Tengo en el garaje una caja enorme llena
de cables, enchufes, ladrones, adaptadores, transformadores y demás materiales
por el estilo. Y no porque me guste la electricidad o tenga un hobby para el
que necesite su contenido. No. Junto a ella está otra caja con pequeños
electrodomésticos que no puedo usar en este continente porque la corriente o la
frecuencia no es la misma que en el continente donde fueron originariamente
comprados. Detesto ambas cajas y su contenido y el mero hecho de que existan y
de que las tenga que ir acarreando de un país a otro me pone muy nerviosa.
Pero no hace falta mudarse. Hay
cientos de millones de personas que viajan por turismo, por trabajo o por el
motivo que les dé la gana que quieren enchufar su aparatito y no pueden
hacerlo. Y tampoco hace falta cambiar de continente. Basta con viajar al Reino
Unido si estás en España o a Brasil si estás en Chile para que la cosa se
complique. Y todo por culpa de los malditos enchufes y la corriente eléctrica.
Es verdad que mi vida está llena de
bandazos geográficos. Llevo años sacando y metiendo cosas dentro de esas dos
cajas detestables o regalando electrodomésticos que sé que no me van a caber en
el armario del pasillo de la vivienda más pequeña en la que nos toque
instalarnos. Me gasto una fortuna en adaptadores chinos que se estropean cada
poco y he perdido mucho tiempo buscando dónde me los podían vender. Mientras
tanto, he tenido el reproductor musical, la tele, la batidora o el ordenador sin enchufar.
Hemos quemado algún que otro electrodoméstico por pretender cortar chorizo de
contrabando en Omán, donde la corriente funciona a 220 voltios, con un
cortafiambres comprado en Ecuador, que va a 110 voltios. Y ya no me pongo a
hablar de los hercios que son, al parecer, como una bestia oculta que, si no
la tienes controlada, cuando menos te lo esperas, te destrozan el aparato.
Menudo lío organizaste |
Por eso me deja puesta que a estas
alturas de la vida el mundo entero siga sin ponerse de acuerdo en tener un
sistema eléctrico homólogo y me puse a investigar un poco por qué. Resulta que
la culpa de todo la tiene una especie de genio del siglo XIX, llamado Nikola
Tesla, originario de lo que ahora es Croacia y que entonces pertenecía al Imperio
Austrohúngaro. Tras haber trabajado en varias industrias eléctricas de Budapest
y París se mudó a Estados Unidos donde estuvo a las órdenes de Thomas Edison,
el inventor de la bombilla, que era partidario de la corriente eléctrica
continua.
Los muros de la hidroeléctrica en Niágara |
El caso es que inventó un sistema de
generación y de distribución de electricidad con corriente alterna a 60 ciclos
por segundo (o hercios) que era capaz de hacer llegar la energía a distancias
mayores que la corriente continua de Edison. Como discutía tanto con su jefe
montó otra empresa asociado con Georges Westinghouse y juntos ganaron la
batalla de la distribución de la energía pues, según dicen, el transporte de
corriente alterna es más barato y más sencillo que el de corriente continua.
Tanto es así que en 1893 su sistema fue adoptado por la central hidroeléctrica
que funciona en las cataratas del Niágara.
Esas neveras no las teníamos en España |
Por si esto fuera poco, resulta que una
vez que se resolvió el dilema entre la
corriente continua y la alterna, Harvey Hubbell inventó el enchufe de dos patas
en Estados Unidos. Mientras esto ocurría, otros países inventaban sus propios
enchufes y se complicó más la cosa. Se intentó unificar los enchufes, e incluso se creó
una comisión internacional en 1906, pero llegaron las guerras y el proyecto se
paralizó. Además, la gente no viajaba tanto y si lo hacía no llevaba aparatos
eléctricos. El resultado es que cada país fue libre de estandarizar sus
enchufes para favorecer la seguridad, la garantía y la capacidad de sustitución
de los dispositivos y ahora existen al menos 14 enchufes diferentes. Yo tengo
adaptadores para un buen número de ellos que están en esa caja en el garaje
esperando que llegue el siguiente destino para ver la luz. Así que, por favor, ¡no me
vengas con enchufes!
Y cómo no mencionar, hablando de
cataratas, la película que supuso el primer gran papel de Marilyn Monroe: Niágara. Esta fue una de las pocas
producciones de cine rodada en color en la época dorada del cine negro.
Dirigida por Henry Hathaway y copratogonizada por Joseph Cotten, la película no
cosechó grandes éxitos de la crítica. El New York Times comentó en el momento
de su estreno, en enero de 1953, que “los
productores aprovechan bien la grandeza de las cataratas y sus áreas adyacentes
así como la “grandeur” de Marilyn Monroe. Tal vez ella no sea la mejor actriz, pero ni al director ni a los camarógrafos parece importarles mucho.
Han captado cada posible curva en la intimidad de la alcoba y en sus vestidos
sugerentes. Y han ilustrado de manera muy concreta que puede ser seductora
hasta cuando camina. Como se puede deducir de estas líneas, tal vez no
merezca la pena ver Niágara, pero sí las cataratas y la señorita Monroe”.