(u horteradas) del diseño.
Lo cierto es que los que a mí me gustan son los árboles naturales. Me encanta el olor a bosque que desprenden y la frondosidad de sus ramas, cómo se camuflan las luces y la irregularidad de sus formas. Pero odio el recoger las agujas que caen a diario, el quitar las manchas de resina del parqué o del manto del suelo, el riego diario, el que se ponga mustio antes de Reyes y el tener que buscar cómo deshacerte de él cuando terminan las fiestas. Es una larga lista de odios causados por una celebración tan cristiana como la Navidad, así que hace ya unos cuantos años que me pasé al mundo de los árboles artificiales y para quedar más fina y menos prosaica justifico mi decisión con argumentos ecologistas, que también tengo alguno.
Pero por cuestiones de espacio en la
mudanza, mi anterior árbol de Navidad se lo quedó mi querida colega mexicana
Betty y me encontré con que no tenía árbol cuando llegué a Estados Unidos. Y un
día, allá por el mes de octubre del año pasado, cuando todavía andaba
desesperada buscando lámparas de pie con las que suplir la falta de luces en
los techos de mi casa, fui a una venta de garaje y encontré mi árbol actual con
un bonito cartel colgado que decía
“I turn”. Sin saber muy bien lo que estaba comprando, me lo llevé con cuanta tira de luces fui encontrando por ahí y con una magnífica bolsa verde con asas rojas para guardarlo, muy navideña también. Cuando las navidades pasadas lo colocamos en el salón y lo enchufamos, a todos nos entró un ataque de risa y tengo que reconocer que temí que en cualquier momento empezara a emitir una machacona versión china de “We wish you a merry Christmas”, cosa que, afortunadamente, no sucedió.
“I turn”. Sin saber muy bien lo que estaba comprando, me lo llevé con cuanta tira de luces fui encontrando por ahí y con una magnífica bolsa verde con asas rojas para guardarlo, muy navideña también. Cuando las navidades pasadas lo colocamos en el salón y lo enchufamos, a todos nos entró un ataque de risa y tengo que reconocer que temí que en cualquier momento empezara a emitir una machacona versión china de “We wish you a merry Christmas”, cosa que, afortunadamente, no sucedió.
Las ventas de garaje o “yard sales” salen
en montones de películas y se hacen cuando alguien quiere deshacerse de cosas
que ya no quiere. No hay tantas como me imaginaba, la verdad, pero lo que sí es muy habitual y que me
dejó puesta cuando supe lo que
eran, son los “estate sales”, algo parecido a las ventas de garaje pero a lo
bestia y de todo el contenido de una casa. Entras en la vivienda y vas
recorriendo las habitaciones sabiendo que todo lo que ves lo puedes comprar (a
no ser que específicamente indique que no está a la venta). Los suele realizar
alguna empresa que sitúa allí a tres o cuatro personas, generalmente mujeres
maduritas, que pueden tener incluso un datáfono para pagar con tarjeta y a diferencia de las ventas de garaje, están regulados, hay que pedir un permiso para realizarlos y pagas impuestos por tus compras

El caso es que a mí siempre me han dado
un poco de repelús y me provocan inmensa tristeza. En los garajes sueles ver andadores
de ancianos, sillas de ruedas, palos de golf, trastos que en su momento
hicieron felices a quienes los tuvieron; los armarios de la cocina están
abiertos dejando ver las despensas con los productos ya empezados a la venta o los
platos desportillados donde un nieto pudo haber tomado su primera papilla; hay
libros y hasta vasos de agua en las mesitas de noche; los vestidores están tal
y como su dueño los tenía, con aquella chaqueta cuya manga se había quedado por
dentro o con los calcetines dentro de los zapatos. Pareciera que el propietario
hubiera salido a hacer un recado y pudiera volver en cualquier momento. Y
decenas de personas husmeando entre las cosas. ¿No tendrían un familiar o
alguien cercano que sacara los objetos de su contexto para deshumanizarlos, para
que sus intimidades no estuvieran expuestas al público?. Comparto la idea de reciclar y dar una segunda vida a los objetos pero no puedo evitar sentir que estoy invadiendo una parcela privadísima de la vida de un desconocido aunque un cartel de "estate sale" me haya franqueado el acceso.
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La ocasión perdida |
En casa de mis abuelos había uno de esos maravillosos tocadiscos. Mi abuela se lo regaló a algún vecino, me parece, siempre me dio pena no habérmelo quedado y ahora pienso que con la vida errante que llevo seguro que su nuevo dueño disfruta mas que yo del "utensilio". Yo sería fan de estas ventas.... seguro.
ResponderEliminarTú estarías entretenidísima yendo a todas ellas y seguro que se te ocurriría más de una idea brillante.
Eliminarme encantaría visitar una y también que aquí se hiciese, aunque reconozco que también me daría cierto pudor. Gracias por compartir tus experiencias Eva. Enriquecen
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