lunes, 4 de noviembre de 2019

Una promesa

Me iré de este país sin pisarlo. Es una promesa que hago. Que nadie me insista y que nadie me pida que le lleve. Por ahí no pasaré. Lo siento. No habrá fuerza humana que me lleve a Potomac Mills, a poco más de media hora de mi casa, uno de los mayores outlets de este país y, sin duda, el mayor del Estado de Virginia. No me hace falta ir para saber lo que es y no me quiero acercar ni siquiera por mero interés antropológico, porque sé que solo puedo salir de allí peor de lo que entré.

Aunque estoy segura de que casi todo el mundo sabe lo que es un outlet, en honor a mi madre, a la que siempre le han importado un comino las compras y pienso que ni siquiera podría imaginar semejante aberración, diré que son una concentración de tiendas de marca que venden, con descuentos notables, sus productos, en su mayoría ropa, calzados y bolsos. Artículos caros, de esos que se paga la etiqueta, hay que añadir. Originalmente eran una forma de dar salida (de ahí el nombre, outlet: salida) a productos que no vendían en sus tiendas normales ya porque eran de temporadas pasadas o porque tenían alguna tara; pero ahora muchas marcas fabrican líneas completas para ser destinadas a ese tipo de ventas, con productos más masificados o de calidad inferior.

No os forméis ideas equivocadas. He sido y soy, a mi pesar, cliente de outlets. Cuando vivía en España iba de vez en cuando a uno, entre semana, a primera hora de la mañana, y daba batidas rápidas para ver si encontraba la prenda que quería para una celebración o un chollo que satisficiera mis ansias consumistas por un módico precio.  Y aquí, cuando no me queda otro remedio, acudo a otro cercano a mi casa, a piñón fijo, directa a la tienda que quiero, a comprar lo que necesito. Pero nada más. Sé que no me sienta bien quedarme más tiempo.

Porque, a mí, comprar en esos sitios no me gusta y comprar mucho, porque es barato, no me relaja. Empiezo bien pero muy pronto me entra una especie de ansia que me torna en un ser convulsivo, con todos los sentidos alerta, que da la vuelta a una etiqueta para ver el precio con un ojo mientras con el otro va mirando el perchero de al lado a ver si hay algo que le guste más. Soy, además, de las que no se deciden, porque a lo mejor en la tienda siguiente hay algo más bonito, más adecuado, mejor, más barato. De aquellas que, si hay muchas tiendas, tiene que verlas todas para tomar la decisión correcta y que, al final, si no encuentra nada, se cabrea por haber perdido las horas miserablemente y entra en un estado de frustración reconcentrada que le convierten en un ser insoportable. Lo dicho, no me sientan bien.

Si esta transformación ya la experimento en el outlet vecino, que apenas tiene 69 tiendas y al que solo voy cuando pienso que va a haber poca gente, no quiero ni imaginarme lo que sería de mí en Potomac Mills, que tiene más de 200 marcas, un aparcamiento del tamaño del mar Muerto y hordas de gente poseídas por ese espíritu consumista que convierte en necesidad perentoria el capricho más pasajero. He visto que en Florida está el mayor outlet de Estados Unidos, con más de 350 tiendas y me han dicho, también, que es habitual gastar uno o más días de las vacaciones en Nueva York comprando como posesos en los outlets de las afueras de la ciudad de los rascacielos. A mí no me busquéis por ahí, no.  Ni por Potomac Mills, ya sabéis que me iré de este país sin pisarlo. 

lunes, 28 de octubre de 2019

Thank you for your service


No es que estuviera escuchando, pero apenas oí “Thank you for your service, sir” (Gracias por su servicio, señor) dirigí la mirada hacia quien acababa de pronunciar esas palabras. Estaba esperando para entregar unos papeles en una oficina de tráfico, tenía treinta personas delante de mí y las sillas ante las distintas ventanillas se iban ocupando y desocupando con gente de todo tipo: la jovencita que entregaba documentación para hacer el examen de conducir, el asiático cargado de papeles meticulosamente ordenados, un latino amable y sonriente seguido de otro bastante malencarado, el señor canoso que llevaba veinte minutos ocupando el turno. No me aburría, pero me faltaba una historia y esas palabras me la estaban regalando.

El funcionario, un hombre de unos cincuenta años, de color, se dirigía al veterano, de poco más de treinta, con rasgos centroamericanos, que acababa de entregarle unos papeles. “¿Es usted veterano, señor?” “Gracias por su servicio, señor”. “No tenía que haber hecho la cola, señor”. “Gracias por su servicio, señor”. “Ahora mismo intento ayudarle, señor”. “Gracias por su servicio, señor”. En los cinco minutos que tardó en resolverle el trámite perdí la cuenta de cuántas veces repitió su agradecimiento. Me estaba quedando puesta.

Los americanos, lo afirmo generalizando pero sin miedo a equivocarme, son muy patriotas. Se ve en las banderas que colocan por todas partes, en las veces que se interpreta el himno en cualquier evento, en cómo se hace un silencio absoluto y se llevan la mano al pecho en cuanto suenan las primeras notas o en que, a diario, los colegios emitan por megafonía la promesa de lealtad (Pledge of Allegiance) que todos alumnos articulan con el máximo respeto. Han crecido con una ética patriótica según la cual son la cumbre de la civilización humana, no hay honor más grande que ser americano y las otras naciones no pueden sino aspirar a ser como ellos. Que sea cierto o no es lo de menos, es un mensaje que la mayoría cree con una fe ciega. Y es un mensaje que saben transmitir muy bien porque, incluso aquellos que acaban de adquirir la nacionalidad americana tras haber cumplido los requisitos, haber aprobado el examen de naturalización y haber prestado juramento, suelen ser más patriotas que el más patriota de todos.

Ese patriotismo se verbaliza en cuanto aparece un veterano. “Thank you for your service, sir”. Y, como yo no soy norteamericana, mi educación española no ha primado el concepto de patriotismo y no estoy acostumbrada a este tipo de fórmulas, me quedo doblemente sorprendida. En primer lugar, por lo genuino del agradecimiento pero, luego, porque no termino de entender qué servicio están agradeciendo. Porque en Estados Unidos, desde 1973, el servicio militar es una fuerza totalmente voluntaria y remunerada, por lo que ese “servicio” es, en realidad, un trabajo. Un trabajo difícil, duro, violento y que entraña muchos riesgos, pero al que los veteranos se presentaron voluntariamente, por el que recibieron un salario y por el que obtienen, muchos años después, prestaciones sociales. Se me ocurren muchos otros trabajadores cuya labor es fundamental (“Thank you for your job, sir/madam”) a los que nadie les agradece nada porque su trabajo no está relacionado con el término “patria” que es, realmente, lo que motiva el agradecimiento.

Sin embargo, un psicólogo me hizo ver que muchos veteranos se sienten incómodos y rechazan que les reconozcan sus servicios con esa fórmula verbal. Unos, porque reviven emociones no deseadas; otros, porque piensan que se dice sin sentirlo de verdad, como una mera fórmula de corrección política; otros, porque piensan que los que lo dicen en realidad buscan quitarse un sentimiento de culpa o vergüenza por no haber prestado el servicio ellos mismos. Puede haber tantas razones como veteranos, pero coinciden en que lo mejor es mostrar el agradecimiento con acciones: votando, ofreciendo un trabajo o una beca, participando en cualquier iniciativa comunitaria en beneficio de los veteranos o como, según me contó una amiga, hizo su jefa cuando estaban en una cafetería del aeropuerto antes de emprender un viaje de trabajo: vio a dos militares uniformados ordenando su comida en la caja, se levantó rauda y veloz dejando a mi amiga con la palabra en la boca, y le dijo al cajero que esa cuenta la pagaba ella. “Thank you for your service”. Mi amiga se quedó puesta y yo, cuando me lo contó, también.

Post-post:
Pulsando aquí podéis escuchar el Pledge of Allegiance que se recita en las escuelas y que en español se traduce así: "Prometo lealtad a la bandera de los Estados Unidos de América y a la república que representa, una nación bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos".


lunes, 21 de octubre de 2019

Camina, camina

Quien diga que en Estados Unidos no se camina es que no me conoce. Yo, aquí, he aprendido a caminar. Me refiero a caminar por placer, por diversión, por deporte... porque sí. No es que antes no caminara, pero cuando me proponían una excursión de fin de semana ni se me pasaba por la cabeza ir a andar o a la montaña. ¿A qué? Podríamos ir a una playa, a ver una exposición, a comer a un sitio chulo, o incluso hacer un picnic en algún lado, pero aparcando siempre bien cerquita. Lo importante era llegar rápido al lugar para hacer algo allí, no el camino en sí.

Y ahora, no sé si porque me aburrí en este país de acabar comiendo siempre lo mismo en diferentes restaurantes, porque la báscula me ha demostrado que a ciertas edades no se puede ser sedentario o porque las circunstancias me lo permiten, ahora resulta que me ha dado por caminar en el país del automóvil por antonomasia (o, tal vez, mejor dicho, por “autonomasia”).

Lo que sí sé es que la culpa de haberme hecho andariega la tiene el Cheasapeake & Ohio Canal, un parque nacional al que se accede desde muy cerca de mi casa. Casi 300 kilómetros (184,5 millas) paralelos al río Potomac, con una ligerísima pendiente, que llevan desde Georgetown, en el Distrito de Columbia, hasta Cumberland, en la frontera oeste del Estado de Maryland. Espectacular en cualquier época del año, cómodo para cualquier edad, fácil de seguir porque no tiene intersecciones y perfecto para construir, sin darse cuenta, una rutina de “hiking”. Yo me quedé atrapada en el gusto de caminar por una senda de unos tres metros de ancho, con el río a la izquierda y el canal original a la derecha, sorprendiéndome cada vez que mi paso ahuyenta aves, anfibios o mamíferos desconfiados y deseando que llegue el siguiente fin de semana para avanzar un poquito más en la ruta e ir comentando con mi hubby la belleza del lugar o las marcas históricas que vamos descubriendo.

Porque historia no le falta al lugar. Su construcción comenzó en 1828 cuando los Estados de Maryland y Virginia, y las ciudades de Washington, Georgetown y Alexandria decidieron unir fuerzas y fondos para construir una vía acuática que permitiera atraer mercancías y trabajos a la región. Fue una labor penosa, no exenta de dificultades debido a las condiciones del terreno, a la escasez de mano de obra y de maquinaria adecuada, a la negativa de muchos propietarios a vender terrenos o a la feroz competencia con la compañía ferroviaria B&O por hacerse con el control del transporte de mercancías.

Con un coste muy superior al estimado alcanzó, sin embargo, una longitud muy inferior a la deseada puesto que nunca llegó, como su nombre pretendía, a unir la bahía de Chesapeake con el río Ohio. Pero en 1850 cinco barcazas cargadas de carbón hicieron el recorrido completo y, pronto, harina, granos, piedras para la construcción, whiskey y otras mercancías se sumaron al transporte y hubo ocasiones en que 500 naves se encontraban simultáneamente utilizando el canal. Sin embargo, la compañía de ferrocarril fue poco a poco absorbiendo el transporte de carbón y una serie de grandes riadas infringieron severos daños a las infraestructuras del canal. El coste de las reparaciones era cada vez más difícil de sufragar para la compañía C&O, que acabó vendiendo acciones a la empresa ferroviaria. En 1924 una nueva riada causó estragos y esta vez ya no se arreglaron los desperfectos, lo que puso fin a esta forma de transporte de mercancías. En 1938 la compañía ferroviaria vendió todo el canal al Gobierno de Estados Unidos por apenas dos millones de dólares, nueve menos de lo que había costado originalmente. En 1961 el presidente Eisenhower lo proclamó monumento nacional y diez años después el Congreso le dio la categoría de Parque Histórico Nacional, que es lo que ha permitido que no fuera devorado por la maleza y que hoy en día todos lo podamos disfrutar.
 
Todo esto lo cuenta un libro que nos acompaña en nuestras caminatas y que nos va señalando cómo cambian los tipos de piedra en la construcción, los acueductos que fue necesario levantar, la vida de los guardeses de las esclusas del canal y sus familias, el trabajo de las mulas que arrastraban las barcazas, los mojones que van contando las millas del recorrido. Caminando, caminando, así entretenidos, ya llevamos casi 100 kilómetros andados (200, de hecho, porque siempre tenemos que volver adonde hemos dejado el coche). Algunos han estado muy concurridos de paseantes, corredores, ciclistas o piragüistas; otros han transcurrido solitarios, por encontrarse más alejados de núcleos urbanos, pero en todos nos ha acompañado una sensación de paz y bienestar que me era desconocida y que ha resultado ser adictiva. No sé si será parecida a la que dicen experimentar los peregrinos de nuestro Camino de Santiago pero lo comprobaré. Ganas no me faltan. Las voy alimentando todas las semanas mientras, a plazos, caminando, caminando, voy recorriendo el canal.

Post-post:
The C&O Canal Companion es una de tantas guías magníficas para conocer todos los entresijos de esta ruta que combina naturaleza, historia, ingeniería y vida sana. 

lunes, 14 de octubre de 2019

Mesothelioma

Mesothelioma, en español mesotelioma. Desde que llegué a Estados Unidos y enchufé la CNN hay un anuncio que me acosa. Sale un señor de edad avanzada, atractivo, llevándose la mano al pecho y haciendo un gesto de dolor. Le siguen doctores repitiendo sin parar la palabra “mesothelioma” acompañada de una jerga especializada comprensible solo para alguien en su quinto año de MIR. Luego vuelve a aparecer el mismo señor, ahora sonriente y lozano, jugando con un perro en el jardín mientras que la que se supone que es su mujer lo observa sonriente desde la terraza. El anuncio concluye con una parrafada a toda velocidad con advertencias sobre lo que debe de ser una medicina.

Busqué en Google y resulta que el mesotelioma es un cáncer de las células mesoteliales, que son unas que recubren las cavidades del cuerpo y de algunos órganos internos. Nunca hasta ahora había tenido el gusto de conocerlas. También aprendí que está relacionado con la inhalación o ingestión de asbestos, que no sé si he estado en contacto con ellos o no porque son unas fibras minerales malísimas, muy frecuentes en los aislamientos térmicos, que pasan totalmente desapercibidas.

Desde que sé lo que significan ambas cosas, cada vez que me trago ese anuncio me pregunto, ¿hay tantos enfermos de mesotelioma en este país que justifiquen poner un anuncio de esas características en horario de máxima audiencia, que es cuando yo veo la tele? No solo eso, aunque los hubiera, ¿es que el televidente va a ir a una farmacia a comprarse él solito un tratamiento para su cáncer o, casi que peor, va a llegar a la consulta de su oncólogo a exigirle que le recete esa medicina concreta que vio en un anuncio de televisión? Y finalmente, ¿realmente creen los publicistas que nos estamos enterando de algo los oyentes normales, que no padecemos esa enfermedad y que no tenemos un doctorado en química? 

Los anuncios de medicinas en televisión en Estados Unidos son increíbles. Predominan los que tratan enfermedades muy complejas del estilo del cáncer y los de las indigestiones, diarreas, flatulencias y demás cuestiones relacionadas con la alimentación. Esto último no me extraña dada la archiconocida calidad de su comida. Y pensándolo bien, creo que lo primero tampoco me sorprende, dada la porquería que debemos de estar comiendo o inhalando a diario.

Todos los anuncios siguen el mismo patrón. Sale alguien que está fatal y, tras tomarse la medicina, aparece mejor que nunca. Eso es lo que me deja puesta. En España, la protagonista del anuncio que decía “hace tiempo que sufro en silencio las almorranas”, aparecía simplemente aliviada y sonriente tras tomar el Hemoal. En Estados Unidos tendría que salir, como mínimo, cabalgando al galope sobre una yegua árabe en una playa paradisiaca o bajando a toda velocidad un camino de piedras en una bicicleta de montaña.  No exagero. El europeo espera una cierta mejoría tras tomar una medicación, el americano espera que le cambie la vida. Quienes en un anuncio se toman una medicina para los pulmones, salen buceando en las profundidades de un mar cristalino; quienes toman algo para corazón, salen tirándose en paracaídas; quienes se toman un antiácido, salen comiéndose una hamburguesa de una libra chorreteando kétchup y mostaza por doquier… No esperan menos.

Si esto ocurre en los anuncios televisivos, en la vida real no es distinto. El que va al médico por un dolorcito abandona la consulta con un “painkiller” para elefantes que puede resultar altamente adictivo (ver entrada Drugstores) y el Gobernador acaba declarando un estado de emergencia por crisis de opiáceos. Los americanos no están educados en la cultura de la tolerancia al dolor o del “aguanta un poco, que ya se te pasará” que nos decían nuestros padres. No es algo que forme parte de su optimismo innato y del sueño americano. Y todavía no tengo claro si es bueno, es malo o si no importa en lo más mínimo.

Créditos: Mesothelioma

lunes, 7 de octubre de 2019

Hay Day

Este verano visité una plantación de pimientos. Dicho así no queda muy glamuroso, la verdad, pero si añado que fue a pocos kilómetros de Biarritz y que unos días antes habían estado haciendo algo parecido las primeras damas del G-7, entre ellas nuestra Mrs Trump y Madame Macron, a lo mejor la cosa cambia. Sinceramente, no tenía ni idea de que las mujeres de los principales líderes mundiales habían dedicado una parte de sus apretadas agendas a tal menester y tampoco sé si estuvieron en la misma finca que yo, pero pasé un buen rato recibiendo todo tipo de explicaciones sobre cómo se plantan, cuidan, secan y preparan estos pimientos y, más satisfactorio si cabe, degustando una serie de productos elaborados con los famosos pimientos de Espelette.

Salí de allí con una pequeña selección de lo que podía traer en mi maleta a Estados Unidos y con el convencimiento de que los franceses son fantásticos a la hora de vender sus productos. En España nunca he tenido ocasión (no sé si porque no existen o por desconocimiento mío) de disfrutar, por ejemplo, de una visita guiada a un melonar de Villaconejos, de recibir una clase magistral sobre la denominación de origen de los tomates “bombón colorao” o de entrar en una fresca cueva de queso de Cabrales. Creo que es una idea que no está muy explotada y que tal vez funcionaría, especialmente lo de la cueva del Cabrales a la hora de buscar un refugio en esas interminables jornadas lluviosas del turismo en Asturias. 

A mi regreso a Estados Unidos, acabé un fin de semana en una carretera rural del profundo Maryland. Mientras el coche avanzaba millas yo me iba maravillando cada vez más con lo bien cuidados que estaban los campos, con la perfecta cuadratura de los descomunales maizales, con el armonioso conjunto que en cada propiedad formaban la casa principal, los silos, el granero y el cercado de los caballos. Era igualito al emporio granjero que llegué a levantar en un juego del iPad al que estuve enganchada durante bastante tiempo. Se llamaba Hay Day y consistía en hacer crecer tu propiedad partiendo de unos insumos mínimos. Llegué a tener unas producciones de maíz tan grandes que era imposible recogerlas, los silos se me desbordaban de trigo, no daba abasto para alimentar a los cerdos, las ubres de mis vacas estaban a punto de reventar, no hablaba con mi familia por andar recogiendo huevos... Ahí me di cuenta, sin moverme del sofá y con el dedo índice agarrotado de tanto recorrer la pantalla de la tableta, de lo duro que es el campo.

Llena de profundo respeto por los granjeros americanos, sabedora por experiencia (virtual) propia de lo difícil que es dar salida a los frutos de la tierra cuando no tienes una línea de distribución establecida, y completamente sugestionada por el entorno, decidí pararme en un mercado que vendía los productos de una de esas granjas. Era una nave en un costado de la carretera y había unos cuantos coches aparcados en el exterior. Un cartel decía “De nuestra familia a la tuya”. De inmediato quedé deslumbrada por los tomates y las montañas de las panochas de maíz bicolor. Admiré las pirámides de manzanas. Paseé por entre los calabacines y los pimientos rojos. Las berenjenas me llamaban por mi nombre para que las metiera en mi carrito y el olor de las tartas de frutos rojos todavía calientes hicieron que mis propósitos de seguir a régimen cayeran en el más profundo de los olvidos.

Fui bastante comedida en mi compra, no así el cargo en la tarjeta de crédito, que no reflejaba la ausencia de costes de intermediarios en el precio de venta final. Pero bueno, me dije, de algo tenían que vivir los dueños de esa desconocida y recóndita granja. Al llegar a casa y guardar la compra vi que una de las cajas tenía la dirección de la página web del lugar y caí en la cuenta de que hoy en día se puede estar alejado, pero no aislado. Luego mordí un tomate y por primera vez desde que llegué a este país este vegetal no me supo a plástico, el maíz que asé en la barbacoa se deshacía en la boca y la tarta duró un suspiro. Había merecido la pena la clavada. Pensé que seguramente los productos (virtuales) de mi granjita (virtual) eran (virtualmente) así de buenos y yo los había malvendido. Además, no había pensado en una página web y tampoco en visitas guiadas como en Espelette. Ahora tengo las ideas un poco más claras. Creo que voy a volver a descargarme el juego, si es que todavía existe. Ya os iré avisando de mis cosechas.

lunes, 30 de septiembre de 2019

Freshmen

 Mi hija mayor se ha marchado a la universidad. Empaquetó algunas cosas, dejó demasiadas sin recoger y, al entornar la puerta de su habitación, cerró una etapa de su vida dejando detrás de sí un cuarto vacío al que no podemos entrar sin que se nos encoja un poco el corazón. Cuando antes de irse imaginaba su vida en el campus nos decía: “lo que más rabia me da es que vuelvo a ser freshmen; me gustaba el aura de mi seniority”. Entendí sus sentimientos pero si me hubiera dicho algo semejante cuando llegamos me habría quedado puesta. ¿Freshmen? ¿Senior?

En la escuela primaria e intermedia (Elementary y Middle school) de Estados Unidos los niños van ascendiendo cursos desde 1º hasta 8º, pero ese conteo se termina apenas entran en High School o en la Universidad. A partir de ese punto ya no cursan 9º, 10º, 11º o 12º (o 1º, 2º, 3º o 4º de carrera) sino que pasan a ser freshmen, sophomore, junior o senior. No es que sea difícil utilizar esas palabras, pero hacen falta unas cuantas conversiones mentales para situar en un curso al hijo de quien acabas de conocer, o para enterarte de si eres uno de los destinatarios del mensaje que acaba de enviar el colegio a los padres de sophomores.

Hace cuatro años, al volver a casa tras su primer día de High School, mi hija me dijo que era freshmen. “¿Qué es eso de freshmen?”, pregunté. “Novato, mamá; alumna de primero, pero nadie dice primero”, me respondió con el tono de marisabiondas que usan las adolescentes para demostrar que saben más que tú. “Pero tú eres chica, será freswomen, y eres una sola, o sea que será freswoman, digo yo”, contesté sin arredrarme. “Pues no, es freshmen aunque sea chica, y sigue siendo freshmen aunque solo sea una. No empieces a preguntar por qué, es así y ya está”, dijo dando la conversación por zanjada. Tengo que reconocer que me quedé un poco frustrada.

Con los años me he ido acostumbrando a esa nomenclatura, pero a pesar de haber investigado un poco los orígenes de esa forma de designar los grados escolares y universitarios, sigo sin obtener respuesta a mis preguntas iniciales o sin entender por qué el movimiento feminista no ha hecho nada para adaptar esos términos a los nuevos tiempos.

Según he podido averiguar, el término freshman puede ser rastreado hasta el siglo XVI y era la forma en que la Universidad de Cambridge designaba a los alumnos de primer año: fresh y man, o sea, nuevo y hombre, porque en esa época el estudio universitario era cosa de varones. En esos tiempos, además, a todos los estudiantes les llamaban sophisters  y hay quien dice que el término sophomore deriva de los vocablos griegos sophos (sabio) y möros (torpe, tonto), es decir, un sabio un poco tonto. Estaban también los junior sophists y los senior sophists para designar a los estudiantes de los cursos superiores y el tiempo puede haber hecho que perdieran el calificativo de sabios, cosa que no me extraña porque hoy en día no es que salgan muy sabios de los centros educativos, la verdad.

Parece que estos términos llegaron al nuevo mundo de la mano de John Harvard, el fundador de la universidad que lleva su apellido, que había estudiado en Cambridge y en el siglo XX, no solo eran ya de uso común en todas las universidades norteamericanas sino, asimismo, en los High Schools. Por el contrario, en el Reino Unido no se usan.
  
A mi hija todo esto le da igual. Pero verse convertida de nuevo en una pipiola, pasar de ser el sujeto de las miradas de respeto de los novatos a ser quien mira de esa manera a los estudiantes mayores hiere su orgullo. Sabe que los seniors de la universidad la van a mirar con el mismo aire de suficiencia con el que ella miraba a los freshmen del high school, si es que tiene la suerte de que la vean. 

Post-post:
La Universidad privada de Harvard fue fundada por el clérigo John Harvard en 1636 en una localidad a cinco kilómetros de Boston, Massachussets, llamada, curiosamente, Cambridge. Es la universidad más antigua de Estados Unidos y una de las más prestigiosas. Cuando la visitamos nos llamó la atención el ambiente festivo y poco propenso al estudio que se respiraba. Parecía difícil creer que de sus aulas hubieran salido ocho presidentes norteamericanos, 158 premios Nobel, 10 ganadores de premios Oscar, 58 premios Pultizer o 108 medallistas olímpicos, entre otros muchos alumnos ilustres. 

lunes, 23 de septiembre de 2019

La guerra de la limonada

Este fin de semana salí a dar una larga caminata y, a pesar de que acababa de comenzar el otoño, hizo un calor tremendo. Venía pensando en la rica limonada que iba a hacer en cuanto llegara a casa cuando me di cuenta de que en todo el verano, y si me descuidas en el verano anterior, no había visto ni un solo puesto de limonada. Según la idea que yo tenía, los puestos de limonada son (o eran) algo muy americano: una mesa con una jarra y vasos colocada en la calle o carretera delante de una vivienda donde unos cuantos niños, generalmente los que viven ahí, venden vasitos de limonada casera a un precio bastante testimonial a los conductores o viandantes que se quieran parar. Lo había visto en montones de películas e, incluso, alguna que otra vez, pocas, la verdad, en el barrio donde vivimos.

Llegué a casa, preparé la limonada, llené bien la jarra de hielos y me senté en el deck (la plataforma de madera que hace las veces de terraza en muchas casas) a saborearla mientras hojeaba el dominical del periódico. Y, en el primer reportaje, leí: “Por qué desde Colorado a Texas y a DC, se está tratando de proteger los puestos de limonada”. Me quedé puesta. No podía ser casualidad que mis pensamientos, mis apetencias gustativas y mi semanario coincidieran de esa manera. Algo me estaba diciendo “lee aquí” y cuéntalo en tu blog. Y tras un largo verano de inactividad vuelvo a mi Puesto traspuesto para dejar constancia de todo lo que puede estar detrás de un simple vaso de limonada en Estados Unidos.

El artículo contaba la historia de tres niños pequeños que a principios de verano habían montado su puestecito de limonada en un parque enfrente de su casa. Se habían dividido los trabajos: el mayor se ocupaba de cobrar un dólar por dos vasos, el mediano hacía de relaciones públicas dando la bienvenida a los clientes y el pequeño, de cuatro años, era el catador oficial, una responsabilidad acorde con su edad. Cuando la policía se acercó a su puesto no quería limonada sino conminarles a cerrarlo porque carecían de los permisos necesarios (tres diferentes, de tres instancias distintas) que, por otra parte, costaban unos trescientos dólares.  

Para los estadounidenses los puestos de limonada han sido tradicionalmente uno de sus primeros contactos con el mundo empresarial, fomentan el emprendimiento y les enseñan que ganar los primeros dólares implica inversión, organización y trabajo. Pero la excesiva regulación y burocratización están amenazando la mera existencia de uno de los pilares sobre los que se sustenta su sistema de valores. Algunos, como la madre de estos niños, se han movilizado en una batalla política llamada “Lemonade Stand Wars”, o guerras de los puestos de limonada, cuyo nombre hace recordar las épicas batallas de la serie cinematográfica de George Lucas. Se trata de conseguir la exención de licencias administrativas para los pequeños negocios liderados por niños, siempre y cuando no operen durante más de 100 días al año y estén razonablemente distantes de un local comercial.

La madre de los vendedores de limonada consiguió ganar esa batalla en Denver, en el Estado de Colorado, donde fue aprobada una ley en esos términos. Nueva York y Texas han seguido estos pasos y está a punto de aprobarse en DC.  Además, la industria de la limonada apoya la iniciativa y se ha creado un fondo llamado “Legal-Ade” (“-ade”, el sufijo de limonada, se pronuncia igual que “aid”, que significa “ayuda”) para pagar las multas y sanciones que se impongan a los niños que quieran poner en marcha un puesto de limonada.

Estas son cosas que siguen maravillándome de los Estados Unidos, cómo defienden sus valores, cómo no se arredran ante las instituciones, cómo una pequeña acción se convierte en un movimiento nacional en un país del tamaño de un continente o cómo el sector privado está atento a la realidad en la que vive y presta su apoyo a lo que considera justo. El político detrás de esta iniciativa en DC sostiene que enseñar a ser emprendedor a edades tempranas favorece el pensamiento creativo, el desarrollo de una ética del trabajo y el marcarse metas para conseguir lo que se desea. Algo con lo que coincido aunque, en esta historia, tal vez la verdadera enseñanza deba tomarse de la madre de las criaturas que no solo logró que se aprobara la ley en varios sitios sino que lo contó todo en su blog y acaba de publicar un libro sobre “las increíbles aventuras de los niños de la limonada”. Y eso sí que es una buena lección de emprendimiento para niños… y adultos.

Foto "Lemonade" de Bsivad con licencia de CC BY-NC 2.0