lunes, 2 de octubre de 2017

The last ride

En un parque de Gijón hay un tiovivo para los niños. Cuando mi hijo de 14 años, con su 1,80 metros de estatura, lo vio este verano quiso subirse a toda costa. La verdad es que me pareció que ya era muy mayor para dar vueltas sentado sobre un minúsculo caballo sujetándose con una mano a la barra mientras con la otra nos saludaba. Para suavizar la cosa le propuse que subiera con su prima de dos años a la que justamente íbamos a ver en ese momento, en ese mismo parque. Accedió. La niña estaba comiendo algo, los padres nos liamos a hablar, mi hijo esperó pacientemente y cuando, finalmente, consiguió llevar a su prima al tío vivo, acababa de cerrar. Su decepción fue tremenda.

Ayer cerraba el tiovivo más famoso del área washingtoniana, el histórico Carrusel Dentzel del Parque Glen Echo, en Maryland, dando término a su temporada número 97. Volverá a abrir en la primavera del año que viene pero yo no pude evitar pensar en la cara de tristeza de mi hijo y en cómo no le dejé disfrutar sus últimos coletazos de niñez en una atracción que fue creada, precisamente, para hacer disfrutar. Así que, para quitarme el cargo de conciencia, decidí llevar a toda la familia a hacer “the last ride”, la última vuelta.

Pero es que el tiovivo que está en el Parque Glen Echo no es uno cualquiera. Fabricado por una compañía de carruseles del vecino Estado de Pennsylvania en 1921, es una buena muestra del tallado de madera que fue tan popular a principios del siglo pasado. Tiene 38 caballos, 2 carrozas, 4 conejos, 4 avestruces, un león, un tigre, una jirafa y un ciervo que pueden subir o bajar al compás de los acordes de banda militar de su órgano mecánico. Sólo queda una docena de estos maravillosos órganos que reproducen la música a partir de unos rollos de papel perforados de los que el parque conserva 200 rollos con 1.900 arreglos musicales.  La música de banda, las luces, los colores brillantes de los animales y su emplazamiento hacen que combinen perfectamente la felicidad infantil de la atracción con el disfrute adulto de su belleza.

El ranger nos ilustra
El parque fue en sus orígenes un intento fallido de crear a las orillas del río Potomac un espacio donde respirar aire puro lejos de la contaminación del Washington de finales del siglo XIX. El ranger que explica el parque a los visitantes (me encantan esos personajes mitad guías mitad boy scouts) cuenta que los promotores eran una pareja de hermanos inventores/industriales dedicados a los bienes raíces que diseñaron una ciudadela de piedra para dedicarla a la cultura con la programación de conferencias y conciertos, cursos de griego, hebreo, de la Biblia o de extensión de estudios universitarios. Y aunque tuvo cierto éxito inicial apenas duró un año. Se había corrido el rumor de que el área estaba infestada de mosquitos que contagiaban la malaria y tuvo que cerrar sus puertas. ¿Malaria? Me quedé puesta. Luego miré hacia el río y vi la espesa vegetación que ahora está controlada pero a saber cómo estaría en la época, me di cuenta de la tremenda humedad en la que vivimos a diario y del calor asfixiante que tenemos en verano y claro, ahí está el caldo de cultivo ideal de una potente malaria que yo nunca hubiera asociado con los alrededores de Washington.

Tras este fracaso en 1893 y con el auge de los parques de atracciones en Estados Unidos, el terreno se compró a principios del siglo XX para construir, en el más puro estilo art déco, uno de los mayores de la zona. En el Glen Echo Park se instaló en 1923 la primera pista de autos de choque del mundo, tenía una piscina olímpica con una playa de arena muy frecuentada por la juventud de la época y fue muy popular hasta su lento declive en los años 50, en que fue superado por otros parques del tipo de Disneylandia. La suspensión en 1960 de la línea del tranvía que transportaba a los pasajeros desde Georgetown hasta sus puertas contribuyó a que fuera abandonado por el público.

El parque, además, no fue ajeno a esa época de disturbios raciales de la capital de Estados Unidos que a mí me parece tan interesante (ver entrada El lado oscuro). Como la mayoría de los establecimientos públicos del área washingtoniana, estaba reservado para la población blanca. En 1960, unos estudiantes de color quisieron llamar la atención sobre las leyes segregacionistas y organizaron una sentada enfrente del carrusel. Detuvieron a cinco de ellos por allanamiento de la propiedad lo que derivó en una protesta de once semanas  contra la política del parque. En 1961 se vio forzado a abrir sus puertas a gentes de todas las razas, pero por poco tiempo: en 1968 cerraría sus puertas definitivamente.

Actualmente Glen Echo forma parte de la red de Parques Nacionales que lo han recuperado para la difusión de la cultura y las artes. Allí se organizan cursos de cerámica, soplado de vidrio,  joyería,  música (tiene una sede el Conservatorio de Washington) o baile en el llamado Spanish Ballroom (salón de baile español), un enorme espacio de más de 2.000 metros cuadrados construido en 1933 al estilo de la arquitectura de las misiones españolas. Gabriel va allí a clases de guitarra acústica con un profesor estupendo que viene una vez a la semana desde un pueblecito de Pennsylvania en donde, dice, toca, sobre todo, en funerales.

Ayer, al bajarse del carrusel, Miguel no tenía cara de funeral. Ni yo, ni nadie de la familia. Porque recuperamos por unos minutos la ilusión infantil de los tiovivos aderezada con el delicioso encanto demodé del Glen Echo Park.

No hay comentarios:

Publicar un comentario