Mañana es Halloween, víspera del Día de
Difuntos o de Muertos. Hace semanas que mi querido esqueleto de plástico
bautizado como Mr. Bones salió de su caja en las profundidades del trastero y
aguarda un año más su gran noche sentado pacientemente en el jardín entre lápidas
humeantes. Pero no es de calabazas, caramelos, disfraces o máscaras de lo que
quiero escribir esta semana, eso ya lo hice el año pasado (ver entrada Trick or Treat).
Cuando era pequeña, si veía revuelo de
personas enlutadas a las puertas de la parroquia cambiaba de acera
inmediatamente sin mirar ni siquiera de reojo.
Mi abuela me decía que había que tener más miedo de los vivos que de los
muertos pero a mí me daban miedo ambos, un miedo impreciso y ominoso que me
hacía acelerar el paso para alejarme de la escena lo antes posible.
El primer funeral al que asistí, cuando
ya era adulta, no me dio miedo ni me trae recuerdos tristes. Tras la ceremonia
religiosa fuimos a comer a un restaurante los familiares más cercanos y no me avergüenza decir que lo pasamos bien. El
vacío vendría después pero el recuerdo de ese día es para mí alegre, festivo y
consolador. Cada uno vive las pérdidas como puede pero yo me identifico más con
los que, en vez de hundirse en la pena, se aferran al apoyo y el cariño de los
que le acompañan y son capaces de tomarse un vino en recuerdo del ser querido.
Fiel reflejo de los gustos del difunto |
En mis años en el Golfo Pérsico constaté que allí, en cambio, los cementerios pasaban casi desapercibidos. No tenían panteones,
lápidas, nombres o decoración alguna. Una simple piedra, ni muy grande ni muy
pequeña, marcaba donde se había enterrado a alguien, envuelto en un sencillo
sudario y tumbado sobre su lado derecho. Sencillez y sobriedad. Nunca vi a
nadie aseando el terreno, quitando malas hierbas (es verdad que en ese suelo
desértico no crecía nada) o poniendo unas simples florecitas. Pero haber alguien, habíalo, como las meigas,
porque la única vez que pisamos un cementerio en Omán, en un viaje por Salalah,
con auténtico respeto y afán de saber un poco más, nos echaron a pedradas unas
viejas vestidas de negro de la cabeza a los pies, y eso que íbamos con los tres
niños. Ahí comprobé que mi abuela tenía razón.
En ese suelo es difícil que crezca algo |
Nos hicieron pasar a la diwaniya o el gran salón con asientos
alrededor en donde, tras dar la mano a los familiares rotos de dolor y de
cansancio, nos sentamos en sendas sillas. Estuvimos diez o quince minutos en
los que no hicimos más que mirarnos los unos a los otros, sin que nadie articulara
palabra. Transcurrido el tiempo, nos levantamos y nos fuimos por un lateral. No
pude dejar de pensar en si la familia se sentiría consolada por esa sucesión de
abrazos y besos, rápidos e ininterrumpidos, hora tras hora, día tras día. En si
le reconfortaría pensar durante los días siguientes en la cantidad de gente, conocida
o no, que había pasado a dar el pésame. A mí me parecía un martirio o el
intento de que el agotamiento físico y los convencionalismos sociales les impidieran
pensar en lo que realmente había pasado.
¿Quién lleva la cena dentro de 3 meses? |
Nota: La foto del altar del muertos es de mi buena amiga Isabel Posadas