Algo que me tiene puesta desde que puse el pie en Estados Unidos es su servicio
postal. La mañana siguiente a nuestra llegada, cuando salí a dar una vuelta por
el vecindario, ya me llamaron la atención unas cajas que estaban a la puerta de
la casa de los vecinos. Una era de una televisión enorme y otras eran más
pequeñas, de Amazon. Cuando una hora después regresamos de nuestra pequeña ruta
de reconocimiento, me fijé en que las
cajas seguían allí y nadie había salido a recogerlas. Y así estuvieron todo el
día, al alcance de todo el mundo, hasta que sus afortunados destinatarios
regresaron a última hora de la tarde.
Los días siguientes ví que sucedía lo mismo en otras casas: el
cartero no tocaba el timbre, las cajas se quedaban a la puerta, a veces con
alguna foto del contenido, otras con su
discreto color marrón, sin que nadie se sintiera tentado de fisgar lo que había
dentro o de llevárselas a su casa para disfrutar de un “encuentro fortuito”. Y
claro, yo pensé: “¡Qué tranquilo y seguro es el barrio en el que vivimos, qué
suerte”.
Pero cuando empecé a ir a Washington DC
vi que allí era igual, incluso en las calles más transitadas. Vas caminando por
la acera y ves los paquetes que esperan a los vecinos, chivándose de quién va a
estrenar batidora, quién va a empezar a leer próximamente algún libro o quién
se va a sentar esa noche en una flamante silla de escritorio. Y tienes la
certeza de que ningún amigo de lo ajeno le va a privar de ese placer.
Es precisamente en esa seguridad y
confianza en la que radican el éxito y el uso intensivo que todo el mundo hace del
USPS, United States Postal Service, el organismo federal que controla el
servicio de correo del país. Y además, en un país como éste en el que las distancias
son tan grandes e internet está tan extendido, la gente compra mucho on-line
por lo que a todas horas, nevando o derritiéndose el asfalto, ves vehículos de correos circulando por doquier. Para
desgracia de nuestra anoréxica cuenta corriente, yo me he metido de lleno en
ese mundo y tengo que reconocer que me han llegado por correo las cosas más
variopintas: un lazo rosa, las carpetas del colegio, ropa de temporada, utensilios
de cocina, cortinas, el equipo de música o 100 litros de relleno de cojines
(que se mide por litros, cosa curiosa).
Además, si te mudas de casa y lo
solicitas, USPS se encarga de enviarte la correspondencia que siga llegando a
tu antigua dirección, aunque te mudes temporalmente por vacaciones o por
trabajo. Y encima, si no quieres que te molesten durante las vacaciones o si viajas al extranjero, puedes solicitar que tu correo sea puesto
“on hold”, es decir, que retengan tus cartas en la oficina de correos hasta que
regreses. Esto último es casi obligatorio para evitar que
posibles cacos sepan si la casa está o no habitada y no generar inseguridad en
el vecindario. Nosotros no lo hicimos este verano y nos lo hicieron saber rápidamente los vecinos (glups).
El cartero pasa asimismo varias veces al
día, en una especie de furgoneta con la puerta casi siempre abierta y que tiene el volante a la derecha para
que pueda, sin bajarse del automóvil, dejar las cartas en tu propio buzón, que
siempre está situado en la calle o carretera enfrente de tu casa. El buzón
tiene una especie de palanca roja, a modo de indicativo, que tú
levantas cuando quieres. Porque, y esto ya es la bomba, ni siquiera tienes que
buscar una oficina de correos para franquear tus cartas ya que el cartero sabe que cuando
la palanca está levantada tiene que recoger correspondencia de tu buzón. Yo,
sinceramente, no lo sabía y fueron mis hijos quienes me lo contaron mientras me
reprendían con un “pero mamá, si sale en todas las películas”. No sé vosotros,
pero en las que yo ví no salía y, encima, el cartero siempre llamaba dos veces,
como tan sensualmente nos recordaron Jack Nicholson y Jessica Lange en aquella película de suspense.
Post-post:
Pero aquí no termina mi
enamoramiento con USPS. Os avanzo que otro día os contaré más cosas al
respecto.