lunes, 15 de abril de 2019

Georgetown

Mis hijos, que pertenecen a la Generación Zeta, no recordaban haber oído hablar en su vida de la película “El exorcista”. Me quedé puesta. ¿No habían oído jamás comentar la película más terrorífica de la infancia de sus padres? Imposible. Sin embargo estaban fríos como témpanos y eran inmunes a nuestro entusiasmo. Nos encontrábamos a los pies de una larga y estrecha escalera. 75 escalones para ser exactos, los que le provocan la muerte al padre Damián Karras, ya poseído por el demonio que ha exorcizado de la pequeña Regan McNeil. Les explicamos que era una película de 1973, que cuenta la historia de un sacerdote católico que intenta sacar al diablo del cuerpo de una niña de 12 años que gira la cabeza 360º, vomita una viscosidad verde, levita sobre su lecho, pronuncia las obscenidades más escandalosas y pregunta a su madre con voz angelical “Do you know what she did, your cunting daughter?” (“¿Has visto lo que ha hecho la guarra de tu hija?”). Una frase para la posteridad.
 
Esa es una escalera que cualquiera que vive en Washington visita cada cierto tiempo, ya sea por el mero placer de revivir una secuencia cinematográfica o para mostrar a las visitas una pequeña curiosidad. No es comparable a los escalones del Tribunal Supremo, también muy fílmicos, o a las que suben al Memorial de Jefferson (el mejor sitio para observar el Cherry Blossom en esta época del año), ni mucho menos a la escalinata del Monumento a Lincoln, desde donde Martin Luther King Jr. pronunció su famoso discurso de “I had a dream” (“Tuve un sueño”). Pero tienen su magia y, sobre todo, son uno de los puntos de entrada al precioso barrio de Georgetown.

Su aire sombrío y misterioso combina a la perfección con el edificio gótico de color gris de la Universidad de Georgetown, la universidad católica más antigua de los Estados Unidos que fue fundada por los jesuítas a finales del siglo XVIII. En la actualidad es una de las universidades más prestigiosas el mundo y entrar en ese campus, mezclarse entre los cientos de estudiantes, pasear por sus instalaciones y asomar la nariz por alguna de las aulas me produce una mezcla de nostalgia por mi época universitaria, de envidia por no haber podido estudiar en una universidad como esa y de optimismo juvenil que no me abandona por un largo rato. Salir luego hacia el Georgetown residencial y recorrer las calles adoquinadas jalonadas de casas pintadas de colores, tomar algo en algún local chic o mirar los escaparates de la calle Wisconsin completan una mañana perfecta.

El sábado pasado, con el despertar primaveral, estaba animadísimo y lleno de gente. Los turistas se mezclaban con los residentes, con los estudiantes o con los padres de los aspirantes a ingresar en una de las mecas del saber. Reinaba un ambiente cosmopolita y jovial que no dejaba traslucir el pasado de este barrio. Porque si bien es cierto que Georgetown ya era en 1700 una boyante ciudad portuaria (era el punto más interior del río Potomac al que podían llegar los barcos con sus mercancías) era también un barrio predominantemente afroamericano. En 1800 su población era de poco más de 5.000 habitantes, de los cuales casi 1.500 eran esclavos y 277 eran negros liberados. Un siglo después los empleados del gobierno federal gentrifican la zona y hoy en día el desenfadado elitismo universitario se mezcla con el elitismo económico de uno de los barrios más exclusivos de la capital, donde las casas cuestan varios millones de dólares. 

Esta semana Georgetown y su pasado afroamericano han sido portada de los periódicos. Resulta que en 1838 la Compañía de Jesús vendió a 272 esclavos procedentes de sus plantaciones en Maryland para sanear las finanzas de su gran proyecto educativo. Desde 2015 la universidad ha ofrecido disculpas formales, ha renombrado pabellones en honor de aquellos hombres y mujeres y otorga ventajas a sus descendientes en las admisiones. Pero hace pocos días, dos tercios de los estudiantes de Georgetown han votado a favor de crear un fondo económico para resarcir a los descendientes y proponen una tasa que pagarán los propios estudiantes con su inscripción semestral. “Como estudiantes de una institución de elite reconocemos los privilegios que tenemos y deseamos, al menos parcialmente, pagar nuestra deuda con las familias de aquellos cuyo sacrificio involuntario hizo posible dichos privilegios”. Una frase mucho más correcta que la citada al principio de este post, salida de la pluma de otro alumno de la Universidad de Georgetown, William Peter Blatty, el autor de la novela "El Exorcista".  

Post-post
El barrio histórico de Georgetown ha sido el fondo de numerosas producciones cinematográficas de todos los géneros. “All the President’s Men”, sobre la investigación del famosísimo escándalo Watergate, localizó allí numerosas escenas donde vivían tres de sus protagonistas. En “No way out” un apuesto Kevin Costner utiliza el Freeway para escaparse; en “Deep Impact” el puente Key desaparece con una ola gigante; en “Minority Report” (con Tom Cruise) la calle Wisconsin aparece desierta reflejando una avenida del futuro. “Dave” (con Kevin Klein), “True Lies” (con Arnold Swarzenegger), “Enemy of the State” (con Will Smith), “The Man with one Red Shoe” (con Tom Hanks) son solo algunos de los títulos que se han servido de la magia de este barrio de la capital.

“Gentrificación” es la palabra de moda, pero es un anglicismo. Proviene del inglés “gentry” (pequeña nobleza) y se utiliza para hablar del aburguesamiento residencial, es decir, el proceso por el que la población original de un barrio, normalmente céntrico, es desplazada progresivamente por otra población de mayor nivel adquisitivo. Es lo que sucedió, por ejemplo, en el barrio neoyorkino de Brooklyn y lo que estamos viendo en España en Lavapiés, Chueca o Malasaña (Madrid), El Cabanyal (Valencia), el Portixol (Palma de Mallorca) o el barrio chino (Barcelona).

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