lunes, 29 de abril de 2019

Distopías

Si desde la puerta de mi casa conduces 11 horas seguidas, a la velocidad máxima permitida por la ley, puedes llegar a Chicago. Si eres como nosotros, que en cualquier sitio nos apetece parar, que “ya que estamos aquí, cómo no vamos a acercarnos a…”, que “espera, espera, que quiero hacer esta foto” o que en cada límite estatal tenemos que hacer un alto en el centro de visitantes para conseguir el mapa correspondiente que mi “hubby” colecciona, entonces, lo más probable es que, como mínimo, tardes tres veces más. 36 horas tardamos nosotros. Y, claro, a ese ritmo, nos suele tocar hacer noche por el camino. Y de eso va este post. De esas noches insulsas que se pasan en sitios en los que no existe ninguna razón para detenerse, aparte del descanso; de esos hoteles anodinos, en los que da hasta pereza hacer la reserva, porque no tienen nada que invite a quedarse salvo la esperanza de una cama cómoda.

Las carreteras de Estados Unidos están llenas de hoteles con ese propósito, una parada técnica, un “check-in” a última hora y un “check-out” lo más temprano posible con el cuerpo recompuesto. Yo odio esos hoteles. Detesto esas salidas de las autopistas plagadas de postes de cemento que enarbolan el nombre de las cadenas hoteleras, tan en lo alto como lo permita el ser vistos desde la distancia máxima. Alojamientos cuyos aparcamientos empiezan a llenarse a las 5 de la tarde (los americanos suelen cenar sobre las 6), con habitaciones que se ocupan, televisiones que se encienden, cuerpos entumecidos tras largas horas al volante que se estiran en la horizontalidad de una mullida cama. 

No hay nada que diferencie a los hoteles de la misma cadena. No hay nada que distinga al Hampton InnCourtyard Marrior, Hyatt place… de la salida X de la interestatal de Pennsylvania de sus hermanos de la interestatal de Ohio: los mismos muebles, idéntica ropa de cama, similar color de las paredes, repetición insaciable de cuadros que decoran las estancias. Un levantarse sin saber si estás en un sitio o en otro, que obliga a resetear el cerebro y rememorar la jornada de la víspera para recordar hasta dónde se ha llegado en el camino porque el despertar ha sido exactamente igual al del día anterior.

Provengo de un país pequeño y rico en historia, paisajes y tradiciones. Cuando he hecho allí un viaje en coche, rara ha sido la vez que no haya llegado a mi destino en el mismo día y si he tenido que pernoctar por el camino he aprovechado para que esa parada mereciera la pena: un puente romano, un monasterio medieval, una iglesia gótica, un restaurante apetecible, una cascada cantarina, un paisaje impactante o un amigo querido daban sentido a esa noche en tránsito. Pero esto es algo que no existe en Estados Unidos. La inmensidad territorial y su corta historia se traducen en kilómetros y kilómetros vacíos que se llenan de “plazas” aberrantes con los mismos comercios, restaurantes y productos. 

Me he venido dando cuenta de que esta manera de repetirse está ligada a la manera de ser del americano medio, poco propenso a probar cosas nuevas. En el Museo de la Coca-Cola de Atlanta (ver entrada ¿La chispa de la vida?) resaltaban que lo que más valoraban los consumidores era que su sabor fuera siempre exactamente el mismo, sin que importara en qué parte del mundo la bebieras; incluso el presidente Trump, otro producto genuinamente americano, se precia de cenar lo mismo en su cadena de restaurantes favorita, a la única que va cuando puede elegir. Para mí esta repetición hasta el infinito es lo más cercano a una distopía que yo haya podido experimentar. Y me produce un profundo desasosiego.

Pero la cosa puede empeorar . La primera vez que vi que unos niños estaban desayunando en pijama en el comedor de un hotel me quedé puesta. Pensé que tal vez se les habían pegado las sábanas y que, al fin y al cabo eran niños pequeños. Pero ya he llegado a ver a señoras despeinadas y con el rímel corrido sirviéndose los huevos; a adolescentes haciéndose los waffles con el pantalón de cuadros del pijama, sudadera y esas zapatillas que llevan tanto para andar por casa como para ir al colegio; o a afroamericanas tostando el pan en bata y con la especie de turbante que se ponen en la cabeza para dormir. Por eso esta vez en el hotel de Chicago (un cuatro estrellas en una buena zona), cuando bajaba a desayunar y se abrió el ascensor, no me llamó la atención que la señora que ya estaba dentro fuera en zapatillas con pompón y en pijama rosa. Simplemente me dio rabia que el pijama de Victoria Secret que llevaba era igualito al que yo me acaba de quitar en la habitación y que a ella le quedaba mejor. Y estar en plena distopía y que, encima, otras estén más favorecidas ya es el colmo.

Nota: Foto hotel Michael Rivera

lunes, 15 de abril de 2019

Georgetown

Mis hijos, que pertenecen a la Generación Zeta, no recordaban haber oído hablar en su vida de la película “El exorcista”. Me quedé puesta. ¿No habían oído jamás comentar la película más terrorífica de la infancia de sus padres? Imposible. Sin embargo estaban fríos como témpanos y eran inmunes a nuestro entusiasmo. Nos encontrábamos a los pies de una larga y estrecha escalera. 75 escalones para ser exactos, los que le provocan la muerte al padre Damián Karras, ya poseído por el demonio que ha exorcizado de la pequeña Regan McNeil. Les explicamos que era una película de 1973, que cuenta la historia de un sacerdote católico que intenta sacar al diablo del cuerpo de una niña de 12 años que gira la cabeza 360º, vomita una viscosidad verde, levita sobre su lecho, pronuncia las obscenidades más escandalosas y pregunta a su madre con voz angelical “Do you know what she did, your cunting daughter?” (“¿Has visto lo que ha hecho la guarra de tu hija?”). Una frase para la posteridad.
 
Esa es una escalera que cualquiera que vive en Washington visita cada cierto tiempo, ya sea por el mero placer de revivir una secuencia cinematográfica o para mostrar a las visitas una pequeña curiosidad. No es comparable a los escalones del Tribunal Supremo, también muy fílmicos, o a las que suben al Memorial de Jefferson (el mejor sitio para observar el Cherry Blossom en esta época del año), ni mucho menos a la escalinata del Monumento a Lincoln, desde donde Martin Luther King Jr. pronunció su famoso discurso de “I had a dream” (“Tuve un sueño”). Pero tienen su magia y, sobre todo, son uno de los puntos de entrada al precioso barrio de Georgetown.

Su aire sombrío y misterioso combina a la perfección con el edificio gótico de color gris de la Universidad de Georgetown, la universidad católica más antigua de los Estados Unidos que fue fundada por los jesuítas a finales del siglo XVIII. En la actualidad es una de las universidades más prestigiosas el mundo y entrar en ese campus, mezclarse entre los cientos de estudiantes, pasear por sus instalaciones y asomar la nariz por alguna de las aulas me produce una mezcla de nostalgia por mi época universitaria, de envidia por no haber podido estudiar en una universidad como esa y de optimismo juvenil que no me abandona por un largo rato. Salir luego hacia el Georgetown residencial y recorrer las calles adoquinadas jalonadas de casas pintadas de colores, tomar algo en algún local chic o mirar los escaparates de la calle Wisconsin completan una mañana perfecta.

El sábado pasado, con el despertar primaveral, estaba animadísimo y lleno de gente. Los turistas se mezclaban con los residentes, con los estudiantes o con los padres de los aspirantes a ingresar en una de las mecas del saber. Reinaba un ambiente cosmopolita y jovial que no dejaba traslucir el pasado de este barrio. Porque si bien es cierto que Georgetown ya era en 1700 una boyante ciudad portuaria (era el punto más interior del río Potomac al que podían llegar los barcos con sus mercancías) era también un barrio predominantemente afroamericano. En 1800 su población era de poco más de 5.000 habitantes, de los cuales casi 1.500 eran esclavos y 277 eran negros liberados. Un siglo después los empleados del gobierno federal gentrifican la zona y hoy en día el desenfadado elitismo universitario se mezcla con el elitismo económico de uno de los barrios más exclusivos de la capital, donde las casas cuestan varios millones de dólares. 

Esta semana Georgetown y su pasado afroamericano han sido portada de los periódicos. Resulta que en 1838 la Compañía de Jesús vendió a 272 esclavos procedentes de sus plantaciones en Maryland para sanear las finanzas de su gran proyecto educativo. Desde 2015 la universidad ha ofrecido disculpas formales, ha renombrado pabellones en honor de aquellos hombres y mujeres y otorga ventajas a sus descendientes en las admisiones. Pero hace pocos días, dos tercios de los estudiantes de Georgetown han votado a favor de crear un fondo económico para resarcir a los descendientes y proponen una tasa que pagarán los propios estudiantes con su inscripción semestral. “Como estudiantes de una institución de elite reconocemos los privilegios que tenemos y deseamos, al menos parcialmente, pagar nuestra deuda con las familias de aquellos cuyo sacrificio involuntario hizo posible dichos privilegios”. Una frase mucho más correcta que la citada al principio de este post, salida de la pluma de otro alumno de la Universidad de Georgetown, William Peter Blatty, el autor de la novela "El Exorcista".  

Post-post
El barrio histórico de Georgetown ha sido el fondo de numerosas producciones cinematográficas de todos los géneros. “All the President’s Men”, sobre la investigación del famosísimo escándalo Watergate, localizó allí numerosas escenas donde vivían tres de sus protagonistas. En “No way out” un apuesto Kevin Costner utiliza el Freeway para escaparse; en “Deep Impact” el puente Key desaparece con una ola gigante; en “Minority Report” (con Tom Cruise) la calle Wisconsin aparece desierta reflejando una avenida del futuro. “Dave” (con Kevin Klein), “True Lies” (con Arnold Swarzenegger), “Enemy of the State” (con Will Smith), “The Man with one Red Shoe” (con Tom Hanks) son solo algunos de los títulos que se han servido de la magia de este barrio de la capital.

“Gentrificación” es la palabra de moda, pero es un anglicismo. Proviene del inglés “gentry” (pequeña nobleza) y se utiliza para hablar del aburguesamiento residencial, es decir, el proceso por el que la población original de un barrio, normalmente céntrico, es desplazada progresivamente por otra población de mayor nivel adquisitivo. Es lo que sucedió, por ejemplo, en el barrio neoyorkino de Brooklyn y lo que estamos viendo en España en Lavapiés, Chueca o Malasaña (Madrid), El Cabanyal (Valencia), el Portixol (Palma de Mallorca) o el barrio chino (Barcelona).

lunes, 8 de abril de 2019

Emprendedoras

Todos los días, el High School de mis hijos emite, a segunda hora, los morning announcements. Son una serie de mensajes por megafonía que recuerdan las actividades más importantes del día o de la semana, avisan de fechas límite, promueven la participación estudiantil en cualquier acto o publicitan los apoyos que el colegio brinda a los estudiantes. Paralelamente, los padres recibimos por correo electrónico (también a diario) tanto esas píldoras informativas como otras que difunde la dirección del colegio sobre temas variados: becas, prácticas, cursos complementarios, trabajos remunerados, visitas de universidades, voluntariado… Tanto mensaje llega a abrumar, es cierto, pero me gusta echarles un vistazo rápido y no puedo evitar maravillarme ante la inmensa oferta de actividades que tiene a su alcance esta generación de estudiantes.

Entre todos esos correos electrónicos estaba, hace cosa de un mes, uno que daba a conocer un evento que organizaba una alumna de 16 años. Convocaba a una Cumbre de una organización sin ánimo de lucro llamada Girls who Start  (Niñas que empiezan) de la que ella es cofundadora y que busca inspirar a las chicas para que se conviertan en emprendedoras y líderes. Quise saber un poco más y me metí en la página web. Vi que se trataba de un programa de medio día de duración hecho por y para jóvenes, bien estructurado y mejor diseñado. Daba a las estudiantes la oportunidad de escuchar historias y consejos de una serie de mujeres emprendedoras que estaban al frente de empresas de diferentes sectores. Entre ellas habían conseguido que participara la propia Elle Macpherson, supermodelo, emprendedora y madre.

Me pareció interesante y animé a mis dos hijas, de 13 y 17 años, a que asistieran. Podía ser una buena oportunidad de entrar en contacto con un mundo muy ajeno al que ellas ven en nuestro entorno más próximo, donde el emprendimiento empresarial brilla por su ausencia. Era totalmente gratuito y se celebraba en el bonito barrio de Georgetown. Una buena forma de que pasaran la mañana de un sábado. Y, para mi sorpresa, les atrajo la idea y se apuntaron.

Allí fuimos este fin de semana. El empaque del edificio en el que tenía lugar la reunión, la joven que te recibía a la entrada, las que registraban a las asistentes, las que entregaban las carpetas con el programa del día… todo lo que yo pude ver al acompañar a mis hijas a la entrada estaba perfectamente previsto, planificado y desarrollado. Había unas doscientas asistentes, desde estudiantes de 7º curso hasta universitarias. Tras dar sus datos y una vez comprobada su inscripción previa (el evento había colgado el cartel de completo desde hacía tiempo y había una buena lista de espera) mis hijas desaparecieron entre la multitud. Tras numerosas ponencias y talleres con un descanso para la comida (que estaba incluida y que ofrecía menús alternativos para las alergias), volvería a buscarlas. Tenía ante mi cuatro horas estupendas para pasear por Georgetown en plena eclosión primaveral, horas que pasaron demasiado rápido, todo hay que decirlo.

En este bonito edificio de Georgetown tuvo lugar la Cumbre
Me deja puesta que una niña de 16 años tenga la iniciativa y la capacidad de organizar un evento de estas características con tal grado de profesionalidad. Que consiga financiación y apoyo en un mundo de adultos, porque a la vista estaba que no era un acto de bajo presupuesto. Que se gane la confianza de todos y que consiga que crean en ella. Que busque inspirar a otras jóvenes de su misma edad con casos reales y con protagonistas de mayor o menor éxito. Y, sinceramente, me alegro de que su evento haya sido un éxito

Mis hijas salieron cargadas de regalos de los patrocinadores y estuvieron hablando largo rato de las distintas anécdotas que escucharon de las ponentes, de por qué hay menos mujeres empresarias y de si es debido a que no confiamos en nosotras mismas o a que los demás no confían en nosotras. Y yo pensaba en que las verdaderas emprendedoras en este evento habían sido las muchachitas que lo habían organizado, que se habían empeñado en sacar adelante esa empresa para que otras niñas como ellas se animaran a acometer las suyas. Pensaba en que esas niñas seguramente llegarían lejos y que es estupendo que en plena adolescencia se entusiasmen con proyectos de este tipo y que el entorno en el que viven las apoye para hacerlos realidad. Porque ese respaldo de una sociedad que colabora con los proyectos de los demás gustosamente, en la medida de sus posibilidades y que rara vez se desentiende, no lo he visto en ninguna parte como en Estados Unidos. Forma parte de los valores de este país, cultivados desde la niñez, en casa y en la escuela, y me encanta. ¡Enhorabuena a todas las emprendedoras!

lunes, 1 de abril de 2019

Cometas en el aire


Esta mañana me he despertado, he salido a recoger el periódico y al levantar la cabeza me di cuenta de que la primavera había llegado al vecindario. Los centenares de cerezos que flanquean las calles de los alrededores de nuestra casa, que estaban todavía ayer desnudos, hoy están cuajados de flores rosáceas. De un día para otro. Bastó con que la víspera hubieran subido las temperaturas hasta los 20 grados para que los árboles sacudieran de sus ramas los últimos coletazos invernales y se vistieran de primavera. Me quedé puesta y miré, admirada, a mi alrededor deleitándome con el cambio. Empecé a subir la rampa de vuelta hacia casa con el periódico en la mano, retirando las gotas de rocío del plástico que lo protege; tenía el corazón contento y el ánimo por las nubes. Cuatro pasos más arriba sentí que me picaban los ojos y los tenía llorosos, tuve que pasarme el dedo por la punta de la nariz para retener un agüilla que amenazaba con llegar a los labios y solté tres estornudos que levantaron una bandada de lindos pajaritos. Sí, definitivamente la primavera (y sus alergias) ya está aquí. Qué alegría. Qué alborozo.

Es verdad que ya hemos cambiado la hora y que los días son más largos o que ya no cojo la bufanda al salir de casa temprano por la mañana, pero el cambio de estación apenas se había dejado sentir en la zona donde nosotros vivimos. Solo veinte kilómetros más allá la cosa es distinta y Washington DC vive su tradicional exaltación de la primavera con el National Cherry Blossom Festival que, cada año desde 1912, llena el calendario de actividades para celebrar el momento máximo de floración de los cerezos (ver entrada Regalos de amistad). En los alrededores del Tidal Basin, esa ensenada artificial que está rodeada de buena parte de los edificios más impresionantes y característicos de la capital de Estados Unidos, tienen lugar cientos de eventos para todos los gustos. Uno de los más populares es el Blossom Kite Festival, el concurso-festival de vuelo de cometas que se desarrolla en el Mall, en los terrenos que rodean al Obelisco o Monumento Washington.

Es un evento que se celebra todos los años, desde 1967, aunque forma parte del Festival de los cerezos desde hace apenas 8 años. Fue fundado por el primer curador del Museo Nacional del Aire y el Espacio, uno de los más visitados de la red Smithsoniana (ver entrada Mr. Smithson), como una competición de cometas caseras y compradas que se acompañaba de talleres de construcción de cometas y conferencias sobre el tema. Sin embargo, alguien desempolvó una ley de 1892 que todavía estaba en vigor y que prohibía el vuelo de cometas, globos y paracaídas dentro de los límites de la ciudad de Washington y se denegó a la institución Smithsonian el permiso para futuros festivales. En 1970 la policía detuvo a 11 personas que, desafiando la ley, fueron al Obelisco a volar sus cometas y el Festival se tuvo que mudar a Maryland. El posterior cambio de la normativa permitió que recuperara su emplazamiento original en 2008. Tres años después el patrocinador pasó a ser el Festival del Cherry Blossom ( que en el año 2016 tuvo que aclarar que los drones no estaban permitidos) y cada año supera el número de asistentes.
 
Entre ellos nosotros, porque el sábado nos levantamos, preparamos un buen picnic, cogimos un par de mantas para el suelo, buscamos en el garaje nuestras cometas y nos fuimos hacia DC. El Mall estaba animadísimo, los árboles eran macizos rosas en pleno esplendor y el cielo, un mar de cometas. En un extremo de los hilos niños y adultos disfrutaban por igual; en el otro, pulpos con tentáculos multicolores, estrellas tridimensionales, pájaros tropicales o algún tiburón amenazante competían en altura y vistosidad. Un espectáculo. Habían bastado unos cuantos grados más y que se convocara una actividad al aire libre para que saliéramos por miles, como las flores de los cerezos de mi vecindario. Porque la primavera ya está aquí, ahora sí, incluso en mi barrio. Sé lo que digo porque mientras escribo estas líneas voy llenando la papelera de pañuelos desechables. Qué alegría. Qué alborozo.