lunes, 16 de octubre de 2017

Otro turismo cultural

Cuando hace unos años estábamos en Madrid, vinieron a visitarnos unos amigos asiáticos. Les llevamos a un sitio y a otro durante varios días y en un momento en que uno de sus hijos se quejaba porque estaba cansado, su madre le dijo: “ten un poco de paciencia, cariño, ya sabíamos que esta sería la parte más “cultural” de nuestras vacaciones; cuando pasado mañana nos vayamos a Londres, ya te divertirás”. Me quedé puesta.

Hay muchas formas de viajar. A mis hijos les gustaban mucho más los viajes de nuestros amigos: esquiaban sobre arena en el desierto, se alojaban en un hotel de hielo, hacían recorridos en submarino, se subían a coches de carreras en circuitos automovilísticos. Ellos tenían la impresión de que nosotros visitábamos únicamente catedrales y museos archidiocesanos, enfilábamos directos a los cascos históricos,  nos leíamos todos los paneles explicativos descoloridos por el sol ante cualquier muralla de piedra, mirábamos los edificios modernistas de las ciudades en vez de pararnos ante los escaparates de las jugueterías… “Un rollo”.

Sin embargo, desde que viajamos por Estados Unidos les gusta más hacer turismo con nosotros. Posiblemente sea porque al ser un país con una historia mucho más reciente que la de nuestra “vieja Europa” digieren más fácilmente lo que ven sin sentirse aplastados por el peso de los siglos y de los pedruscos arqueológicos. Pero también porque todos nos hemos tenido que adaptar a la oferta turística y nuestra forma de viajar ha cambiado sustancialmente. Ahora hacemos cientos de kilómetros hasta llegar al primer hotel y procuramos organizar las paradas donde haya algo “medianamente” interesante que, con el tiempo, acaba convirtiéndose en lo que más gracia nos acaba haciendo.

Esos altos en el camino me han permitido darme cuenta de que, si bien a los americanos la historia les infunde un respeto reverencial, cuando visitan un lugar valoran sobre todo la excepcionalidad, la originalidad, que haya sido muy trabajoso de realizar, que haya costado mucho dinero o que la persona que está detrás de eso haya sido o sea especial.

Si hace unos años alguien me hubiera dicho que me desviaría de mi ruta para ver una “casa zapato” tal vez le hubiera mirado con aires de suficiencia. La casa Haines está en una carretera en el centro de Pennsylvania y tiene todos los ingredientes que encantan a los americanos: la construyó un zapatero de Ohio que partió de la nada; creó la mayor cadena de tiendas en Estados Unidos propiedad de una sola persona; se hizo millonario; y era un excéntrico.

Mahlon N. Haines, conocido como el Mago de los Zapatos, planeó la Shoe House como un anuncio publicitario y, tendiéndole una bota de su tienda a un arquitecto, le dijo: “Hazme una casa así”. La casa, construida en 1948, mide unos 450 metros cuadrados y tiene el salón en la puntera, la cocina en el tacón, dos dormitorios en el tobillo y en el empeine está lo que hoy en día es una heladería. Llegó a habitarla por un tiempo pero no debía de ser muy cómoda puesto que pronto se trasladaría a otra vivienda en las cercanías.

Siguiendo por Pennsylvania, tuvimos que dar bastantes vueltas para encontrar lo que se anuncia nada menos que como “la gasolinera más antigua de Estados Unidos”, en funcionamiento ininterrumpido desde... ¡1909!. Se encuentra en Altoona y los comentarios de los usuarios en Trip Advisor son geniales: “Gracias por destacar esta pequeña y única joya”. “Es una auténtica experiencia retro”. “Es fantástico ser parte de la historia”. “¡Incluso te ponen la gasolina y te limpian el parabrisas!”. Me alegré de haber ido porque los dueños se lo toman muy en serio, te cuentan lo que saben encantados, te hacen pasar al taller para que veas las fotos y las piezas “históricas” e incluso, tras  limpiarte el parabrisas como dice el anuncio, te dan un recuerdo de madera que es una monada.

También en la "famosísima" Altoona se encuentra la llamada Shoe Horse Curve (Curva de la Herradura), otra “joya” del transporte, en este caso ferroviario. Esta audaz obra de ingeniería se inauguró en 1854 y permitió reducir sustancialmente los tiempos de transporte hacia el oeste con el trazo de una curva muy cerrada en un espacio muy reducido. Tuvo que hacerse sin intervención de maquinaria pesada y participaron 450 trabajadores, en su mayoría irlandeses, que cobraban 25 céntimos la hora en jornadas de 12 horas diarias. Ignoro si estaban bien o mal pagados, como sospecho que tampoco lo sabía la pareja de turistas americanos que visitaban el museo a la vez que nosotros, pero ellos se quedaron puestos. Les encantó el dato. A mí también me gustó el haber hecho ese alto en el camino, coger el pequeño funicular que te lleva junto a las vías a esperar que los trenes anuncien su paso a golpe de silbato y disfrutar del paisaje y del aire puro de las montañas Allegheny. 

Los niños tienen razón. No hace falta ir a un museo para aprender cosas interesantes. El espíritu emprendedor de un zapatero, la gasolinera y la curva del ferrocarril ilustran perfectamente lo que ha  sido el desarrollo de este país. 

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