Ni bien llevábamos unos días de vuelta en
Potomac tras las vacaciones de verano, cuando Gabriel empezó a atacar con
Richmond. Un mes de “rodríguez” no le alcanzó para visitar todos los campos de
batalla que tenía a su alcance y necesitaba un museo que estructurara los datos
en su mente privilegiada. Y he aquí que este museo está justamente en Richmond.
Los chicos están ya un poco hartos de
museos y de “National Battlefields” por lo que Gabriel empezó dejando caer de
cuando en cuando el nombre de la ciudad, que si es la capital del Estado de
Virginia, que si durante la guerra civil fue la capital de los Estados
confederados de América, que si en esa época fue totalmente incendiada y destrozada
y ahora forma con Atlanta, Dallas y Charlotte el llamado Nuevo Sur…
Conforme se acercaba el fin de semana fue
sacando otro tipo de munición y optó por tirar de los recuerdos: “pero si ya
cruzamos todo el Estado de Virginia por el lado de la costa, ¿cómo no vamos a
conocer la capital?. ¿No os acordáis de lo que os gustó Jamestown, el primer
asentamiento inglés en los EE.UU y de donde procedía la nativa americana que
inspiró el personaje de Pocahontas?, ¿No disfrutásteis en Williamsburg, la
reproducción de la ciudad colonial, con la gente vestida de época interpretando
lo que era la vida en el siglo XVIII, y que hoy es uno de los destinos mas
turísticos en EE.UU? Pues Richmond también os va a encantar”.
El sábado por la mañana Gabriel dio por
terminada la “soft policy” y aplicó la doctrina del “big stick” y a las 9 de
la mañana estábamos todos sentados en el coche. Por cierto, el que acuñó esta expresión allá por 1901 fue
el presidente Roosevelt y cuando escuché cómo se pronuncia su nombre me quedé puesta: toda la vida hablando de “Rusvel”
y resulta que se tiene que decir “Rousevelt”, muy despacito y poniendo énfasis
en la “u”.
A los niños, la verdad, es que les da
igual ir a Richmond o a la Conchinchina, no se enteran de nada del viaje. El
mirar por la ventanilla del coche es cosa de otra época. Ellos miran la
pantalla del móvil, o la del DVD o en el caso de mi pequeña lectora compulsiva,
el libro en el regazo. Pero por la ventanilla, no. A pesar del entusiasmo que
sus padres le ponemos a todos los puentes, graneros, ríos o bosques con los que
nos vamos cruzando, lo máximo que conseguimos es que alcen la mirada durante
dos segundos, digan un educado “ahhh” y se vuelvan a sumir en su mundo virtual.
Con 35º el canal no estaba muy animado |
Cogimos atasco y viendo la emoción que
había en las filas traseras del coche a punto estuvimos de dar la vuelta pero
fuimos avanzando poco a poco hasta recorrer las algo más de 100 millas de
distancia en tres largas horas. Aparcamos en el centro de la ciudad, comimos
rápidamente un “hot dog” en uno de los pocos sitios abiertos y nos pusimos a
caminar a la orilla del canal, buscando algo de frescor para combatir los 35
grados que marcaban los termómetros. El paseo no fue muy relajante, la verdad,
pero nos llevó (¡oh, sorpresa!) al museo de la Guerra Civil Americana (American
Civil War Museum) donde todos entramos con mucho alivio al abrigo de su aire
acondicionado.
Los americanos son maestros en mostrar lo
que tienen. El ser un país con poca historia y con muchos fondos económicos les
permite crear este tipo de museos bien estructurados, con mucho panel
informativo, bastantes vídeos muy bien editados, algún que otro juego
didáctico, cierta interactividad y unas cuantas vitrinas con más reproducciones
que piezas originales. Escogen tres ideas básicas para desarrollar la
exposición (en este caso eran Confederacy, Union y Freedom) y terminas tu
visita con unos cuantos datos bien aprendidos y la sensación de haber pasado un
buen rato. Luego entras a las tiendas, que son todas fantásticas, te compras un
recuerdito o un libro de 700 páginas en el que se recogen todas las batallas de
la Guerra Civil si eres como mi marido, y sales feliz y contenta.
Cómo quedó Richmond en 1865 |
La fundición y uno de sus cañones |
El capitolio de Virginia |
J. Davis saludando |
Y aunque esta otra parte de la ciudad es
agradable, con bonitas casas y muchos estudiantes, le falta ambiente, alguna
cafetería, tienda, librería, lo que sea que te invite a bajarte del coche,
meterte por sus calles y dejar de mirar por la ventanilla, cosa que, por
supuesto, los niños no hicieron ya en ningún momento hasta que bien de noche,
en el primer semáforo de Potomac dijeron: “¡ah, si ya estamos casi en casa!”.