lunes, 12 de diciembre de 2016

Estate sales

Ya tengo listo el árbol de Navidad. Aunque no me he dado tanta prisa como mis vecinos que al día siguiente de Acción de Gracias ya estaban cambiando la decoración de pavos y calabazas por la de renos, cascanueces, carámbanos luminosos y coronas vegetales con lazos rojos, mi casa luce modestamente navideña. Y mi árbol, tras unas cuantas horas empleadas en meterle las cerca de 700 luces y los veintisiete mil adornitos, ya está dando vueltas en el salón. Sí, sí, porque mi maravilloso árbol de Navidad “made in USA” tiene un interruptor para hacer que gire y un enchufe en la base donde conectar las tiras de luces para ahorrarte ladrones, alargadores y cables enredados. Maravillas 
(u horteradas) del diseño.

Lo cierto es que los que a mí me gustan son los árboles naturales. Me encanta el olor a bosque que desprenden y la frondosidad de sus ramas, cómo se camuflan las luces y la irregularidad de sus formas. Pero odio el recoger las agujas que caen a diario, el quitar las manchas de resina del parqué o del manto del suelo, el riego diario, el que se ponga mustio antes de Reyes y el tener que buscar cómo deshacerte de él cuando terminan las fiestas. Es una larga lista de odios causados por una celebración tan cristiana como la Navidad, así que hace ya unos cuantos años que me pasé al mundo de los árboles artificiales y para quedar más fina y menos prosaica justifico mi decisión con argumentos ecologistas, que también tengo alguno.

Pero por cuestiones de espacio en la mudanza, mi anterior árbol de Navidad se lo quedó mi querida colega mexicana Betty y me encontré con que no tenía árbol cuando llegué a Estados Unidos. Y un día, allá por el mes de octubre del año pasado, cuando todavía andaba desesperada buscando lámparas de pie con las que suplir la falta de luces en los techos de mi casa, fui a una venta de garaje y encontré mi árbol actual con un bonito cartel colgado que decía 
“I turn”. Sin saber muy bien lo que estaba comprando, me lo llevé con cuanta tira de luces fui encontrando por ahí y con una magnífica bolsa verde con asas rojas para guardarlo, muy navideña también. Cuando las navidades pasadas lo colocamos en el salón y lo enchufamos, a todos nos entró un ataque de risa y tengo que reconocer que temí que en cualquier momento empezara a emitir una machacona versión china de “We wish you a merry Christmas”, cosa que, afortunadamente, no sucedió.

Las ventas de garaje o “yard sales” salen en montones de películas y se hacen cuando alguien quiere deshacerse de cosas que ya no quiere. No hay tantas como me imaginaba, la verdad,  pero lo que sí es muy habitual y que me dejó puesta cuando supe lo que eran, son los “estate sales”, algo parecido a las ventas de garaje pero a lo bestia y de todo el contenido de una casa. Entras en la vivienda y vas recorriendo las habitaciones sabiendo que todo lo que ves lo puedes comprar (a no ser que específicamente indique que no está a la venta). Los suele realizar alguna empresa que sitúa allí a tres o cuatro personas, generalmente mujeres maduritas, que pueden tener incluso un datáfono para pagar con tarjeta y a diferencia de las ventas de garaje, están regulados, hay que pedir un permiso para realizarlos y pagas impuestos por tus compras

En las calles cercanas a donde se van a celebrar hay carteles que te indican la dirección y el horario y siempre tienen lugar en fin de semana. El viernes todo está a precio completo, el sábado tiene el 20 % de descuento y el domingo el 50 % porque se quieren quitar de encima lo que quede. El motivo para celebrar un “estate sale” suele ser el fallecimiento del habitante de la vivienda y la necesidad de liquidar sus bienes ya sea porque no haya herederos, o, habiéndolos, ninguno quiera quedarse con las cosas o no lleguen a un acuerdo y un juez disponga la venta y el reparto del dinero. Otras veces la causa puede ser el traslado del propietario a una residencia o a un lugar donde no pueda llevarse sus pertenencias y las menos de las veces por un divorcio o una mudanza.

El caso es que a mí siempre me han dado un poco de repelús y me provocan inmensa tristeza. En los garajes sueles ver andadores de ancianos, sillas de ruedas, palos de golf, trastos que en su momento hicieron felices a quienes los tuvieron; los armarios de la cocina están abiertos dejando ver las despensas con los productos ya empezados a la venta o los platos desportillados donde un nieto pudo haber tomado su primera papilla; hay libros y hasta vasos de agua en las mesitas de noche; los vestidores están tal y como su dueño los tenía, con aquella chaqueta cuya manga se había quedado por dentro o con los calcetines dentro de los zapatos. Pareciera que el propietario hubiera salido a hacer un recado y pudiera volver en cualquier momento. Y decenas de personas husmeando entre las cosas. ¿No tendrían un familiar o alguien cercano que sacara los objetos de su contexto para deshumanizarlos, para que sus intimidades no estuvieran expuestas al público?. Comparto la idea de reciclar y dar una segunda vida a los objetos pero no puedo evitar sentir que estoy invadiendo una parcela privadísima de la vida de un desconocido aunque un cartel de "estate sale" me haya franqueado el acceso.

La ocasión perdida
Hay "estate sales" muy buenos, con cosas muy interesantes y con el “revival” del mobiliario de los años 50 y de los artículos “vintage” los hay muy concurridos. El mes pasado fuimos a uno con mi amiga Lola y su hija, que habían venido desde España a visitarme. No sólo disfrutaron de lo lindo sino que acabaron comprando algo que difícilmente hubieran encontrado en otro lugar. Fueron rápidas pagando. Yo ví un mueble tocadiscos con radio, altavoces y bar incorporados que pensé que le podría gustar a Gabriel. Mientras lo inspeccionaba, comprobaba su funcionamiento y trataba de superar mis prejuicios por los “estate sales”, un corredor de bienes raíces lo pagó y se largó. Más tarde volvería a recogerlo. Hizo bien. Una vez más me superó el pragmatismo americano, qué se le va a hacer.

3 comentarios:

  1. En casa de mis abuelos había uno de esos maravillosos tocadiscos. Mi abuela se lo regaló a algún vecino, me parece, siempre me dio pena no habérmelo quedado y ahora pienso que con la vida errante que llevo seguro que su nuevo dueño disfruta mas que yo del "utensilio". Yo sería fan de estas ventas.... seguro.

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    1. Tú estarías entretenidísima yendo a todas ellas y seguro que se te ocurriría más de una idea brillante.

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  2. me encantaría visitar una y también que aquí se hiciese, aunque reconozco que también me daría cierto pudor. Gracias por compartir tus experiencias Eva. Enriquecen

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