, Spring, Ice, Spirit, Freckles... y se saben de memoria su genealogía. No es de extrañar que el símbolo del pueblo sea uno de esos ponis: Misty.

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