
Así que fui in extremis a una de las pocas librerías que siguen existiendo para
buscar alguna obra que me atrajera por su título, por el diseño de su portada,
por la temática, en fin, por cualquier cosa. Iba a dispuesta a dejarme seducir
fácilmente; las situaciones de crisis tienen eso, que no te permiten ser muy
exigente. Fracasé estrepitosamente y volví a casa con las manos vacías. De vuelta en el coche me dio por pensar que el
teléfono e internet me habían sorbido completamente la sesera, que habían modificado
de manera terrible mis hábitos de lectura y que me hacían repeler todo aquello cuya
extensión superara un tweet o cuyo
contenido no me permitiera leerlo en diagonal y darme la falsa impresión de
estar informada. Como el verano está aquí me dio por pensar que mis lecturas se
parecen cada día más a esos bronceados instantáneos con azúcar de caña que te
permiten lucir un moreno artificial y que a los pocos días se esfuman sin
dejar rastro en tu cuerpo: una capa superficial de información que no deja poso
en el cerebro y que se va tal cual ha venido, sin esfuerzo, sin constancia, sin
horas invertidas en la lectura.
Soy dramática en mis pensamientos y me
dejo llevar hasta terrenos que bordean el absurdo pero recupero la cordura
fácilmente. Algo hay de adicción a internet, es cierto, pero creo que aún no soy
un caso perdido. No es eso lo que me está pasando sino que aún no he conseguido
ponerme en “formato vacaciones” y, sobre todo, no he conseguido separar el “formato
A” del “formato B”. Dejadme que me explique.
Mis lecturas de verano han de adaptarse a
dos escenarios completamente diferentes, el norte y el levante españoles. No es
lo mismo leer a la hora de la siesta, tumbada sobre la cama, tapada con una
colchita, mientras una lluvia incesante martillea los cristales de las ventanas
que dan al mar Cantábrico o a las laderas donde pastan las vacas asturianas,
que leer en una playa del Mediterráneo sin mareas, bajo la sombrilla,
intentando cubrirte los pies con arena para evitar que el sol ardiente te los
calcine. El primer escenario me permitió en veranos pasados disfrutar largos
tomos de autores rusos del siglo XIX o sagas familiares de la literatura de
nuestra época, mientras el segundo escenario lo he entretenido con literatura
ligera que aguantaba los embites de la arena y del bronceador mientras me
refocilaba con la holganza y la molicie estival.

“The Vacationers”, de Emma Straub, y “The Rocks”, de Peter Nichols, me acompañaron una parte de los veranos anteriores. Desarrolladas ambas en Mallorca, para mí tuvieron el interés de descubrir cómo reflejaban sus autores la vida en la isla, su gente, su comida y sus costumbres. Veraneantes como yo que no veían lo mismo que yo o que lo interpretaban de otra manera porque nuestras referencias culturales son totalmente distintas. Cuando menos, curioso.