lunes, 25 de septiembre de 2017

No quiero enchufes

Tengo en el garaje una caja enorme llena de cables, enchufes, ladrones, adaptadores, transformadores y demás materiales por el estilo. Y no porque me guste la electricidad o tenga un hobby para el que necesite su contenido. No. Junto a ella está otra caja con pequeños electrodomésticos que no puedo usar en este continente porque la corriente o la frecuencia no es la misma que en el continente donde fueron originariamente comprados. Detesto ambas cajas y su contenido y el mero hecho de que existan y de que las tenga que ir acarreando de un país a otro me pone muy nerviosa.

Pero no hace falta mudarse. Hay cientos de millones de personas que viajan por turismo, por trabajo o por el motivo que les dé la gana que quieren enchufar su aparatito y no pueden hacerlo. Y tampoco hace falta cambiar de continente. Basta con viajar al Reino Unido si estás en España o a Brasil si estás en Chile para que la cosa se complique. Y todo por culpa de los malditos enchufes y la corriente eléctrica.

Es verdad que mi vida está llena de bandazos geográficos. Llevo años sacando y metiendo cosas dentro de esas dos cajas detestables o regalando electrodomésticos que sé que no me van a caber en el armario del pasillo de la vivienda más pequeña en la que nos toque instalarnos. Me gasto una fortuna en adaptadores chinos que se estropean cada poco y he perdido mucho tiempo buscando dónde me los podían vender. Mientras tanto, he tenido el reproductor musical, la tele, la batidora o el ordenador sin enchufar. Hemos quemado algún que otro electrodoméstico por pretender cortar chorizo de contrabando en Omán, donde la corriente funciona a 220 voltios, con un cortafiambres comprado en Ecuador, que va a 110 voltios. Y ya no me pongo a hablar de los hercios que son, al parecer, como una bestia oculta que, si no la tienes controlada, cuando menos te lo esperas, te destrozan el aparato.

Menudo lío organizaste
Por eso me deja puesta que a estas alturas de la vida el mundo entero siga sin ponerse de acuerdo en tener un sistema eléctrico homólogo y me puse a investigar un poco por qué. Resulta que la culpa de todo la tiene una especie de genio del siglo XIX, llamado Nikola Tesla, originario de lo que ahora es Croacia y que entonces pertenecía al Imperio Austrohúngaro. Tras haber trabajado en varias industrias eléctricas de Budapest y París se mudó a Estados Unidos donde estuvo a las órdenes de Thomas Edison, el inventor de la bombilla, que era partidario de la corriente eléctrica continua.

Los muros de la hidroeléctrica en Niágara
El caso es que inventó un sistema de generación y de distribución de electricidad con corriente alterna a 60 ciclos por segundo (o hercios) que era capaz de hacer llegar la energía a distancias mayores que la corriente continua de Edison. Como discutía tanto con su jefe montó otra empresa asociado con Georges Westinghouse y juntos ganaron la batalla de la distribución de la energía pues, según dicen, el transporte de corriente alterna es más barato y más sencillo que el de corriente continua. Tanto es así que en 1893 su sistema fue adoptado por la central hidroeléctrica que funciona en las cataratas del Niágara.

Esas neveras no las teníamos en España
En Europa, en Japón y en Estados Unidos, funcionaba también el voltaje a 120 voltios pero con la extensión del uso de la electricidad se consideró necesario aumentarlo para conseguir más energía con menos pérdidas y caídas de corriente. Estados Unidos también quiso cambiar a 220 voltios pero, en aquella época (estamos en 1950), los hogares medios norteamericanos contaban ya con lavadora, refrigerador y demás comodidades eléctricas del American way of life de los que carecían la mayoría de las casas europeas y se consideró que saldría muy caro sustituirlo. Así que se quedaron con lo que seguimos teniendo ahora, instalaciones de los años 50 y 60 que continúan haciendo frente a problemas del tipo de bombillas que se queman rápidamente cuando están cerca del transformador (consecuencia de un voltaje demasiado alto) o, por el contrario, que no hay bastante voltaje en el extremo de la línea. O sea, una caca.

Por si esto fuera poco, resulta que una vez que se resolvió el  dilema entre la corriente continua y la alterna, Harvey Hubbell inventó el enchufe de dos patas en Estados Unidos. Mientras esto ocurría, otros países inventaban sus propios enchufes y se complicó más la cosa. Se intentó unificar los enchufes, e incluso se creó una comisión internacional en 1906, pero llegaron las guerras y el proyecto se paralizó. Además, la gente no viajaba tanto y si lo hacía no llevaba aparatos eléctricos. El resultado es que cada país fue libre de estandarizar sus enchufes para favorecer la seguridad, la garantía y la capacidad de sustitución de los dispositivos y ahora existen al menos 14 enchufes diferentes. Yo tengo adaptadores para un buen número de ellos que están en esa caja en el garaje esperando que llegue el siguiente destino para ver la luz. Así que, por favor, ¡no me vengas con enchufes!


Post-post:
Y cómo no mencionar, hablando de cataratas, la película que supuso el primer gran papel de Marilyn Monroe: Niágara. Esta fue una de las pocas producciones de cine rodada en color en la época dorada del cine negro. Dirigida por Henry Hathaway y copratogonizada por Joseph Cotten, la película no cosechó grandes éxitos de la crítica. El New York Times comentó en el momento de su estreno, en enero de 1953, que “los productores aprovechan bien la grandeza de las cataratas y sus áreas adyacentes así como la “grandeur” de Marilyn Monroe. Tal vez ella no sea la mejor actriz, pero ni al director ni a los camarógrafos parece importarles mucho. Han captado cada posible curva en la intimidad de la alcoba y en sus vestidos sugerentes. Y han ilustrado de manera muy concreta que puede ser seductora hasta cuando camina. Como se puede deducir de estas líneas, tal vez no merezca la pena ver Niágara, pero sí las cataratas y la señorita Monroe”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario