“Cantantibus organis” entramos en el
recinto. Nada más traspasar el umbral
una sonrisa nos deseó felicidades y la persona que la lucía nos entregó un
cuadernillo. Un poco más adelante se abría un espacio octogonal, luminoso, con
largas filas de bancos orientados hacia uno de los lados. Cientos de
“poinsetias” blancas y rojas se amontonaban ordenadamente en diferentes
rincones. Un órgano descomunal ocupaba un lateral y bajo sus tubos cinco
personas cantaban conocidas melodías.
Nos acomodamos en uno de los bancos y a
la hora convenida los presentes, elegantemente vestidos, se pusieron en pie,
comenzó una nueva canción y por la puerta principal entraron dos personas con
sendas cruces seguidas por el sacerdote. Daba comienzo la misa de Navidad.
Tengo asociadas las iglesias con lugares
oscuros, de recogimiento, donde se habla bajito y se va a escuchar y a repetir
mecánicamente unas respuestas memorizadas. Sé que no todas las iglesias son
así, pero ése es el recuerdo que me acompaña de la parroquia a la que iba de
pequeña. Nunca allí fui objeto de recibimiento o despedida alguna por parte del
sacerdote, ni entraba la luz a raudales de esa manera, ni estaba tan
profusamente decorada; jamás me dijeron desde el púlpito buenos días, ni mucho
menos contesté; nunca vi que en mi parroquia hubiera personas que controlaran
el acceso y que solo dejaran entrar a los rezagados cuando hubiera terminado
una parte de la misa o concluido una canción, o que, incluso, esas mismas
personas fueran dirigiendo a la congregación en el momento de la comunión para
que todo fluyera de manera ágil y ordenada; no había una soprano que hiciera de
maestra de ceremonias desde un púlpito lateral dirigiendo las voces de los
fieles como si de un coro profesional y multitudinario se tratara. Aquí todo
era elegante, sofisticado, melódico y alegre… una gran puesta en escena para
celebrar el día de Navidad en un barrio residencial de los suburbios.
Y alegre, muy alegre, fue la misa a la
que asistimos hace unos meses en el centro de Washington DC. El sacerdote a
ratos gritaba y ratos susurraba, modulando e impostando la voz como un gran
actor sobre el escenario y junto al altar había un pequeño órgano electrónico
tocado por un hombre enorme, una batería y una veintena de coristas cantando
gospels. La congregación de fieles, en su mayoría gente de color, se levantaba
en mitad del sermón en un éxtasis místico que no creo que se pareciera en nada
a los de nuestra santa abulense y jaleaba al predicador, o alzaba las manos y
se mecía a ambos lados como juncos cimbreantes; cuando el coro se arrancaba
todos nos levantábamos, cantábamos y bailábamos. Era también una iglesia
católica. Se cumplieron los mismos ritos y en el mismo orden.
A la salida de la primera misa el sacerdote
me apretó la mano y me sonrió deseándome feliz Navidad; a la salida de la otra,
los fieles, con las manos aún calientes de marcar el ritmo con las palmas, nos
desearon una feliz semana y que volviéramos con ellos a la fiesta del Señor.
Ambas congregaciones se habían puesto sus mejores galas para la ocasión. Ambas
celebraban lo mismo a su estilo. Ambas me dejaron puesta. A ambas volveré.
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