lunes, 26 de diciembre de 2016

Cantantibus organis


“Cantantibus organis” entramos en el recinto.  Nada más traspasar el umbral una sonrisa nos deseó felicidades y la persona que la lucía nos entregó un cuadernillo. Un poco más adelante se abría un espacio octogonal, luminoso, con largas filas de bancos orientados hacia uno de los lados. Cientos de “poinsetias” blancas y rojas se amontonaban ordenadamente en diferentes rincones. Un órgano descomunal ocupaba un lateral y bajo sus tubos cinco personas cantaban conocidas melodías.

Nos acomodamos en uno de los bancos y a la hora convenida los presentes, elegantemente vestidos, se pusieron en pie, comenzó una nueva canción y por la puerta principal entraron dos personas con sendas cruces seguidas por el sacerdote. Daba comienzo la misa de Navidad.

 Tengo asociadas las iglesias con lugares oscuros, de recogimiento, donde se habla bajito y se va a escuchar y a repetir mecánicamente unas respuestas memorizadas. Sé que no todas las iglesias son así, pero ése es el recuerdo que me acompaña de la parroquia a la que iba de pequeña. Nunca allí fui objeto de recibimiento o despedida alguna por parte del sacerdote, ni entraba la luz a raudales de esa manera, ni estaba tan profusamente decorada; jamás me dijeron desde el púlpito buenos días, ni mucho menos contesté; nunca vi que en mi parroquia hubiera personas que controlaran el acceso y que solo dejaran entrar a los rezagados cuando hubiera terminado una parte de la misa o concluido una canción, o que, incluso, esas mismas personas fueran dirigiendo a la congregación en el momento de la comunión para que todo fluyera de manera ágil y ordenada; no había una soprano que hiciera de maestra de ceremonias desde un púlpito lateral dirigiendo las voces de los fieles como si de un coro profesional y multitudinario se tratara. Aquí todo era elegante, sofisticado, melódico y alegre… una gran puesta en escena para celebrar el día de Navidad en un barrio residencial de los suburbios.


Y alegre, muy alegre, fue la misa a la que asistimos hace unos meses en el centro de Washington DC. El sacerdote a ratos gritaba y ratos susurraba, modulando e impostando la voz como un gran actor sobre el escenario y junto al altar había un pequeño órgano electrónico tocado por un hombre enorme, una batería y una veintena de coristas cantando gospels. La congregación de fieles, en su mayoría gente de color, se levantaba en mitad del sermón en un éxtasis místico que no creo que se pareciera en nada a los de nuestra santa abulense y jaleaba al predicador, o alzaba las manos y se mecía a ambos lados como juncos cimbreantes; cuando el coro se arrancaba todos nos levantábamos, cantábamos y bailábamos. Era también una iglesia católica. Se cumplieron los mismos ritos y en el mismo orden.

A la salida de la primera misa el sacerdote me apretó la mano y me sonrió deseándome feliz Navidad; a la salida de la otra, los fieles, con las manos aún calientes de marcar el ritmo con las palmas, nos desearon una feliz semana y que volviéramos con ellos a la fiesta del Señor. Ambas congregaciones se habían puesto sus mejores galas para la ocasión. Ambas celebraban lo mismo a su estilo. Ambas me dejaron puesta. A ambas volveré.

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