lunes, 30 de octubre de 2017

¿Miedo?

Mañana es Halloween, víspera del Día de Difuntos o de Muertos. Hace semanas que mi querido esqueleto de plástico bautizado como Mr. Bones salió de su caja en las profundidades del trastero y aguarda un año más su gran noche sentado pacientemente en el jardín entre lápidas humeantes. Pero no es de calabazas, caramelos, disfraces o máscaras de lo que quiero escribir esta semana, eso ya lo hice el año pasado (ver entrada Trick or Treat).

Cuando era pequeña, si veía revuelo de personas enlutadas a las puertas de la parroquia cambiaba de acera inmediatamente sin mirar ni siquiera de reojo.  Mi abuela me decía que había que tener más miedo de los vivos que de los muertos pero a mí me daban miedo ambos, un miedo impreciso y ominoso que me hacía acelerar el paso para alejarme de la escena lo antes posible.

El primer funeral al que asistí, cuando ya era adulta, no me dio miedo ni me trae recuerdos tristes. Tras la ceremonia religiosa fuimos a comer a un restaurante los familiares más cercanos y no me avergüenza decir que lo pasamos bien.  El vacío vendría después pero el recuerdo de ese día es para mí alegre, festivo y consolador. Cada uno vive las pérdidas como puede pero yo me identifico más con los que, en vez de hundirse en la pena, se aferran al apoyo y el cariño de los que le acompañan y son capaces de tomarse un vino en recuerdo del ser querido.

Fiel reflejo de los gustos del difunto
Vino no, pero tequila se toma mucho en el Día de Muertos mexicano. Cuando vivíamos allí, me gustaba acercarme a los cementerios en ese día y recorrer las calles de Coyoacán o de San Juan buscando los altares de muertos, esas mesas profusamente decoradas en honor de los muertos de la familia en donde se ponen como ofrendas alimentos, flores, velas y objetos de uso cotidiano del difunto. Eran días llenos de colores, de música y de celebración de la vida, tanto de la propia como de la que se compartió con los difuntos.

En mis años en el Golfo Pérsico constaté que allí, en cambio, los cementerios pasaban casi desapercibidos. No tenían panteones, lápidas, nombres o decoración alguna. Una simple piedra, ni muy grande ni muy pequeña, marcaba donde se había enterrado a alguien, envuelto en un sencillo sudario y tumbado sobre su lado derecho. Sencillez y sobriedad. Nunca vi a nadie aseando el terreno, quitando malas hierbas (es verdad que en ese suelo desértico no crecía nada) o poniendo unas simples florecitas. Pero haber alguien, habíalo, como las meigas, porque la única vez que pisamos un cementerio en Omán, en un viaje por Salalah, con auténtico respeto y afán de saber un poco más, nos echaron a pedradas unas viejas vestidas de negro de la cabeza a los pies, y eso que íbamos con los tres niños. Ahí comprobé que mi abuela tenía razón.

En ese suelo es difícil que crezca algo
En Kuwait una amiga me pidió que la acompañara a dar el pésame a una familia que acababa de perder a su hijo. Fuimos a una de esas mansiones que tanto abundan en este micro-estado de la península arábiga. Para llegar a la vivienda había un atasco tremendo. Durante tres días un policía dirigiría el flujo circulatorio, los tres días en que, desde la mañana a la noche, la familia recibiría las condolencias. A la entrada las mujeres tomábamos un camino y los hombres otro. Teníamos secciones separadas y nosotras dábamos el pésame al sector femenino de la familia y a los niños. Previamente había preguntado por el código de vestimenta para no ofender a nadie y aunque no tenía que ponerme velo o abaya (la túnica negra con la que tapas tu cuerpo) y ni siquiera era necesario vestirse de negro (aunque sí con colores y prendas discretas) me dijeron que no podía llevar joya alguna, maquillaje o las uñas pintadas.

Nos hicieron pasar a la diwaniya o el gran salón con asientos alrededor en donde, tras dar la mano a los familiares rotos de dolor y de cansancio, nos sentamos en sendas sillas. Estuvimos diez o quince minutos en los que no hicimos más que mirarnos los unos a los otros, sin que nadie articulara palabra. Transcurrido el tiempo, nos levantamos y nos fuimos por un lateral. No pude dejar de pensar en si la familia se sentiría consolada por esa sucesión de abrazos y besos, rápidos e ininterrumpidos, hora tras hora, día tras día. En si le reconfortaría pensar durante los días siguientes en la cantidad de gente, conocida o no, que había pasado a dar el pésame. A mí me parecía un martirio o el intento de que el agotamiento físico y los convencionalismos sociales les impidieran pensar en lo que realmente había pasado.

¿Quién lleva la cena dentro de 3 meses?
Todavía no he ido a ningún funeral en Estados Unidos pero el otro día me llegó por la red de comunicación del High School de mis hijos una nota que me dejó puesta. Se ha muerto la mujer de un profesor del instituto y el colegio ofrecía la dirección particular del viudo para que le pudiéramos enviar tarjetas de condolencia o dejar platos de comida. Asimismo ponía a disposición de todos una hoja electrónica de inscripción para llevar más comida en las próximas semanas o ¡meses! Finalmente indicaba un buzón físico  y un portal de internet donde dejar los cheques o hacer las transferencias electrónicas para las donaciones en un fondo a favor de la educación de la hija. Aún no sé qué pensar. Esta vez el pragmatismo americano me ha dejado KO y, lo confieso, me ha dado un poco de miedo.

Nota: La foto del altar del muertos es de mi buena amiga Isabel Posadas

lunes, 23 de octubre de 2017

¿Cómo se dice alpargata en inglés?

Al poco de volver del verano me encontré con una amiga americana que iba calzada con unas alpargatas. Cuando se las alabé me dijo que las acababa de comprar en España, que eran un calzado tradicional, que la suela estaba hecha de esparto grass, un producto con el que la Península había comerciado desde la Antigüedad y que no se acordaba de cómo se llamaban en español pero que en inglés se decía espadrilles. Me dejó puesta.

Este ha sido el verano del anti-turismo. Al menos ese fue el debate en Mallorca, una isla que si bien es consciente del impacto que dejan los millones de visitantes en su economía no puede evitar que surjan voces ante la saturación que sufre en los meses estivales. Se discutía sobre turismofobia y turismofilia, sobre preservar el lugar en donde se disfruta de las vacaciones, sobre el turismo como una industria intrusiva y contaminante que hace desaparecer los locales tradicionales sustituyéndolos por lo que el visitante demanda. Hablaban de mercados que dejan de ser el emblema de lo popular para convertirse en escaparates del “delicatesen” exclusivo, de vecinos a los que se les pide que participen, agradecidos, de la pérdida de identidad de su entorno. De visitantes que han dejado de ser turistas (término derivado de la palabra tour usada por los nobles ingleses cuando viajaban por el continente europeo para conocer mundo) y se han transformado en consumidores de turismo.

Hay mucho americano consumidor de turismo pero mi impresión es que tienden a quedarse en su país o en las vecindades. Los americanos que viajan a España suelen tener una actitud más parecida a la etimológica del término: partir de un punto, viajar, ver cosas nuevas, aprender y regresar a su origen, porque sin ese componente de retorno no hay tour. La mayoría de los americanos que he conocido tienen un carácter extrovertido y les gusta sorprenderse ante sus descubrimientos, a veces con una ingenuidad deliciosa que les hace la experiencia más grata. Tienen genuino interés por aprender e incorporar novedades a su vida americana, como mi amiga de las alpargatas.

Por eso le hablé de ese taller con su pequeña tienda en donde compramos las alpargatas este verano. Lo más alejado del turismo contaminante. Lo más parecido a la reinterpretación de tradición y artesanía. Sabía que le iba a encantar.

Lajuana es un proyecto de tres amigos de La Salzadella, un pueblo en el corazón del Maestrazgo (Castellón) que, tras quedarse en el paro hace ya varios años, decidieron dar un giro a su forma de ganarse la vida. Convencieron a antiguas artesanas de los alrededores para que les enseñaran a coser alpargatas y, una vez dominada la técnica del cosido a mano tradicional, les dieron un nuevo aire influenciado por el entorno y su cultura mediterránea.  No sé si me gustan más los diseños atrevidos y divertidos de su calzado o el espacio en donde trabajan: la casita blanca con ladrillo visto, los cactus de la entrada, el botijo en la ventana, la minitienda con los modelos expuestos sobre un seiscientos azul turquesa, las vigas de madera de las que cuelgan las cajas que habrán de contener sus creaciones, la enorme mesa del taller atestada de telas, suelas, papeles, alpargatas desparejadas, hilos de colores ….
 
Mi hijo se quedó fascinado. Como tiene el pie muy ancho y todas las alpargatas le apretaban, se ofrecieron a coserle unas especiales para él en donde pudo elegir la tela, el forro, el hilo de las costuras  y ser testigo del proceso de diseño de principio a fin, en donde los dueños hicieron despliegue de su creatividad, técnica y simpatía. Nos contaron que es difícil salir adelante pero que ahí están, que venden sus productos en varias tiendas nacionales y on line, que cuesta meterse en el mercado americano por los altos costes de transporte y que nunca renunciarán a seguir haciéndolas con las técnicas tradicionales. El rato que allí pasamos y la charla que mantuvimos fue un contagio de ilusión, un bálsamo tras la crispación de la turismofobia de las semanas previas y una reconciliación con la España estival, esa que a los verdaderos turistas, mi amiga americana y yo entre ellos, nos encanta descubrir.

Post-post:
Típico calzado campesino en España, las alpargatas saltaron al otro lado del charco en la década de 1940, cuando alcanzaron gran popularidad por su comodidad, su flexibilidad, su suela vegetal transpirable y su suave tacto. El que personalidades como Salvador Dalí, en su versión más tradicional, o John Fitzgerald Kennedy, en un glamuroso viaje por el Mediterráneo, fueran inmortalizados con ellas en sus pies ayudó a su despegue. Pronto estrellas del celuloide de la talla de Rita Hayworth o de Lauren Bacall las lucirían en largometrajes como La dama de Shangai (de Orson Welles) o Key Largo (de John Houston). A principios de los años 70, el diseñador francés Yves Saint Laurent encargó a la casa española Castañer el diseño y producción de una alpargata con cuña, lo que fue un éxito inmediato y desde ese momento es raro no verlas en las pasarelas o en los pies de muchas mujeres en verano. Don Johnson, el famosísimo Sonny Crocket de la serie Miami Vice, no sólo iba vestido con la “bella arruga” ochentera de Adolfo Domínguez sino que calzaba alpargatas de esparto, como John Wayne o Humphrey Bogart.


lunes, 16 de octubre de 2017

Otro turismo cultural

Cuando hace unos años estábamos en Madrid, vinieron a visitarnos unos amigos asiáticos. Les llevamos a un sitio y a otro durante varios días y en un momento en que uno de sus hijos se quejaba porque estaba cansado, su madre le dijo: “ten un poco de paciencia, cariño, ya sabíamos que esta sería la parte más “cultural” de nuestras vacaciones; cuando pasado mañana nos vayamos a Londres, ya te divertirás”. Me quedé puesta.

Hay muchas formas de viajar. A mis hijos les gustaban mucho más los viajes de nuestros amigos: esquiaban sobre arena en el desierto, se alojaban en un hotel de hielo, hacían recorridos en submarino, se subían a coches de carreras en circuitos automovilísticos. Ellos tenían la impresión de que nosotros visitábamos únicamente catedrales y museos archidiocesanos, enfilábamos directos a los cascos históricos,  nos leíamos todos los paneles explicativos descoloridos por el sol ante cualquier muralla de piedra, mirábamos los edificios modernistas de las ciudades en vez de pararnos ante los escaparates de las jugueterías… “Un rollo”.

Sin embargo, desde que viajamos por Estados Unidos les gusta más hacer turismo con nosotros. Posiblemente sea porque al ser un país con una historia mucho más reciente que la de nuestra “vieja Europa” digieren más fácilmente lo que ven sin sentirse aplastados por el peso de los siglos y de los pedruscos arqueológicos. Pero también porque todos nos hemos tenido que adaptar a la oferta turística y nuestra forma de viajar ha cambiado sustancialmente. Ahora hacemos cientos de kilómetros hasta llegar al primer hotel y procuramos organizar las paradas donde haya algo “medianamente” interesante que, con el tiempo, acaba convirtiéndose en lo que más gracia nos acaba haciendo.

Esos altos en el camino me han permitido darme cuenta de que, si bien a los americanos la historia les infunde un respeto reverencial, cuando visitan un lugar valoran sobre todo la excepcionalidad, la originalidad, que haya sido muy trabajoso de realizar, que haya costado mucho dinero o que la persona que está detrás de eso haya sido o sea especial.

Si hace unos años alguien me hubiera dicho que me desviaría de mi ruta para ver una “casa zapato” tal vez le hubiera mirado con aires de suficiencia. La casa Haines está en una carretera en el centro de Pennsylvania y tiene todos los ingredientes que encantan a los americanos: la construyó un zapatero de Ohio que partió de la nada; creó la mayor cadena de tiendas en Estados Unidos propiedad de una sola persona; se hizo millonario; y era un excéntrico.

Mahlon N. Haines, conocido como el Mago de los Zapatos, planeó la Shoe House como un anuncio publicitario y, tendiéndole una bota de su tienda a un arquitecto, le dijo: “Hazme una casa así”. La casa, construida en 1948, mide unos 450 metros cuadrados y tiene el salón en la puntera, la cocina en el tacón, dos dormitorios en el tobillo y en el empeine está lo que hoy en día es una heladería. Llegó a habitarla por un tiempo pero no debía de ser muy cómoda puesto que pronto se trasladaría a otra vivienda en las cercanías.

Siguiendo por Pennsylvania, tuvimos que dar bastantes vueltas para encontrar lo que se anuncia nada menos que como “la gasolinera más antigua de Estados Unidos”, en funcionamiento ininterrumpido desde... ¡1909!. Se encuentra en Altoona y los comentarios de los usuarios en Trip Advisor son geniales: “Gracias por destacar esta pequeña y única joya”. “Es una auténtica experiencia retro”. “Es fantástico ser parte de la historia”. “¡Incluso te ponen la gasolina y te limpian el parabrisas!”. Me alegré de haber ido porque los dueños se lo toman muy en serio, te cuentan lo que saben encantados, te hacen pasar al taller para que veas las fotos y las piezas “históricas” e incluso, tras  limpiarte el parabrisas como dice el anuncio, te dan un recuerdo de madera que es una monada.

También en la "famosísima" Altoona se encuentra la llamada Shoe Horse Curve (Curva de la Herradura), otra “joya” del transporte, en este caso ferroviario. Esta audaz obra de ingeniería se inauguró en 1854 y permitió reducir sustancialmente los tiempos de transporte hacia el oeste con el trazo de una curva muy cerrada en un espacio muy reducido. Tuvo que hacerse sin intervención de maquinaria pesada y participaron 450 trabajadores, en su mayoría irlandeses, que cobraban 25 céntimos la hora en jornadas de 12 horas diarias. Ignoro si estaban bien o mal pagados, como sospecho que tampoco lo sabía la pareja de turistas americanos que visitaban el museo a la vez que nosotros, pero ellos se quedaron puestos. Les encantó el dato. A mí también me gustó el haber hecho ese alto en el camino, coger el pequeño funicular que te lleva junto a las vías a esperar que los trenes anuncien su paso a golpe de silbato y disfrutar del paisaje y del aire puro de las montañas Allegheny. 

Los niños tienen razón. No hace falta ir a un museo para aprender cosas interesantes. El espíritu emprendedor de un zapatero, la gasolinera y la curva del ferrocarril ilustran perfectamente lo que ha  sido el desarrollo de este país. 

lunes, 9 de octubre de 2017

Unos cuadros muy monos

Si hay algo de Estados Unidos que mis hijos odian, con toda la intensidad de la palabra, es el Home Depot, la cadena de tiendas de bricolaje  y artículos para el hogar por excelencia del país (y la mayor del mundo, por cierto). Cada vez que les digo que tenemos que ir, las tres criaturas, de forma unánime y unísona, estallan en protestas y declaran su intención de no salir del coche a dejar huella alguna en sus instalaciones.

A mí me encanta. No soy una gran consumidora de sus productos pero me gusta ver la variedad de martillos, de tuercas y tornillos de todos los tamaños imaginables, de arandelas para la fontanería, de brochas, pinceles y cintas de pintor, los cientos de bombillas o enchufes… Lo que más me gusta es el olor a madera de la sección de “lumber” y ver con qué precisión los trabajadores de la construcción eligen las vigas y tablones que habrán de colocar en las viviendas que están levantando. Me llama la atención que no sean, como en España, albañiles con el mono y las manos manchadas de cemento sino madereros con virutas de serrín entre el cabello o el martillo colgando de la pernera de su peto vaquero. Ya los veo con la boca llena de clavos, martillo en mano, a caballo de una viga, fijando la estructura del tejado. Luego me viene a la mente nuestro albañil dándole vueltas a la hormigonera a pie de obra, el pañuelo con cuatro nudos cubriéndole la cabeza y el cigarrillo colgando de la comisura de los labios… y me doy cuenta de que el cine americano ha sabido idealizar hasta a sus obreros de la construcción. Y me quedo puesta.

Pero mis hijos no hacen uso de su resistencia pacífica para reivindicar la imagen de los trabajadores ibéricos o nada por el estilo. Simplemente están hartos. Pasaron, al poco de aterrizar en el país, muchas horas esperando en los pasillos de esta megatienda mientras sus padres analizábamos con todo el rigor posible cuál era el mejor método para colgar nuestros cuadros. Y creo que ello les ha producido una suerte de trauma. Trauma que nosotros queríamos ahorrarles evitando que les cayera encima la obra de arte o la pared misma, como le acababa de pasar a nuestro amigo, recién llegado como nosotros, cuando se le vino abajo no sólo la barra de la cortina que acababa de colocar sino la plancha de pladur que la sujetaba. Porque aquí, para alguien nacido en la cultura del taladro y el ladrillo, colgar un cuadro no es cualquier cosa.

Como ya conté en la entrada Tocar madera, en Estados Unidos las casas están construidas por un entramado de vigas de madera que luego se recubren con unas planchas bastante finas de pladur o “drywall”, como les gusta llamarlo aquí. Ello hace, como bien aprendimos rápidamente, que un taladro y un taco del tipo de los que usamos en España no sirvan para nada. En el momento de introducir la pieza plástica, o bien se va completamente hacia adentro cayéndose en el hueco que hay tras la plancha de yeso o se queda fofa del todo sin que sirva de sujeción alguna para el gancho, alcayata o tornillo del que esperas colgar tu cuadro. Nuestras paredes engulleron insaciables, unos cuantos tacos “made in Spain” y otras, simplemente no aguantaron la presión del dedo de Gabriel al tirar hacia abajo emulando el peso del cuadro.


Tras sacar las conclusiones pertinentes, en las que intentamos aplicar nuestros conocimientos de las ciencias físicas, hicimos la primera incursión en el Home Depot. Y allí, claro, la variedad de respuestas al problema resultó ser directamente proporcional al cuadrado de nuestra ignorancia en la materia y al cubo del hastío de nuestros tres vástagos. Todo experimento científico se basa en una fase de “prueba/error” y, en nuestro caso, ésta resultó ser bastante larga y fue acompañada por sus correspondientes desplazamientos a la mencionada cadena de bricolaje. Mis hijos definen esa fase como “el aburrimiento de los aburrimientos”.

Un pintor nos recomendó hacer uso de nuestros sentidos y aguzar el oído mientras con mucho tacto dábamos golpes a la pared en busca de la viga vertical que está detrás del pladur. El cambio de un sonido “de hueco a masa” nos diría dónde clavar el clavo. Para estar seguros, había que aplicar la vista para encontrar las cabezas de los clavos empleados en la construcción de la casa. Pero a nosotros nos pareció que eso exigía mucho olfato profesional y no nos permitía colgar los cuadros donde nosotros queríamos sino donde se encontraba la viga, cosa que no era de nuestro gusto.

Un amigo nos habló de unos detectores de vigas de madera tras el pladur y, a pesar de que hicimos un viaje ex profeso al Home Depot para verlos, seguía sin dejarnos elegir libremente el emplazamiento de nuestros marcos. Hasta que un buen día entraron en nuestras vidas los Monkey Hooks, o ganchos de mono. Las ideas geniales son sencillas y, con ingenio, dan respuesta a un problema: ¡nuestro problema! Se trata de una pieza de alambre curva que, sin ayuda de ningún instrumento, con una ligera presión de la misma punta del alambre, se introduce en el pladur hasta que queda sólo fuera el gancho del que colgarás tu cuadro. La parte que no se ve hace de anclaje repartiendo el peso y permite que no se desgarre el yeso. ¿No es alucinante?

Compré una caja de prueba, muy escéptica tras los numerosos desengaños sufridos. He vuelto a por muchas más. Muchísimas más. Y aunque mis niños se han plantado y ya no quieren entrar en el Home Depot, con la boca pequeña me reconocen que la casa está mucho más mona con los cuadros colgados.

lunes, 2 de octubre de 2017

The last ride

En un parque de Gijón hay un tiovivo para los niños. Cuando mi hijo de 14 años, con su 1,80 metros de estatura, lo vio este verano quiso subirse a toda costa. La verdad es que me pareció que ya era muy mayor para dar vueltas sentado sobre un minúsculo caballo sujetándose con una mano a la barra mientras con la otra nos saludaba. Para suavizar la cosa le propuse que subiera con su prima de dos años a la que justamente íbamos a ver en ese momento, en ese mismo parque. Accedió. La niña estaba comiendo algo, los padres nos liamos a hablar, mi hijo esperó pacientemente y cuando, finalmente, consiguió llevar a su prima al tío vivo, acababa de cerrar. Su decepción fue tremenda.

Ayer cerraba el tiovivo más famoso del área washingtoniana, el histórico Carrusel Dentzel del Parque Glen Echo, en Maryland, dando término a su temporada número 97. Volverá a abrir en la primavera del año que viene pero yo no pude evitar pensar en la cara de tristeza de mi hijo y en cómo no le dejé disfrutar sus últimos coletazos de niñez en una atracción que fue creada, precisamente, para hacer disfrutar. Así que, para quitarme el cargo de conciencia, decidí llevar a toda la familia a hacer “the last ride”, la última vuelta.

Pero es que el tiovivo que está en el Parque Glen Echo no es uno cualquiera. Fabricado por una compañía de carruseles del vecino Estado de Pennsylvania en 1921, es una buena muestra del tallado de madera que fue tan popular a principios del siglo pasado. Tiene 38 caballos, 2 carrozas, 4 conejos, 4 avestruces, un león, un tigre, una jirafa y un ciervo que pueden subir o bajar al compás de los acordes de banda militar de su órgano mecánico. Sólo queda una docena de estos maravillosos órganos que reproducen la música a partir de unos rollos de papel perforados de los que el parque conserva 200 rollos con 1.900 arreglos musicales.  La música de banda, las luces, los colores brillantes de los animales y su emplazamiento hacen que combinen perfectamente la felicidad infantil de la atracción con el disfrute adulto de su belleza.

El ranger nos ilustra
El parque fue en sus orígenes un intento fallido de crear a las orillas del río Potomac un espacio donde respirar aire puro lejos de la contaminación del Washington de finales del siglo XIX. El ranger que explica el parque a los visitantes (me encantan esos personajes mitad guías mitad boy scouts) cuenta que los promotores eran una pareja de hermanos inventores/industriales dedicados a los bienes raíces que diseñaron una ciudadela de piedra para dedicarla a la cultura con la programación de conferencias y conciertos, cursos de griego, hebreo, de la Biblia o de extensión de estudios universitarios. Y aunque tuvo cierto éxito inicial apenas duró un año. Se había corrido el rumor de que el área estaba infestada de mosquitos que contagiaban la malaria y tuvo que cerrar sus puertas. ¿Malaria? Me quedé puesta. Luego miré hacia el río y vi la espesa vegetación que ahora está controlada pero a saber cómo estaría en la época, me di cuenta de la tremenda humedad en la que vivimos a diario y del calor asfixiante que tenemos en verano y claro, ahí está el caldo de cultivo ideal de una potente malaria que yo nunca hubiera asociado con los alrededores de Washington.

Tras este fracaso en 1893 y con el auge de los parques de atracciones en Estados Unidos, el terreno se compró a principios del siglo XX para construir, en el más puro estilo art déco, uno de los mayores de la zona. En el Glen Echo Park se instaló en 1923 la primera pista de autos de choque del mundo, tenía una piscina olímpica con una playa de arena muy frecuentada por la juventud de la época y fue muy popular hasta su lento declive en los años 50, en que fue superado por otros parques del tipo de Disneylandia. La suspensión en 1960 de la línea del tranvía que transportaba a los pasajeros desde Georgetown hasta sus puertas contribuyó a que fuera abandonado por el público.

El parque, además, no fue ajeno a esa época de disturbios raciales de la capital de Estados Unidos que a mí me parece tan interesante (ver entrada El lado oscuro). Como la mayoría de los establecimientos públicos del área washingtoniana, estaba reservado para la población blanca. En 1960, unos estudiantes de color quisieron llamar la atención sobre las leyes segregacionistas y organizaron una sentada enfrente del carrusel. Detuvieron a cinco de ellos por allanamiento de la propiedad lo que derivó en una protesta de once semanas  contra la política del parque. En 1961 se vio forzado a abrir sus puertas a gentes de todas las razas, pero por poco tiempo: en 1968 cerraría sus puertas definitivamente.

Actualmente Glen Echo forma parte de la red de Parques Nacionales que lo han recuperado para la difusión de la cultura y las artes. Allí se organizan cursos de cerámica, soplado de vidrio,  joyería,  música (tiene una sede el Conservatorio de Washington) o baile en el llamado Spanish Ballroom (salón de baile español), un enorme espacio de más de 2.000 metros cuadrados construido en 1933 al estilo de la arquitectura de las misiones españolas. Gabriel va allí a clases de guitarra acústica con un profesor estupendo que viene una vez a la semana desde un pueblecito de Pennsylvania en donde, dice, toca, sobre todo, en funerales.

Ayer, al bajarse del carrusel, Miguel no tenía cara de funeral. Ni yo, ni nadie de la familia. Porque recuperamos por unos minutos la ilusión infantil de los tiovivos aderezada con el delicioso encanto demodé del Glen Echo Park.