lunes, 21 de noviembre de 2016

Blowing in the wind

Una de las cosas que más me gusta de Washington es su otoño. Nunca antes había vivido un otoño tan largo ni había sido testigo de la tremenda lentitud con la que los árboles se iban transformando al adquirir toda la gama posible de tonalidades ocres. Es cierto que los alrededores de Washington son un inmenso bosque y que las casas están rodeadas de árboles adultos que, si bien les quitan claridad, les dan privacidad y la sensación de vivir en plena naturaleza aunque a un paso de la civilización. La amplísima red de parques nacionales, regionales y locales se ocupa de preservar esos espacios naturales intentando intervenir lo menos posible para no alterar los ecosistemas, lo que lejos de dar la impresión de abandono les otorga autenticidad.

Esa es la parte “salvaje”, en gran medida abierta al público para que puedas pasear por los bosques y donde sabes que te puedes encontrar toda clase de alimañas. De ahí salen los innumerables ciervos que se comen las plantas tiernas de tu jardín (y que muchos de ellos acaban atropellados al cruzar alguna carretera), los mapaches que roban la comida de los perros de los vecinos o los coyotes que asustan a los que salen a correr temprano en la mañana. Como yo no soy muy valiente y me gusta la naturaleza domesticada, reconozco que no me he adentrado en sus profundidades y me he conformado con la naturaleza civilizada que me resulta igual de espectacular.

Pero es que por todas partes hay cientos de árboles: en las avenidas, en las autopistas, en las calles de los barrios y en los jardines delanteros y traseros de las casas y tras cambiar armoniosamente de color van dejando caer sus hojas con tranquilizadora parsimonia cubriendo el suelo con un tapiz anaranjado. La primera vez que lo vi el año pasado me fascinó. Ese baile de las hojas caducas en su caída me llenaba de paz, los colores rojizos de los árboles de nuestro jardín me inundaban de deliciosa nostalgia y el crujido de huevo frito que hacían las hojas al pisarlas me producía una satisfacción infantil. Incluso ponía a Bob Dylan a cantar su “Blowing in the wind” para dar musicalidad a la danza otoñal. Maravilloso… hasta que llegó el momento de recogerlas.

Resulta que los cientos de hojas que caen diariamente en tu jardín se convierten en miles y en millones en un santiamén. El bonito tapiz ocre se transforma en una montaña de hojas que en cuanto te descuidas te llega por encima de la rodilla y que sabes que seguirá creciendo. No se las puedes colar al vecino con un golpe de viento afortunado porque no hay manera de disimular la cantidad de metros cúbicos de material orgánico que se acumulan en tu jardín y tus hijos no se dejan engañar con la promesa de una propina para que lo recojan. Y ahí se te acaba la sensación de paz y tranquilidad otoñal.

Como no tenemos jardinero latino con sueldo americano, que son los que abundan en el vecindario, compramos un rastrillo para poder ir haciendo nosotros mismos los montones de hojitas en el jardín. Pero cuando acabas de rastrillarlo y te crees que has hecho una gran obra, te giras y descubres que está otra vez cubierto de hojarasca. Alzas la mirada y con el corazón en un puño miras hacia la copa del magnífico árbol que tienes sobre ti y ves que aún le quedan cientos, miles de hojas que amenazan con caer en tu jardín y sabes que inexorablemente esa amenaza se cumplirá.

La cosa no ha hecho más que empezar. Una vez amontonadas hay que buscar cómo deshacerse de ellas.  Por las zonas más urbanas y por las avenidas públicas pasan unas aspiradoras-trituradoras que devoran las montañas de hojas que alcanzan cimas que ríete tú de las K’s del Himalaya. En nuestro área, más residencial, el servicio de basuras las recoge semanalmente pero antes tienes que introducirlas en unas bolsas enormes de papel que a tal efecto venden en las principales ferreterías y tiendas de jardinería. Pero si ya es un rollo amontonar las hojas, es un infierno el ir cogiéndolas a puñaditos, paladitas o como buenamente permita la embocadura de la bolsa. La espalda se te queda baldada de trabajar agachada, la ciática que nunca tuviste se empieza a dejar sentir y el maldito árbol sigue desnudándose con odiosa parsimonia.
   
El año pasado les pedí a los Reyes Magos un soplador para al menos librarme del rastrillado del jardín, pero no me lo trajeron porque era más urgente la pala de nieve (ya os contaré en otro post, ya). Tengo en el garaje, junto a mi rastrillo verde, decenas de bolsas de papel diciéndome “usame, úsame”. Y sé que lo tengo que hacer pero antes necesito ahuyentar esa bola de angustia  que crece dentro de mí con sólo pensar lo que me espera. Me sentaré un ratito en el jardín. Seguro que la colorida cadencia otoñal me relajará y me permitirá volver a disfrutar de la estación con la ignorante ingenuidad con la que lo hice el año pasado. Y cuando Gabriel salga al jardín con su traje de “agroman” listo para la faena, creo que me surgirá algo urgente que hacer dentro de casa. A ver si cuela.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Una de animadoras

Cuando mi hija mayor Adela nos dijo el año pasado que quería ser Cheerleader me quedé puesta. De carácter tímido y reservado y poco amiga de las grandes pandillas, no casaba para nada con mi idea estereotipada de las animadoras que salen en las películas americanas. Sinceramente, no me la imaginaba para nada sacudiendo pompones, regalando sonrisas y peleándose con sus compañeras por conquistar el corazón del jugador de fútbol americano más guapo y más simple. Pero bueno, como tenía que pasar una selección al parecer muy dura y no tenía ni idea de las rutinas (así llaman a los ejercicios que realizan), pensé que la realidad se encargaría de colocar a mi hija en su sitio y que, buena deportista como es, acabaría en otro equipo deportivo más adecuado para una española residente en EEUU.

El equipo de Adela
¡Qué equivocada estaba! Adela pasó los temidos y disputados “tryouts”, entró en el equipo y yo me empecé a dar cuenta de mi segunda gran equivocación, que Cheerleading no es para nada como me lo imaginaba: primero tuvo que pasar un reconocimiento médico extensivo y tras preguntar la doctora el deporte al que estaba destinado el informe puso tal cara de admiración y emitió tantas felicitaciones que me quedé otra vez puesta; después empezaron a llegar las cartas y notificaciones del colegio en las cuales se referían a ella como “atleta”; enseguida los entrenamientos se pusieron a un ritmo de 2 horas diarias, sábados incluidos; cuando comenzó la temporada de baloncesto empezó a tener partidos todas las semanas y ahora que estamos en la de fútbol americano hemos pasado a tener todos los viernes y muchos sábados ocupados y los padres estamos casi tan liados como las hijas; los ejercicios que realizan van mucho más allá de dar palmas y mover pompones y montan unas “torres” que, como dice mi amiga Trini, “sólo verlas produce contracturas”. Y la semana que viene empiezan las competiciones de animadoras, a nivel local, estatal y nacional y ya estoy temblando porque no sé muy bien lo que se me viene encima (de momento, llevar a la niña y desayunos para el equipo a las 5:30 de la mañana del sábado).

El caso es que esto de las animadoras es un tinglado descomunal con un nivel de exigencia tremendo para las deportistas y para las familias. Todo colegio o universidad que se precie ha de tener su equipo de cheerleaders para hacer que los aficionados animen a su equipo en las competiciones deportivas y, en muchos casos, el equipo de animadoras es mucho mejor que el equipo al que tienen que animar y se clasifica a niveles muy superiores en las competiciones específicas de su disciplina.

Aunque siempre he asociado las animadoras con el género femenino, lo cierto es que en el equipo de Adela hay un chico y es que la animación empezó como una actividad típicamente masculina cuando un estudiante de la Universidad de Minnesota dirigió a una multitud cantando “cheers” para animar a los jugadores a finales del siglo XIX. El que hubiera muy pocos deportes en los que las mujeres pudieran participar y que muchos chicos se alistaran en el ejército favoreció la feminización de este deporte. Con el desarrollo de la animación, en los años 80 se fueron incorporando a las actuaciones saltos, volteretas y movimientos gimnásticos cada vez más peligrosos que hicieron necesario crear unas guías de seguridad y certificaciones oficiales para los entrenadores. Esta semana el equipo de mi hija tiene que ir a pasar el examen de seguridad que comprueba si las acrobacias se realizan a la altura adecuada para evitar accidentes.

Sólo puedes ser parte del equipo de Cheerleader, como del resto de clubes deportivos de los colegios, si apruebas todas las asignaturas; si faltas al colegio por algún motivo, no te permiten asistir al entrenamiento (a no ser que sea una causa médica justificada con antelación) y si faltas más de cinco días al entrenamiento, eres expulsado del equipo. Con estas normas las directivas de los colegios quieren dejar bien claro que, aunque el deporte se considera muy importante para el desarrollo del alumno y se estimula de todas las maneras posibles, es un complemento del trabajo intelectual y como tal ha de ser considerado.

España no es un país con gran tradición en este campo pero parece que últimamente están apareciendo equipos de competición, como “Thunders Barcelona”, que ya tiene unos 40 miembros, o los madrileños “All Stars Toros” y “Cheerxport Alcobendas”, aunque con un número de participantes que está a una distancia estratosférica de los casi 400.000 cheerleaders que había en 2009 únicamente en los High School públicos de EEUU.

Aparte de las competiciones clasificatorias de Cheerleading, una de las épocas más activas es la semana de “Homecoming” en donde tradicionalmente se da la bienvenida a los antiguos alumnos de un centro educativo, principalmente universitario. Al extenderse esta costumbre a los High Schools lo que se celebra es el espíritu colegial y el ser miembros de una misma comunidad estudiantil. Y como el Homecoming se articuló desde sus orígenes en torno a un partido de fútbol, las cheerleaders juegan un papel fundamental.

Esa semana es especialmente divertida para los alumnos gracias a la “Spirit week”(cada día se visten siguiendo un tema determinado), el “pep rally” (espectáculo donde los distintos equipos o agrupaciones musicales hacen demostraciones, siendo una de las más aclamadas la de las cheerleaders), la elección del Rey y la Reina de Homecoming (en nuestro Condado han estipulado que pueden ser personas del mismo sexo), el “Tailgate” (partido de fútbol anterior al principal) y el partido de fútbol principal, generalmente contra un equipo al que sea fácil ganar y con la participación de la banda de música y los dos equipos de animadoras. El colofón lo pone el baile de Homecoming al día siguiente del partido, fiesta casi tan importante como la de Prom de final de curso que tanto hemos visto en las películas americanas. O sea, una semana a tope de inoculación del sentido de pertenencia a la manada en la que participan tanto alumnos como profesores a los que no es raro ver dando su clase vestidos de hawaianos, de hippies, en pijama,o lo que sea que establezca la consigna del día.


Tengo que reconocer que una vez recuperada de mi asombro inicial estoy encantada de ver que la imagen que yo tenía de las Cheerleaders se ha desmoronado. De momento todos aguantamos el ritmo pero no sé si a finales de año seamos nosotros los que la animemos a ella a cambiar de deporte por otro que exija menos compromiso paterno. ¿Ajedrez, tal vez?

lunes, 7 de noviembre de 2016

Que pierda el peor

Mañana es el gran día. El mundo entero está pendiente de lo que decidan los estadounidenses en las urnas. Durante la larguísima campaña electoral he intentado seguir elecciones primarias y caucus sin perderme en exceso, he visto cómo se definían los candidatos presidenciales de ambos partidos dejando a Bernie Sanders y Ted Cruz por el camino y me sentado ante la televisión a la vez que millones de ciudadanos para ver los tres debates electorales entre Hillary Clinton y Donald Trump. Pero a pesar de que las cadenas televisivas hayan dado un tratamiento espectacular a los distintos eventos y los diarios hayan llenado páginas con los escándalos de ambos candidatos, el tema no ha conseguido entusiasmarme. Tengo que reconocer que he acabado harta y cabreada de las elecciones e investiduras “a la española” y la falta de liderazgo de nuestros políticos españoles me ha llenado de hastío, pero me he quedado puesta al darme cuenta de que esa misma sensación embarga a muchos estadounidenses, que concentran su entusiasmo no en defender a su líder, que no lidera, sino en atacar al contario.


Ya no se trata de que “gane el mejor” y de que apoyemos con nuestro voto ilusionado al partido que da voz a nuestras convicciones políticas sino de que “pierda el peor” porque ningún candidato o programa político es capaz de emocionarnos. En estas latitudes, a 24 horas de las elecciones hay un empate virtual de demócratas y republicanos: Hillary Clinton no consigue inclinar la balanza a su favor ni con su experimentada carrera de burócrata (o tal vez precisamente por eso), ni con sus promesas para ganarse los apoyos de las minorías, ni con su condición de fémina que la convertiría, si llegara a ganar, en la primera mujer presidente de EEUU, en un país dispuesto  a este tipo de novedades tras haber tenido en Obama el primer presidente de color; y Donald Trump tampoco lo consigue a pesar de ser el auténtico rupturista del sistema, de su populismo, de su soberbia de exitoso hombre de negocios, de sus promesas a los millones de trabajadores que pueblan las ciudades en crisis del interior del país o de las barbaridades que han salido de su boca en los últimos meses.


Porque, al igual que nuestros presidenciables españoles, ninguno de ellos ha sido capaz de canalizar las ilusiones ciudadanas. Aquí se vota mañana, corresponsales de todo el mundo se han desplazado al país para seguir los resultados, miles de restaurantes están ya listos para recibir a los que quieran seguir en grupo las elecciones (algunos de ellos exigen la compra de un ticket para poder entrar) y se envolverá la fiesta de la democracia de espectacularidad americana, pero falta la ilusión por abrir el regalo de un nuevo ciclo político. Mañana el regalo no será para mí; el mío ya lo abrí y me salió Rajoy, que no es lo mismo pero es igual.

lunes, 31 de octubre de 2016

Trick or treat

Esta noche es Halloween y nosotros ya lo tenemos todo listo desde hace tiempo. El año pasado compramos un esqueleto maravilloso de 1,90 metros de altura al que bautizamos como Mr Bones y lo colgamos de uno de los árboles del jardín delantero. Pero estaba un poco solo así que este año hemos añadido un par de fantasmitas blancos y tres lápidas, hemos sentado a Mr Bones entre ellas y está tan a gusto en su camposanto que dudo mucho que nos deje meterlo mañana en una bolsa hasta el año viene.

Yo nunca había celebrado Halloween, siempre me había negado a adoptar una festividad que consideraba invención de los comerciantes para aumentar sus ganancias. Cuando vivíamos en México sí que abracé entusiasmada el día de Muertos. Me cautivó desde el principio el colorido de sus decoraciones, los altares de muertos tapizados de cempaxochitl o flores amarillas y naranjas donde ponían las fotos de los seres queridos rodeadas de sus comidas favoritas, su tequilita y hasta su cigarrito; me fascinaba que se llenaran los cementerios día y noche y la gente se sentara a comer sobre la tumba del familiar que había pasado al otro mundo y que hasta le llevaran mariachis para alegrarle y mostrarle su cariño. Me parecía fantástico que se celebrara la muerte como se celebra la vida, que ese día fuera  una ocasión para acordarnos de los seres queridos que ya no están con nosotros de una forma tan alegre y tan distinta de la sobriedad y tristeza con la que yo siempre había vivido el día de Difuntos en España. Hasta me hice con una pequeña colección de catrinas (de las que ya sólo me queda una) que son esas calaveras vestidas como damas de la alta sociedad cuyo aspecto macabro ha horrorizado a cuantos las han visto en mi casa cuando ya no estábamos en México.

Nunca más he vuelto a celebrar estas fechas porque durante los siete años que pasamos posteriormente en Oriente Medio nada invitaba a hacerlo ya que los musulmanes no tienen ese culto a sus muertos. Añoraba los “huesitos de santo”, esos mazapanes con forma de fémures que mi abuela siempre compraba en una pastelería de la calle Uría de Gijón, y poco más. Y ahora héme aquí, en este mundo anglosajón, lanzándome de cabeza a la celebración de Halloween y decorando mi jardín  para la gran noche del “Truco o trato” (“Trick or treat”) con el que los niños te retan para que les des caramelos. Y aunque es divertido, es todo demasiado aséptico e infantil y me parece, qué le voy a hacer, una celebración vacía.

La casa de los vecinos
Visto con ojos ibéricos me deja puesta que desde el mes de septiembre en las tiendas no haya más que decoraciones de Halloween, pero más puesta me deja si cabe que los americanos se pasen el año cambiando las decoraciones de sus casas, como si jugaran a vestir muñecas. Me explico: nosotros aterrizamos en el país a mediados de agosto y enseguida empezó la decoración de Halloween con esqueletos, cuervos o calabazas de todos los tamaños; siguió Acción de Gracias y las vajillas, las fuentes, los manteles o las coronas que se cuelgan de las puertas de entrada de las casas se inundaron de pavos de todas las formas y colores; diciembre llegó al paroxismo lumínico con los adornos navideños de toda temática posible; tuvimos un pequeño descanso hasta que los conejitos de Pascua y la celebración de la primavera volvieron a inundar jardines delanteros y traseros y, por estar en España de vacaciones, nos perdimos la locura del 4 de julio aunque fuimos testigos de los millares de diferentes artículos de colores patrios que se venden por esas fechas. Tanto es así que, al percatarme de que la gente dejaba sus coches aparcados fuera del garaje le pregunté a la vecina el motivo y la respuesta me volvió a dejar puesta: porque no les caben los coches dentro a causa de los trastos y cajas de adornos que la gente guarda allí. Y cuando me abrió los portones automáticos para que echara un vistazo al interior de su garaje, me lo creí.

Es verdad que en España no somos dados a decorar nuestras viviendas de esa manera. No sé si será por falta de espacio, de presupuesto, de creencias o por exceso de vagancia para hacerlo, pero lo cierto es que ya nos limitamos, como mucho, a unos mínimos adornos navideños en nuestras casas y eso cada vez menos. Y también es verdad que la secularización generalizada que nos rodea no invita a la exteriorización de aquellas expresiones culturales basadas en creencias religiosas que, a la larga, son la mayoría en nuestro país de tradición católica. Así que cuando veo aquí el fervor con el que se entregan a celebrar sus fechas, me quedo puesta porque ellos han vaciado de contenido religioso sus principales celebraciones (incluso Acción de Gracias, que lo celebran todas las familias americanas sin importar su credo religioso y que tiene más importancia que la Navidad) y han imbuido las que han podido de carácter nacional y patriótico. Y eso no ofende a nadie, forja el espíritu de una nación y hace crecer la economía americana. Una jugada redonda.

Sí, es una calabaza
Y eso es precisamente Halloween, un embalaje maravilloso para una caja vacía. Aunque hay que reconocer que es muy divertido ver cómo la vecina de 70 años enloquece llenando su porche de gatos negros, calabazas terroríficas  o zombies cuyos sensores les hacen emitir aullidos espantosos y temblar en espasmos arrítmicos, o ir a una de las muchas tiendas de “Halloween extreme” a  pasar un rato probándote todas las máscaras posibles y ver los miles de artículos de temática "gore" a la venta, o admirar las calabazas talladas del vecindario, algunas auténticas obras de arte. Yo me he dejado seducir completamente y esta noche nuestro querido Mr Bones estará pletórico. Dejémosle que disfrute.

lunes, 24 de octubre de 2016

Propinas, ni grandes ni pequeñinas

A mí las propinas me ponen muy nerviosa. Nunca sé si estoy haciendo lo adecuado; me da miedo ofender a la persona a la que se la doy, bien porque no debería dársela o bien porque es poca cantidad (tampoco voy repartiendo millones por ahí, es cierto); y también temo ofender a quien no se la doy porque pueda pensar que debería dársela. En España vivo más tranquila porque no somos un país muy dado a las propinas. Como hace mucho que han desaparecido los acomodadores de los cines (que me provocaban también bastante desasosiego), nos basta con redondear el precio de la consumición en un bar, dar algo más en un restaurante y alguna moneda a la que te lava el pelo en la peluquería. Fácil.

Pero en Estados Unidos, cada vez que voy a un sitio susceptible de dejar propina (que son prácticamente todos), me quedo al borde de tomar un calmante y no tanto porque no sepa qué cantidad dar, que te lo dejan muy clarito en la factura, sino porque no sé a quién “debo” dársela, por lo que a la larga implica de imposición que no permite la opción de dejar claro si ha gustado o no el servicio y por lo absurdo que en sí mismo me parece el concepto.

Cuando vivíamos en México en todos los supermercados había niños o jovencitos que ayudaban a meter la compra en las bolsas, los llamados “empacadores”, y siempre se les daba una propina, no necesariamente grande pero sí obligada, porque sabías que eran niños con escasos recursos. Aquí, en los supermercados, suele haber adultos con algún tipo de discapacidad que hacen ese trabajo, pero a esos no se les da propina. Y ahí estaba yo los primeros días con mis nervios de “¿qué hago, le doy o no le doy, y si le doy poco?”.

Poco después, en la peluquería, tras pagar la escandalosa cantidad de 85$ por un simple “lavar y peinar” me volvió el ataque de ansiedad. Con mis cuatro pelos recién cortados fui a pagar y tras ver lo altísimo de la factura me explicaron que me habían asignado la peluquera con más experiencia del local porque, por ser la primera vez, querían que me fuera contenta. Me quedé puesta al saber que no pagas por servicio sino que cada peluquero tiene sus tarifas y, claro, mi veterana era la más cara. Teniendo esto en cuenta, busqué a la que me había lavado el pelo y le di su propina sin entregar nada a la que me había cobrado 85$ de experiencia. Pues mal, lo hice mal, porque a esa también tenía que haberle dado entre un 15 y un 20% del monto de la factura, o sea, unos 15$ más. ¡Me fui tan contenta… que no he vuelto!

En los restaurantes ya sé que, en efecto, no puedes dejar menos del 15% porque el camarero tiene un salario muy básico y el cliente tiene que complementarlo con las propinas (o sea, que le pagamos el sueldo entre todos). La razón es que es el cliente quien recibe el servicio. Y a mí me vuelve a hervir la sangre: también recibo el servicio del cocinero o de quien limpia el local y es que voy al restaurante a eso, a que me liberen de hacer la compra, de cocinar, de servir, de fregar los platos… y todo eso es lo que estoy pagando en la factura al dueño del local, quien realmente tendría que encargarse de pagar a los que lo hacen posible.

El guía del “turibús” en Nueva York pedía propina porque decía que él, exactamente igual que un camarero o un taxista, estaba prestando un servicio, el mismo servicio que  yo considero que ya he pagado al subir a ese autobús. Y es que, claro, en una economía de servicios como en la que vivimos, estas situaciones se plantean constantemente. Por ello, el otro día, The Washington Post sacó una noticia de dos páginas con consejos sobre las propinas. En los dieciséis supuestos que planteaba, estos consejos se resumían en dos: sé generoso donde tengas que dejarla y “drop a few bucks” (“suelta unos dólares”) donde pienses que no hace falta. Era lo que me faltaba, fui corriendo a la farmacia a hacer acopio de tranquilizantes pero casi me los tomo todos antes de salir porque me volvió a asaltar la duda: ¿tengo que dar propina al dependiente que me ha despachado?

lunes, 17 de octubre de 2016

Ana es "patrol"

A finales del curso pasado, mi hija pequeña (10 años) decidió que quería ser “school patrol”. Yo no es que tuviera mucha idea de en qué consistía (es más, ni siquiera sabía que se pronunciaba “patról”, con una “o” larga acentuada y no como una palabra llana al estilo de nuestro “Níssan Pátrol”) pero, viendo la seriedad y la ilusión que Ana le puso, no pude más que interesarme por el tema.

Los Safety Patrols son un grupo voluntario de colegiales que, en principio, asisten a los niños en los cruces de las calles en horario escolar, en las subidas y las bajadas del autobús del colegio, en los movimientos de alumnos dentro de las instalaciones y en otras tareas que se consideren adecuadas, siendo siempre un buen ejemplo para sus compañeros.

Este movimiento de voluntariado fue organizado en los años 20 por el Chicago Motor Club y posteriormente coordinado a nivel nacional por la American Automobile Association (AAA) con el objeto de dar seguridad a los niños en una sociedad en la que el número de automóviles iba creciendo exponencialmente. El objetivo era “dirigir niños, no tráfico” y paulatinamente se fue extendiendo por todo el país hasta el punto de que hoy en día unos 650.000 niños hacen tales tareas en 34.000 colegios americanos, convirtiéndose en el mayor programa de seguridad y tráfico a nivel mundial.

Al parecer únicamente pueden ser Patrols los  alumnos del último curso de primaria, que ya tienen la veteranía para el cargo y sólo tras cumplir con un procedimiento bien regulado. Primero tienen que escribir una carta al encargado de los Patrols del colegio explicando por qué piensan que pueden merecer el puesto, cuáles son los aspectos de su personalidad más adecuados para tales funciones, dando ejemplos de su vida cotidiana que demuestren su responsabilidad y ejemplaridad e indicando qué pueden aportar al equipo de Patrols. El comité escolar tarda un tiempo en leer las cartas e indicar, en una esperadísima reunión, cuáles son los elegidos. Y Ana lo fue (la verdad es que lo fueron la mayoría de los que se presentaron) para su gran alegría y satisfacción.

A partir de ese momento tuvo que empezar a aprenderse de memoria el Juramento del Patrol y ser la sombra hasta fin de curso de alguno de los que que dejarían de serlo por no estar ya en el colegio el curso siguiente. Durante ese tiempo, el escolar experimentado le hizo el trasvase de sus tareas y responsabilidades asegurándose de su aprendizaje y, tras comprobar que el Juramento estaba bien comprendido y memorizado, dio el visto bueno para su nombramiento.  Eso sí, hasta hace unos días no le hicieron entrega del famoso cinturón amarillo y el “badge” o chapa que acreditan a todo patrol oficial y que es lo que más le gusta, porque así su “autoridad y dignidad” es mayor.

Cinturón y chapa de los "patrols"
Aunque en el colegio de Ana no ayudan a los niños peatones porque no se considera lo suficientemente seguro para todos, cada mañana y cada tarde es la última en subir al autobús del colegio tras comprobar que no queda ningún niño, verifica que todos están sentados antes de arrancar, busca a los parvulitos que van en su ruta, llama la atención a los niños que bajan corriendo las escaleras, ayuda a los pequeños en las horas de comedor que tiene asignadas … y, así, un sinfín de actividades. Una de las más codiciadas por los niños y que a ella personalmente le encanta por el protagonismo que le da, es izar y arriar las banderas de Estados Unidos y de Maryland. Y como curiosidad, si en algún momento se le cae la primera al suelo la tiene que besar 50 veces, una por cada Estado de la Unión; si es la segunda, 1 vez.  


A mí esta manera que tienen los americanos de valorar el trabajo voluntario y la asistencia a los demás me deja puesta porque, además, consiguen desde edades muy tempranas que los niños lo hagan con orgullo provocado por la admiración y el respeto de sus compañeros. En mi colegio, desde luego, nadie hubiera querido asumir tales tareas y, si alguno lo hiciera, estoy segura de que le acabaríamos llamando “pelota”, “chivato” o algo peor. Posiblemente hoy en día en España los padres protestarían diciendo que se les están encargando a los niños tareas que no les competen. Aquí consideran que los niños son perfectamente capaces de realizarlas, se les dan responsabilidades, se les premia con admiración y el sistema público de enseñanza se ahorra un dinero que puede destinar a otras necesidades educativas.