lunes, 28 de octubre de 2019

Thank you for your service


No es que estuviera escuchando, pero apenas oí “Thank you for your service, sir” (Gracias por su servicio, señor) dirigí la mirada hacia quien acababa de pronunciar esas palabras. Estaba esperando para entregar unos papeles en una oficina de tráfico, tenía treinta personas delante de mí y las sillas ante las distintas ventanillas se iban ocupando y desocupando con gente de todo tipo: la jovencita que entregaba documentación para hacer el examen de conducir, el asiático cargado de papeles meticulosamente ordenados, un latino amable y sonriente seguido de otro bastante malencarado, el señor canoso que llevaba veinte minutos ocupando el turno. No me aburría, pero me faltaba una historia y esas palabras me la estaban regalando.

El funcionario, un hombre de unos cincuenta años, de color, se dirigía al veterano, de poco más de treinta, con rasgos centroamericanos, que acababa de entregarle unos papeles. “¿Es usted veterano, señor?” “Gracias por su servicio, señor”. “No tenía que haber hecho la cola, señor”. “Gracias por su servicio, señor”. “Ahora mismo intento ayudarle, señor”. “Gracias por su servicio, señor”. En los cinco minutos que tardó en resolverle el trámite perdí la cuenta de cuántas veces repitió su agradecimiento. Me estaba quedando puesta.

Los americanos, lo afirmo generalizando pero sin miedo a equivocarme, son muy patriotas. Se ve en las banderas que colocan por todas partes, en las veces que se interpreta el himno en cualquier evento, en cómo se hace un silencio absoluto y se llevan la mano al pecho en cuanto suenan las primeras notas o en que, a diario, los colegios emitan por megafonía la promesa de lealtad (Pledge of Allegiance) que todos alumnos articulan con el máximo respeto. Han crecido con una ética patriótica según la cual son la cumbre de la civilización humana, no hay honor más grande que ser americano y las otras naciones no pueden sino aspirar a ser como ellos. Que sea cierto o no es lo de menos, es un mensaje que la mayoría cree con una fe ciega. Y es un mensaje que saben transmitir muy bien porque, incluso aquellos que acaban de adquirir la nacionalidad americana tras haber cumplido los requisitos, haber aprobado el examen de naturalización y haber prestado juramento, suelen ser más patriotas que el más patriota de todos.

Ese patriotismo se verbaliza en cuanto aparece un veterano. “Thank you for your service, sir”. Y, como yo no soy norteamericana, mi educación española no ha primado el concepto de patriotismo y no estoy acostumbrada a este tipo de fórmulas, me quedo doblemente sorprendida. En primer lugar, por lo genuino del agradecimiento pero, luego, porque no termino de entender qué servicio están agradeciendo. Porque en Estados Unidos, desde 1973, el servicio militar es una fuerza totalmente voluntaria y remunerada, por lo que ese “servicio” es, en realidad, un trabajo. Un trabajo difícil, duro, violento y que entraña muchos riesgos, pero al que los veteranos se presentaron voluntariamente, por el que recibieron un salario y por el que obtienen, muchos años después, prestaciones sociales. Se me ocurren muchos otros trabajadores cuya labor es fundamental (“Thank you for your job, sir/madam”) a los que nadie les agradece nada porque su trabajo no está relacionado con el término “patria” que es, realmente, lo que motiva el agradecimiento.

Sin embargo, un psicólogo me hizo ver que muchos veteranos se sienten incómodos y rechazan que les reconozcan sus servicios con esa fórmula verbal. Unos, porque reviven emociones no deseadas; otros, porque piensan que se dice sin sentirlo de verdad, como una mera fórmula de corrección política; otros, porque piensan que los que lo dicen en realidad buscan quitarse un sentimiento de culpa o vergüenza por no haber prestado el servicio ellos mismos. Puede haber tantas razones como veteranos, pero coinciden en que lo mejor es mostrar el agradecimiento con acciones: votando, ofreciendo un trabajo o una beca, participando en cualquier iniciativa comunitaria en beneficio de los veteranos o como, según me contó una amiga, hizo su jefa cuando estaban en una cafetería del aeropuerto antes de emprender un viaje de trabajo: vio a dos militares uniformados ordenando su comida en la caja, se levantó rauda y veloz dejando a mi amiga con la palabra en la boca, y le dijo al cajero que esa cuenta la pagaba ella. “Thank you for your service”. Mi amiga se quedó puesta y yo, cuando me lo contó, también.

Post-post:
Pulsando aquí podéis escuchar el Pledge of Allegiance que se recita en las escuelas y que en español se traduce así: "Prometo lealtad a la bandera de los Estados Unidos de América y a la república que representa, una nación bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos".


lunes, 21 de octubre de 2019

Camina, camina

Quien diga que en Estados Unidos no se camina es que no me conoce. Yo, aquí, he aprendido a caminar. Me refiero a caminar por placer, por diversión, por deporte... porque sí. No es que antes no caminara, pero cuando me proponían una excursión de fin de semana ni se me pasaba por la cabeza ir a andar o a la montaña. ¿A qué? Podríamos ir a una playa, a ver una exposición, a comer a un sitio chulo, o incluso hacer un picnic en algún lado, pero aparcando siempre bien cerquita. Lo importante era llegar rápido al lugar para hacer algo allí, no el camino en sí.

Y ahora, no sé si porque me aburrí en este país de acabar comiendo siempre lo mismo en diferentes restaurantes, porque la báscula me ha demostrado que a ciertas edades no se puede ser sedentario o porque las circunstancias me lo permiten, ahora resulta que me ha dado por caminar en el país del automóvil por antonomasia (o, tal vez, mejor dicho, por “autonomasia”).

Lo que sí sé es que la culpa de haberme hecho andariega la tiene el Cheasapeake & Ohio Canal, un parque nacional al que se accede desde muy cerca de mi casa. Casi 300 kilómetros (184,5 millas) paralelos al río Potomac, con una ligerísima pendiente, que llevan desde Georgetown, en el Distrito de Columbia, hasta Cumberland, en la frontera oeste del Estado de Maryland. Espectacular en cualquier época del año, cómodo para cualquier edad, fácil de seguir porque no tiene intersecciones y perfecto para construir, sin darse cuenta, una rutina de “hiking”. Yo me quedé atrapada en el gusto de caminar por una senda de unos tres metros de ancho, con el río a la izquierda y el canal original a la derecha, sorprendiéndome cada vez que mi paso ahuyenta aves, anfibios o mamíferos desconfiados y deseando que llegue el siguiente fin de semana para avanzar un poquito más en la ruta e ir comentando con mi hubby la belleza del lugar o las marcas históricas que vamos descubriendo.

Porque historia no le falta al lugar. Su construcción comenzó en 1828 cuando los Estados de Maryland y Virginia, y las ciudades de Washington, Georgetown y Alexandria decidieron unir fuerzas y fondos para construir una vía acuática que permitiera atraer mercancías y trabajos a la región. Fue una labor penosa, no exenta de dificultades debido a las condiciones del terreno, a la escasez de mano de obra y de maquinaria adecuada, a la negativa de muchos propietarios a vender terrenos o a la feroz competencia con la compañía ferroviaria B&O por hacerse con el control del transporte de mercancías.

Con un coste muy superior al estimado alcanzó, sin embargo, una longitud muy inferior a la deseada puesto que nunca llegó, como su nombre pretendía, a unir la bahía de Chesapeake con el río Ohio. Pero en 1850 cinco barcazas cargadas de carbón hicieron el recorrido completo y, pronto, harina, granos, piedras para la construcción, whiskey y otras mercancías se sumaron al transporte y hubo ocasiones en que 500 naves se encontraban simultáneamente utilizando el canal. Sin embargo, la compañía de ferrocarril fue poco a poco absorbiendo el transporte de carbón y una serie de grandes riadas infringieron severos daños a las infraestructuras del canal. El coste de las reparaciones era cada vez más difícil de sufragar para la compañía C&O, que acabó vendiendo acciones a la empresa ferroviaria. En 1924 una nueva riada causó estragos y esta vez ya no se arreglaron los desperfectos, lo que puso fin a esta forma de transporte de mercancías. En 1938 la compañía ferroviaria vendió todo el canal al Gobierno de Estados Unidos por apenas dos millones de dólares, nueve menos de lo que había costado originalmente. En 1961 el presidente Eisenhower lo proclamó monumento nacional y diez años después el Congreso le dio la categoría de Parque Histórico Nacional, que es lo que ha permitido que no fuera devorado por la maleza y que hoy en día todos lo podamos disfrutar.
 
Todo esto lo cuenta un libro que nos acompaña en nuestras caminatas y que nos va señalando cómo cambian los tipos de piedra en la construcción, los acueductos que fue necesario levantar, la vida de los guardeses de las esclusas del canal y sus familias, el trabajo de las mulas que arrastraban las barcazas, los mojones que van contando las millas del recorrido. Caminando, caminando, así entretenidos, ya llevamos casi 100 kilómetros andados (200, de hecho, porque siempre tenemos que volver adonde hemos dejado el coche). Algunos han estado muy concurridos de paseantes, corredores, ciclistas o piragüistas; otros han transcurrido solitarios, por encontrarse más alejados de núcleos urbanos, pero en todos nos ha acompañado una sensación de paz y bienestar que me era desconocida y que ha resultado ser adictiva. No sé si será parecida a la que dicen experimentar los peregrinos de nuestro Camino de Santiago pero lo comprobaré. Ganas no me faltan. Las voy alimentando todas las semanas mientras, a plazos, caminando, caminando, voy recorriendo el canal.

Post-post:
The C&O Canal Companion es una de tantas guías magníficas para conocer todos los entresijos de esta ruta que combina naturaleza, historia, ingeniería y vida sana. 

lunes, 14 de octubre de 2019

Mesothelioma

Mesothelioma, en español mesotelioma. Desde que llegué a Estados Unidos y enchufé la CNN hay un anuncio que me acosa. Sale un señor de edad avanzada, atractivo, llevándose la mano al pecho y haciendo un gesto de dolor. Le siguen doctores repitiendo sin parar la palabra “mesothelioma” acompañada de una jerga especializada comprensible solo para alguien en su quinto año de MIR. Luego vuelve a aparecer el mismo señor, ahora sonriente y lozano, jugando con un perro en el jardín mientras que la que se supone que es su mujer lo observa sonriente desde la terraza. El anuncio concluye con una parrafada a toda velocidad con advertencias sobre lo que debe de ser una medicina.

Busqué en Google y resulta que el mesotelioma es un cáncer de las células mesoteliales, que son unas que recubren las cavidades del cuerpo y de algunos órganos internos. Nunca hasta ahora había tenido el gusto de conocerlas. También aprendí que está relacionado con la inhalación o ingestión de asbestos, que no sé si he estado en contacto con ellos o no porque son unas fibras minerales malísimas, muy frecuentes en los aislamientos térmicos, que pasan totalmente desapercibidas.

Desde que sé lo que significan ambas cosas, cada vez que me trago ese anuncio me pregunto, ¿hay tantos enfermos de mesotelioma en este país que justifiquen poner un anuncio de esas características en horario de máxima audiencia, que es cuando yo veo la tele? No solo eso, aunque los hubiera, ¿es que el televidente va a ir a una farmacia a comprarse él solito un tratamiento para su cáncer o, casi que peor, va a llegar a la consulta de su oncólogo a exigirle que le recete esa medicina concreta que vio en un anuncio de televisión? Y finalmente, ¿realmente creen los publicistas que nos estamos enterando de algo los oyentes normales, que no padecemos esa enfermedad y que no tenemos un doctorado en química? 

Los anuncios de medicinas en televisión en Estados Unidos son increíbles. Predominan los que tratan enfermedades muy complejas del estilo del cáncer y los de las indigestiones, diarreas, flatulencias y demás cuestiones relacionadas con la alimentación. Esto último no me extraña dada la archiconocida calidad de su comida. Y pensándolo bien, creo que lo primero tampoco me sorprende, dada la porquería que debemos de estar comiendo o inhalando a diario.

Todos los anuncios siguen el mismo patrón. Sale alguien que está fatal y, tras tomarse la medicina, aparece mejor que nunca. Eso es lo que me deja puesta. En España, la protagonista del anuncio que decía “hace tiempo que sufro en silencio las almorranas”, aparecía simplemente aliviada y sonriente tras tomar el Hemoal. En Estados Unidos tendría que salir, como mínimo, cabalgando al galope sobre una yegua árabe en una playa paradisiaca o bajando a toda velocidad un camino de piedras en una bicicleta de montaña.  No exagero. El europeo espera una cierta mejoría tras tomar una medicación, el americano espera que le cambie la vida. Quienes en un anuncio se toman una medicina para los pulmones, salen buceando en las profundidades de un mar cristalino; quienes toman algo para corazón, salen tirándose en paracaídas; quienes se toman un antiácido, salen comiéndose una hamburguesa de una libra chorreteando kétchup y mostaza por doquier… No esperan menos.

Si esto ocurre en los anuncios televisivos, en la vida real no es distinto. El que va al médico por un dolorcito abandona la consulta con un “painkiller” para elefantes que puede resultar altamente adictivo (ver entrada Drugstores) y el Gobernador acaba declarando un estado de emergencia por crisis de opiáceos. Los americanos no están educados en la cultura de la tolerancia al dolor o del “aguanta un poco, que ya se te pasará” que nos decían nuestros padres. No es algo que forme parte de su optimismo innato y del sueño americano. Y todavía no tengo claro si es bueno, es malo o si no importa en lo más mínimo.

Créditos: Mesothelioma

lunes, 7 de octubre de 2019

Hay Day

Este verano visité una plantación de pimientos. Dicho así no queda muy glamuroso, la verdad, pero si añado que fue a pocos kilómetros de Biarritz y que unos días antes habían estado haciendo algo parecido las primeras damas del G-7, entre ellas nuestra Mrs Trump y Madame Macron, a lo mejor la cosa cambia. Sinceramente, no tenía ni idea de que las mujeres de los principales líderes mundiales habían dedicado una parte de sus apretadas agendas a tal menester y tampoco sé si estuvieron en la misma finca que yo, pero pasé un buen rato recibiendo todo tipo de explicaciones sobre cómo se plantan, cuidan, secan y preparan estos pimientos y, más satisfactorio si cabe, degustando una serie de productos elaborados con los famosos pimientos de Espelette.

Salí de allí con una pequeña selección de lo que podía traer en mi maleta a Estados Unidos y con el convencimiento de que los franceses son fantásticos a la hora de vender sus productos. En España nunca he tenido ocasión (no sé si porque no existen o por desconocimiento mío) de disfrutar, por ejemplo, de una visita guiada a un melonar de Villaconejos, de recibir una clase magistral sobre la denominación de origen de los tomates “bombón colorao” o de entrar en una fresca cueva de queso de Cabrales. Creo que es una idea que no está muy explotada y que tal vez funcionaría, especialmente lo de la cueva del Cabrales a la hora de buscar un refugio en esas interminables jornadas lluviosas del turismo en Asturias. 

A mi regreso a Estados Unidos, acabé un fin de semana en una carretera rural del profundo Maryland. Mientras el coche avanzaba millas yo me iba maravillando cada vez más con lo bien cuidados que estaban los campos, con la perfecta cuadratura de los descomunales maizales, con el armonioso conjunto que en cada propiedad formaban la casa principal, los silos, el granero y el cercado de los caballos. Era igualito al emporio granjero que llegué a levantar en un juego del iPad al que estuve enganchada durante bastante tiempo. Se llamaba Hay Day y consistía en hacer crecer tu propiedad partiendo de unos insumos mínimos. Llegué a tener unas producciones de maíz tan grandes que era imposible recogerlas, los silos se me desbordaban de trigo, no daba abasto para alimentar a los cerdos, las ubres de mis vacas estaban a punto de reventar, no hablaba con mi familia por andar recogiendo huevos... Ahí me di cuenta, sin moverme del sofá y con el dedo índice agarrotado de tanto recorrer la pantalla de la tableta, de lo duro que es el campo.

Llena de profundo respeto por los granjeros americanos, sabedora por experiencia (virtual) propia de lo difícil que es dar salida a los frutos de la tierra cuando no tienes una línea de distribución establecida, y completamente sugestionada por el entorno, decidí pararme en un mercado que vendía los productos de una de esas granjas. Era una nave en un costado de la carretera y había unos cuantos coches aparcados en el exterior. Un cartel decía “De nuestra familia a la tuya”. De inmediato quedé deslumbrada por los tomates y las montañas de las panochas de maíz bicolor. Admiré las pirámides de manzanas. Paseé por entre los calabacines y los pimientos rojos. Las berenjenas me llamaban por mi nombre para que las metiera en mi carrito y el olor de las tartas de frutos rojos todavía calientes hicieron que mis propósitos de seguir a régimen cayeran en el más profundo de los olvidos.

Fui bastante comedida en mi compra, no así el cargo en la tarjeta de crédito, que no reflejaba la ausencia de costes de intermediarios en el precio de venta final. Pero bueno, me dije, de algo tenían que vivir los dueños de esa desconocida y recóndita granja. Al llegar a casa y guardar la compra vi que una de las cajas tenía la dirección de la página web del lugar y caí en la cuenta de que hoy en día se puede estar alejado, pero no aislado. Luego mordí un tomate y por primera vez desde que llegué a este país este vegetal no me supo a plástico, el maíz que asé en la barbacoa se deshacía en la boca y la tarta duró un suspiro. Había merecido la pena la clavada. Pensé que seguramente los productos (virtuales) de mi granjita (virtual) eran (virtualmente) así de buenos y yo los había malvendido. Además, no había pensado en una página web y tampoco en visitas guiadas como en Espelette. Ahora tengo las ideas un poco más claras. Creo que voy a volver a descargarme el juego, si es que todavía existe. Ya os iré avisando de mis cosechas.