lunes, 30 de octubre de 2017

¿Miedo?

Mañana es Halloween, víspera del Día de Difuntos o de Muertos. Hace semanas que mi querido esqueleto de plástico bautizado como Mr. Bones salió de su caja en las profundidades del trastero y aguarda un año más su gran noche sentado pacientemente en el jardín entre lápidas humeantes. Pero no es de calabazas, caramelos, disfraces o máscaras de lo que quiero escribir esta semana, eso ya lo hice el año pasado (ver entrada Trick or Treat).

Cuando era pequeña, si veía revuelo de personas enlutadas a las puertas de la parroquia cambiaba de acera inmediatamente sin mirar ni siquiera de reojo.  Mi abuela me decía que había que tener más miedo de los vivos que de los muertos pero a mí me daban miedo ambos, un miedo impreciso y ominoso que me hacía acelerar el paso para alejarme de la escena lo antes posible.

El primer funeral al que asistí, cuando ya era adulta, no me dio miedo ni me trae recuerdos tristes. Tras la ceremonia religiosa fuimos a comer a un restaurante los familiares más cercanos y no me avergüenza decir que lo pasamos bien.  El vacío vendría después pero el recuerdo de ese día es para mí alegre, festivo y consolador. Cada uno vive las pérdidas como puede pero yo me identifico más con los que, en vez de hundirse en la pena, se aferran al apoyo y el cariño de los que le acompañan y son capaces de tomarse un vino en recuerdo del ser querido.

Fiel reflejo de los gustos del difunto
Vino no, pero tequila se toma mucho en el Día de Muertos mexicano. Cuando vivíamos allí, me gustaba acercarme a los cementerios en ese día y recorrer las calles de Coyoacán o de San Juan buscando los altares de muertos, esas mesas profusamente decoradas en honor de los muertos de la familia en donde se ponen como ofrendas alimentos, flores, velas y objetos de uso cotidiano del difunto. Eran días llenos de colores, de música y de celebración de la vida, tanto de la propia como de la que se compartió con los difuntos.

En mis años en el Golfo Pérsico constaté que allí, en cambio, los cementerios pasaban casi desapercibidos. No tenían panteones, lápidas, nombres o decoración alguna. Una simple piedra, ni muy grande ni muy pequeña, marcaba donde se había enterrado a alguien, envuelto en un sencillo sudario y tumbado sobre su lado derecho. Sencillez y sobriedad. Nunca vi a nadie aseando el terreno, quitando malas hierbas (es verdad que en ese suelo desértico no crecía nada) o poniendo unas simples florecitas. Pero haber alguien, habíalo, como las meigas, porque la única vez que pisamos un cementerio en Omán, en un viaje por Salalah, con auténtico respeto y afán de saber un poco más, nos echaron a pedradas unas viejas vestidas de negro de la cabeza a los pies, y eso que íbamos con los tres niños. Ahí comprobé que mi abuela tenía razón.

En ese suelo es difícil que crezca algo
En Kuwait una amiga me pidió que la acompañara a dar el pésame a una familia que acababa de perder a su hijo. Fuimos a una de esas mansiones que tanto abundan en este micro-estado de la península arábiga. Para llegar a la vivienda había un atasco tremendo. Durante tres días un policía dirigiría el flujo circulatorio, los tres días en que, desde la mañana a la noche, la familia recibiría las condolencias. A la entrada las mujeres tomábamos un camino y los hombres otro. Teníamos secciones separadas y nosotras dábamos el pésame al sector femenino de la familia y a los niños. Previamente había preguntado por el código de vestimenta para no ofender a nadie y aunque no tenía que ponerme velo o abaya (la túnica negra con la que tapas tu cuerpo) y ni siquiera era necesario vestirse de negro (aunque sí con colores y prendas discretas) me dijeron que no podía llevar joya alguna, maquillaje o las uñas pintadas.

Nos hicieron pasar a la diwaniya o el gran salón con asientos alrededor en donde, tras dar la mano a los familiares rotos de dolor y de cansancio, nos sentamos en sendas sillas. Estuvimos diez o quince minutos en los que no hicimos más que mirarnos los unos a los otros, sin que nadie articulara palabra. Transcurrido el tiempo, nos levantamos y nos fuimos por un lateral. No pude dejar de pensar en si la familia se sentiría consolada por esa sucesión de abrazos y besos, rápidos e ininterrumpidos, hora tras hora, día tras día. En si le reconfortaría pensar durante los días siguientes en la cantidad de gente, conocida o no, que había pasado a dar el pésame. A mí me parecía un martirio o el intento de que el agotamiento físico y los convencionalismos sociales les impidieran pensar en lo que realmente había pasado.

¿Quién lleva la cena dentro de 3 meses?
Todavía no he ido a ningún funeral en Estados Unidos pero el otro día me llegó por la red de comunicación del High School de mis hijos una nota que me dejó puesta. Se ha muerto la mujer de un profesor del instituto y el colegio ofrecía la dirección particular del viudo para que le pudiéramos enviar tarjetas de condolencia o dejar platos de comida. Asimismo ponía a disposición de todos una hoja electrónica de inscripción para llevar más comida en las próximas semanas o ¡meses! Finalmente indicaba un buzón físico  y un portal de internet donde dejar los cheques o hacer las transferencias electrónicas para las donaciones en un fondo a favor de la educación de la hija. Aún no sé qué pensar. Esta vez el pragmatismo americano me ha dejado KO y, lo confieso, me ha dado un poco de miedo.

Nota: La foto del altar del muertos es de mi buena amiga Isabel Posadas

2 comentarios:

  1. Alucinantes las costumbres, miedo me da a mi tambien de los vivos.

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  2. Más que pragmatismo, lo encuentro un poco jeta no?? Igual es que no estoy muy acostumbrada, lo de la comida me deja super puesta jeee.

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