Si desde la puerta de mi casa conduces 11 horas seguidas, a la velocidad máxima permitida por la ley, puedes llegar a Chicago. Si eres como nosotros, que en cualquier sitio nos apetece parar, que “ya que estamos aquí, cómo no vamos a acercarnos a…”, que “espera, espera, que quiero hacer esta foto” o que en cada límite estatal tenemos que hacer un alto en el centro de visitantes para conseguir el mapa correspondiente que mi “hubby” colecciona, entonces, lo más probable es que, como mínimo, tardes tres veces más. 36 horas tardamos nosotros. Y, claro, a ese ritmo, nos suele tocar hacer noche por el camino. Y de eso va este post. De esas noches insulsas que se pasan en sitios en los que no existe ninguna razón para detenerse, aparte del descanso; de esos hoteles anodinos, en los que da hasta pereza hacer la reserva, porque no tienen nada que invite a quedarse salvo la esperanza de una cama cómoda.
Las carreteras de Estados Unidos están llenas de hoteles con ese propósito, una parada técnica, un “check-in” a última hora y un “check-out” lo más temprano posible con el cuerpo recompuesto. Yo odio esos hoteles. Detesto esas salidas de las autopistas plagadas de postes de cemento que enarbolan el nombre de las cadenas hoteleras, tan en lo alto como lo permita el ser vistos desde la distancia máxima. Alojamientos cuyos aparcamientos empiezan a llenarse a las 5 de la tarde (los americanos suelen cenar sobre las 6), con habitaciones que se ocupan, televisiones que se encienden, cuerpos entumecidos tras largas horas al volante que se estiran en la horizontalidad de una mullida cama.
No hay nada que diferencie a los hoteles de la misma cadena. No hay nada que distinga al Hampton Inn, Courtyard Marrior, Hyatt place… de la salida X de la interestatal de Pennsylvania de sus hermanos de la interestatal de Ohio: los mismos muebles, idéntica ropa de cama, similar color de las paredes, repetición insaciable de cuadros que decoran las estancias. Un levantarse sin saber si estás en un sitio o en otro, que obliga a resetear el cerebro y rememorar la jornada de la víspera para recordar hasta dónde se ha llegado en el camino porque el despertar ha sido exactamente igual al del día anterior.
Provengo de un país pequeño y rico en historia, paisajes y tradiciones. Cuando he hecho allí un viaje en coche, rara ha sido la vez que no haya llegado a mi destino en el mismo día y si he tenido que pernoctar por el camino he aprovechado para que esa parada mereciera la pena: un puente romano, un monasterio medieval, una iglesia gótica, un restaurante apetecible, una cascada cantarina, un paisaje impactante o un amigo querido daban sentido a esa noche en tránsito. Pero esto es algo que no existe en Estados Unidos. La inmensidad territorial y su corta historia se traducen en kilómetros y kilómetros vacíos que se llenan de “plazas” aberrantes con los mismos comercios, restaurantes y productos.
Me he venido dando cuenta de que esta manera de repetirse está ligada a la manera de ser del americano medio, poco propenso a probar cosas nuevas. En el Museo de la Coca-Cola de Atlanta (ver entrada ¿La chispa de la vida?) resaltaban que lo que más valoraban los consumidores era que su sabor fuera siempre exactamente el mismo, sin que importara en qué parte del mundo la bebieras; incluso el presidente Trump, otro producto genuinamente americano, se precia de cenar lo mismo en su cadena de restaurantes favorita, a la única que va cuando puede elegir. Para mí esta repetición hasta el infinito es lo más cercano a una distopía que yo haya podido experimentar. Y me produce un profundo desasosiego.
Pero la cosa puede empeorar . La primera vez que vi que unos niños estaban desayunando en pijama en el comedor de un hotel me quedé puesta. Pensé que tal vez se les habían pegado las sábanas y que, al fin y al cabo eran niños pequeños. Pero ya he llegado a ver a señoras despeinadas y con el rímel corrido sirviéndose los huevos; a adolescentes haciéndose los waffles con el pantalón de cuadros del pijama, sudadera y esas zapatillas que llevan tanto para andar por casa como para ir al colegio; o a afroamericanas tostando el pan en bata y con la especie de turbante que se ponen en la cabeza para dormir. Por eso esta vez en el hotel de Chicago (un cuatro estrellas en una buena zona), cuando bajaba a desayunar y se abrió el ascensor, no me llamó la atención que la señora que ya estaba dentro fuera en zapatillas con pompón y en pijama rosa. Simplemente me dio rabia que el pijama de Victoria Secret que llevaba era igualito al que yo me acaba de quitar en la habitación y que a ella le quedaba mejor. Y estar en plena distopía y que, encima, otras estén más favorecidas ya es el colmo.
Nota: Foto hotel Michael Rivera