lunes, 13 de marzo de 2017

Chasing Amish

Siempre me ha dejado puesta la inmensa influencia del cine americano. La primera vez que paseas Nueva York vives un “déja-vu” constante, desde los taxis amarillos a los puestos de perritos calientes, pasando por la pista de patinaje del edificio Rockefeller o la escalinata de acceso al Metropolitan Museum. El Capitolio, el obelisco o la titánica estatua del Presidente Lincoln en Washington no necesitan ninguna presentación, ya los has visto montones de veces aunque no hayas puesto jamás un pie en la ciudad y en los últimos años series como “The Americans”, “House of Cards”, “Veep” o “Homeland” se han encargado de enseñarnos todos sus rincones.

Rocky atrae más turistas que el museo
A mí, a veces, me da pena esa pérdida del efecto sorpresa en los viajes. Siempre pienso que la sensación que experimentaba al ver el mar por primera vez la gente anterior a la era de las imágenes tenía que ser mucho más impactante que la que podríamos experimentar nosotros hoy en día. Pero también creo que el mero hecho de visitar por fin lo que has visto tantas veces en películas o en fotografías te provoca una satisfacción extra y hay sitios que, simplemente por aparecer en un filme se convierten en lugares de culto. Ello no impide que me dejara puesta el comprobar que el punto más visitado de Filadelfia fuera la escalera que lleva al Museo de Bellas Artes, y no por la colección en sí sino por recrear la escena de Rocky en la que Silvester Stallone la subía corriendo para mejorar su forma física.

Además, en muchas ocasiones, el cine te presenta historias que se desarrollan en ambientes extraordinarios y es la propia película la que te anima a ir conocerlos si la ocasión se presenta. Eso me pasó cuando fui al condado de Lancaster, Pennsylvania, a ver a los Amish, esa secta de cristianos anabaptistas que en su versión más conservadora rechaza los avances de la civilización, incluidos los coches, la electricidad o el riego automático y mantiene sus modos de vida sencilla.

Es una preciosa región a un par de horas de Washington, casi completamente rural, con extensas praderas, y cuidadas granjas salpicadas de esos graneros de color rojizo que tanto me gustan. Pero hay muchas zonas así en Estados Unidos. Lo especial aquí es la presencia de estos anacrónicos descendientes de inmigrantes alemanes que se asentaron en la zona a principios de 1700 atraídos por la libertad de cultos establecida por el cuáquero William Penn, el fundador de lo que sería la Provincia de Pennsylvania. Y resulta que ya sabíamos casi todo de ellos gracias a la película “Unico testigo”, de Peter Weir (título original “Witness”), con unos guapísimos Harrison Ford y Kelly McGuilis como protagonistas.

Apenas abandonas la carretera principal y te metes por las carreteritas locales te sientes como si estuvieras dentro de la película y los ves trabajando la tierra o volando cometas con sus proles de hijos, conduciendo los “buggies”, esos carromatos tirados por caballos, o vendiendo sus productos en el mercado en pueblos con nombres tan evocadores como Paradise (Paraíso), Bird-in-Hand (Pájaro en mano) o Intercourse (Trato). Gente de otra época, ellos con largas barbas y pantalones de tirantes; ellas, con vestidos hasta los tobillos y gorritos que les recogen el pelo, que tienen un idioma particular, para quienes cualquier forastero es llamado “English” y que forman en esta zona la comunidad más antigua y numerosa en los Estados Unidos, alcanzando el número de 30.000.

Pero si uno lo piensa bien se da cuenta de que realmente es una comunidad muy, pero que muy minoritaria de la que, sin embargo, sabemos muchas cosas: se les llama “the plain people” (la gente sencilla); son muy devotos y creen en la interpretación y aplicación directa las Escrituras, que son la palabra de Dios; no permiten interferencias del mundo moderno y rechazan cualquier tipo de electricidad  o el teléfono; se dedican a la agricultura como medio de vida; rechazan toda forma de violencia, el orgullo y la vanidad (los muñecos de los niños, por ejemplo, no tienen rostro, para evitar valorar aspectos estéticos); no consumen alcohol ni droga alguna; no pueden tocar ningún instrumento; a los 16 años tienen que salir “al exterior”, aunque sea simbólicamente (como ir al cine o a conducir un coche); se bautizan después de los 18 años, cuando ya tienen juicio suficiente para saber lo que hacen; se casan inmediatamente después; los hombres se dejan crecer la barba (no el bigote, que está prohibido) justo después de su boda; las mujeres se ocupan de las tareas de la casa y siempre van detrás de sus maridos, padres o hermanos; tienen un fuerte sentido comunitario y entre todos construyen el granero para las nuevas parejas convirtiendo la ocasión en una auténtica fiesta…

Mientras los veía pensaba que me hubiera encantado haber sido el personaje de Harrison Ford y vivir una temporada entre ellos, trasladada a otra época, sin comodidades ni lujos, trabajando la tierra y conociendo sus costumbres. Y posiblemente también me hubiera sentido molesta y volvería la espalda a una “English” como yo, en un coche como el mío, que se dedicara a otear la campiña en su búsqueda e intentara fotografiarlos como si fueran leones en un safari fotográfico en la sabana. Porque más que “Witness” pareciera que estuviera “Chasing Amish”.

Post-post:
“Chasing Amy” (“Persiguiendo a Amy”) es una comedia dirigida por Kevin Smith y protagonizada por Ben Affleck que, aunque me divirtió en su momento, no tiene mayor trascendencia que su título oportuno.

Fotos: Gabriel Alou, Alejandra Khatcherian y Ahd Photography

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