Finalmente he dejado de engañarme a mí
misma y he aceptado que no es la secadora americana la que encoge mi ropa. No
me ha quedado más remedio que rendirme ante la evidencia de que es mi cuerpo el
que ha aumentado su volumen. Así que he decidido tomar cartas en el asunto: he
empezado a correr (o algo parecido porque, objetivamente, no creo que alcance
ni la velocidad ni la gracilidad necesarias para poder aplicar ese verbo a mi voluntariosa pero poco eficiente forma
de desplazarme).
En teoría lo tengo fácil. Según el American Fitness Index
(AFI) o Índice Americano del Ejercicio Físico, publicado por el American College
de Medicina Deportiva, Washington es, por tercer año consecutivo, la mejor
ciudad de Estados Unidos para hacer ejercicio. Señala asimismo que el 96,3% de
la población se encuentra a 10 minutos de distancia de un parque y que su
alcaldía es de las que más invierte en instalaciones deportivas. El
resultado es que “sólo” un 26% de la población de Washington es obesa, lo que
es una cifra muy baja hablando de EEUU.
Es impresionante la cantidad de deportistas que tiene Washington. Se nota a simple vista. A diario, ya
sea verano o invierno, ves constantemente gente corriendo, pedaleando o
remando. La verdad es que el emplazamiento es ideal: plano, extenso, rodeado de
bosques y a orillas del magnífico río Potomac lo que permite que cualquier
actividad sea una experiencia muy gratificante tanto física como estéticamente.
Los fines de semana, la aglomeración de deportistas copando los cientos de
millas de senderos deportivos o de los aparcamientos cercanos no puede más que
admirarte.
Por ello me quedé puesta al darme cuenta de que mi premisa de pobreza=delgadez aquí no se cumplía: en EEUU los
pobres son gordos; la obesidad y el sobrepeso están directamente relacionados
con ingresos inferiores. Y esto se verifica cuando vas al supermercado y
compruebas los elevadísimos precios de frutas y verduras, que se duplican si
son orgánicas. Es mucho más barato comprar “nuggets” congelados, comida
precocinada o irte directamente a un restaurante de comida rápida a atiborrarte
de hamburguesas y patatas fritas que comer de manera sana.
Además -no es excusa, de verdad- aquí
todo engorda (la leche sabe dulce, lo juro) y hay que hacer un ejercicio de voluntad para rebajar esas calorías de más, cosa que no cuadra muy bien
con los ideales de ocio de las clases menos favorecidas que no suelen ser correr
a orillas del Potomac, remar en sus aguas, patinar sobre hielo o pedalear entre los cerezos. Pero con un poco de
esfuerzo -nunca mejor dicho- podrían cuadrar con los míos; así que, harta ya de
subir de talla, me he descargado una aplicación en el teléfono para animarme y
monitorear mis carreras, he rescatado mi ropa deportiva del fondo del armario y
me estoy lanzando a diario a surcar senderos. Sólo espero no parecer el coloso
en mallas.
Post-post:
Y este guiño final sólo lo
entendemos en España donde en nuestro afán traductor se renombró “El coloso en
llamas” la oscarizada película “The towering inferno”, una de las más conocidas del llamado "cine de catástrofes". Dirigida por John
Guillermin e Irwin Allen y estrenada en 1975, recreaba un incendio en el
rascacielos más alto del mundo que los guionistas situaban en la ciudad de San Francisco. Aparte
de la espectacularidad de algunas escenas y del suspense que provocó en el
espectador, el filme brindó la oportunidad de ver juntas a dos de las más
grandes estrellas de Hollywood como Paul Newman y Steve MacQueen, además de
viejas glorias como Fred Astaire, Jennifer Jones o William Holden, quien hizo
en esta película una de sus últimas apariciones en el cine.
Imágenes de Gabriel Alou y Ricardo Pablo
Imágenes de Gabriel Alou y Ricardo Pablo